martes, 25 de diciembre de 2012

Cena sin discusión

Milio Mariño

No es por discutir, no es por nada, pero algunos pensamos que la cena de Nochebuena debe seguir celebrándose como manda la tradición: con el menú comestible de toda la vida y ese otro menú que incluye que cualquier familiar la lie parda y, antes de llegar al turrón, se monte una bronca que suele acabar de forma feliz, a los postres, con la familia ciega de sidra y el broncas contando chistes.

Dicen que, por desgracia, ocurre bastante. Es más, me consta que hay familias que para tener la noche en paz y no repetir experiencias así, han llegado a establecer una norma sobre lo que se puede discutir en Nochebuena y lo que no admite la más mínima discusión. Nada de política, nada de religión, nada de fútbol, nada de restregarse unos a otros lo bien o lo mal que les va en la vida, nada de hablar de lo listos y educados que son los niños… Total, que una cena deliciosa, en cuanto a los ingredientes comestibles, acaba siendo enormemente aburrida por la salsa de los monosílabos, las miradas de soslayo y los comentarios chorra que nos hacen parecer idiotas o, simplemente, ridículos. Un verdadero tostón que nos obliga a plantearnos si no será mejor prescindir de cualquier norma y dejar que la familia se diga todo lo que tenga que decirse para luego cerrar la disputa, si es que la hay, y acabar cantando hacia Belén va una burra, rin, rin, yo me remendaba yo me remendé.

Hablar en la mesa pienso que es tan importante, o más, que el menú. No niego que por la emotividad de las fiestas, o el ritmo que impone la vida, la sensibilidad esté tan a flor de piel que en seguida salte la chispa. Lo que hemos ido acumulando durante todo el año puede agolparse en nuestro cerebro y, ayudado por el alcohol, salir, de forma abrupta, sin reparar en modales ni sutilezas. Puede ser, no digo que no, que la cena de Nochebuena sirva, en algunos casos, como desahogo y elemento purificador.

Estoy de acuerdo, también, en que quizá no sea el mejor momento, pero conviene tener presente que hemos perdido mucho en todo lo que se refiere a nuestra empanada mental. Antes se compartía más, no se tenía tanto miedo a decir lo que pensamos, había más trato, más intercambio y más intimidad con la familia. Ahora es diferente. Ahora no tenemos tiempo para estar con los demás, ni casi con nosotros mismos. Estamos solos en medio de la multitud y cuando nos vemos rodeados de familiares o amigos nos damos cuenta de que hay cosas que necesitamos decir para liberarnos y quedar más a gusto.

Por eso pienso que no sirve de gran cosa imponer unas normas que nos lleven a cenar en torno a una mesa rodeada por rostros que renuncian a la normalidad, obligados por la cursilería de una paz artificiosa que acabará sacándonos de quicio cuando estemos, de nuevo, a solas. No creo que nos beneficie abordar la cena de Nochebuena como si nos enfrentáramos a un tribunal que solo exige elegancia formal. Al turrón tenemos que llegar contentos y satisfechos. Si hay algo que decir, se dice. Si hay algo que discutir, se discute. Lo importante es que todo discurra por cauces civilizados y que al final pasemos un rato agradable que merezca ser recordado.


Milio Mariño / Artículo de Opinión diario La Nueva España


martes, 18 de diciembre de 2012

Pocas luces

Milio Mariño

En un alarde de recursos contra la crisis es muy probable que estas navidades aparezca cualquier político espabilado y proponga que la mala uva en el ambiente se corrige sustituyendo las doce uvas tradicionales por doce aceitunas sin hueso. No lo descarten. Tampoco sé enfaden. Hagan como Camus, que decía que lo absurdo siempre es mejor tomarlo como punto de partida que como conclusión.

Cuesta entender la que han liado entorno a la crisis, lo hemos hablado ya muchas veces, pero resulta, aún, más difícil comprender ciertas medidas que se visten de soluciones sensatas y acaban siendo disparates que recuerdan las astracanadas de aquel maestro de la comedia que conseguía hacernos reír con la famosa escena, ambientada en la Gran Depresión, en la que el hambre le empujaba a comerse su propio zapato.

Por ahí va lo del ahorro en bombillas. No recuerdo otras navidades tan tristes. No recuerdo que las autoridades y los mandamases unieran sus voces para decirnos que no podemos comprar más regalos que los que venden en los chinos, que los Reyes Magos hasta el Papa dice que vienen de la Andalucía del PER y los ERES y que el marisco de la Noche Buena tendremos que sustituirlo por mejillones en escabeche porque así lo manda la OCDE y el tendencioso y sentenciado capitalismo, que aprieta pero tiene la deferencia de aflojar cuando los ojos están a punto de salírsenos de las orbitas.

Lo extraño, lo que me parece raro, es que a nadie se le haya ocurrido que estas Navidades hay que celebrarlas como si no hubiera un mañana. Como si fuéramos uno de esos enfermos terminales a los que el médico recomienda que disfrute y haga lo que le venga en gana porque solo le quedan cuatro días de vida.

Digo esto porque suponiendo que las previsiones se cumplan, que, al final, todo se vaya al carajo, el país al rescate y nosotros a la miseria, sin que esté en nuestras manos salvarnos, cada vez entiendo menos qué pintan los Ayuntamientos organizando nuestro funeral por anticipado. No sé por qué, en lugar de hacer más llevadera nuestra agonía, han optado por contribuir a la tristeza privándonos de cuatro luces de colores que nos alegraban la vida aunque siguiéramos sin un duro.

Los Ayuntamientos, me atrevo a decir que todos, presumen de que estas Navidades han puesto menos bombillas que el año pasado y menos aún que el año anterior. Quiere decirse que los alcaldes, las alcaldesas y sus respectivas Corporaciones, han llegado a la conclusión de que una buena medida para arreglar el desaguisado de la crisis es pasar del Siglo de las Luces, que no era, siquiera, el XX, al oscurantismo de la Edad Media. Han pensado que la crisis se combate quitando cuatro bombillas y dejando a la población a oscuras.

Tiene su explicación. El Siglo de las Luces fue aquel en el que se empezó a considerar, como base principal, el razonamiento de las personas. El de la libertad, la igualdad y la equidad como derechos humanos inalienables y, también, el de la separación de poderes.

Desde 2007, el gasto de los Ayuntamientos, en luces navideñas, ha caído un 70 por ciento. Perfecto. Y los millonetis partiéndose el culo con el ahorro en alumbrado navideño. Celebrando que los políticos tengan tan pocas luces y se presten a engañar a los ciudadanos con estas pijadas, mientras ellos siguen a lo suyo.



Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España



martes, 4 de diciembre de 2012

Regalos

Milio Mariño

Aprovechando que esta semana celebramos el aniversario de la Constitución, y tomándolo como una obligación constitucional, mi mujer acaba de trasladarme que, en los próximos días, abrirá un período de consultas para que podamos hacerle llegar nuestras sugerencias en todo lo concerniente a los regalos de Navidad.

En cuestiones de procedimiento, mi mujer es inflexible, sigue al pie de la letra la norma parlamentaria. Primero abre el período de consultas y luego regala lo que le viene en gana. Hace como el gobierno, toma las decisiones que quiere, y cree conveniente, y si te atreves con alguna queja dice que la culpa es tuya, que tuviste tiempo de sobra para hacer tus propuestas y si no las hiciste fue porque es más cómodo criticar que implicarse.

El caso que ahí estamos, trabajando en comisión, los hijos y sus conyugues por un lado, mi cuñada y mi cuñado por otro, los sobrinos por libre y un servidor en el grupo mixto, un poco desamparado y sin esperanza de que nadie vaya a tener en cuenta lo que proponga o deje de proponer.

Imagino los comentarios, dirán que regalar está al alcance de cualquiera que disponga aunque solo sea de diez euros. No lo discuto pero lo cierto es que acaba convirtiéndose en una entelequia. Un reto cada vez más difícil, no sé yo si por las expectativas del regalador o las del regalado, que se reparten, según sea el caso, entre algo útil, algo bonito, algo difícil de encontrar, algo gracioso, algo barato...

Posibilidades hay muchas, es cierto, pero convendrán que no son lo mismo los regalos, digamos, vocacionales que los regalos sacrificio, ni tampoco los regalos útiles que los regalos chorra para cumplir el trámite y salir del paso.

Dicen que, últimamente, se ha impuesto la lógica del regalo útil, una lógica que ya se empleaba en tiempos preconstitucionales, pues por mucho que ahora nos hablen de precocidades, los niños dejábamos de ser niños a los trece o catorce años, momento en que los juguetes se transformaban en ropa que llegaba a lomos de un camello sin que nos explicáramos, aun sabiendo que los Reyes eran los padres, como podían atreverse mirarnos a la cara, esperando que respondiéramos con satisfacción y alegría al vernos delante de un pijama, dos pares de calcetines y tres calzoncillos.

Debió ser por aquella época cuando comenzó a modificarse el significado de regalar, una de esas definiciones que no ha resistido el paso del tiempo, pues si en 1803 la Real Academia afirmaba que era agasajar o contribuir a otro con alguna cosa, voluntariamente o por obligación, ahora dice que es dar una dádiva, voluntariamente o por costumbre. Definición que nos lleva a sospechar que los académicos han debido de ir cambiando de parecer a medida que fueron recibiendo regalos y les entró la duda de si lo que sus familiares y amigos les regalaban sería por caridad, por lástima, por cariño, o, porque como ya lo habían hecho durante tanto tiempo, a ver quién se atrevía a dejar de hacerlo.

Que el hecho de regalar pasara de ser agasajo a ser una dádiva, no parece estar en consonancia con la creencia de que el regalo es una manera egoísta de hacernos un homenaje. Teoría con la que tampoco estoy muy de acuerdo, pues, viendo los regalos que pienso hacer a los míos, sería una manera muy pobre de homenajearme a mí mismo.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España



lunes, 26 de noviembre de 2012

La broma infinita

Milio Mariño

Hace un par de semanas que cuando me enfado con otra noticia sobre la corrupción, la crisis o esas medidas que adopta el gobierno para castigarnos por lo que hicieron los bancos, cojo el libro de David Foster Wallace, La broma infinita, lo abro y leo hasta que me canso.

El libro fue escrito a mediados de los años noventa y va para cuatro que Foster Wallace se suicidó, ahorcándose en su domicilio de California, pero cada día está más vigente aquella teoría suya de un vertedero inmenso, un fabuloso crisol de basuras y desechos a donde van a parar los engaños políticos, las estafas, la corrupción y hasta nosotros mismos, usted y yo, arrojados como residuos de algo que se ha vuelto inservible además de tóxico.

La broma infinita habla de eso y de muchas cosas, es un tocho de más de mil páginas, pero a mí me interesa lo del gran vertedero que todo lo engulle y en el que surgen las mutaciones que dan origen a lo nuevo.

Me interesa porque ahí estamos. Ya nadie espera nada de nosotros, así que nuestro destino es fundirnos con otros detritus para que surja un no se sabe, que será distinto y, quizá, aprovechable para la buena marcha del negocio. Eso piensan los que han decidido que ya no servimos, pero de esa mutación puede salir un monstruo.

Cuando en el vertedero se juntan tantas cosas, y fermentan, puede ocurrir de todo. El material genético del hombre y el de los animales, en el fondo, no es tan diferente, basta una pequeña variación en el ADN, un par de genes que caigan de un lado u otro, y ya tenemos lo que no esperábamos. Quién sabe si un cerdo, un lobo o una oveja salvaje con aspecto de obrero en paro.

Prepárense para un orden distinto, olvídense de lo que había, dicen los promotores de la broma, los amigos de las mutaciones extremas. La concavidad del déficit público se lo tragara todo. Vean lo que está sucediendo, la economía ha suplantado a la política, la religión e incluso al fútbol. Es imposible dar un paso sin que nos tropecemos con esa fuerza omnipresente que afecta a nuestro estado emocional y condiciona nuestras vidas. Nada nos une tanto como la economía. De modo que la broma va en serio.

Hace unos años, cuando descubrimos que vivir como vivíamos era, realmente, una broma, pensamos que todo se saldaría con un simple toque de atención para sacarnos de aquella falsa rutina y devolvernos al viejo camino. Entonces, se conoce que para no asustar, nos hablaban de la superación de los partidos tradicionales, el triunfo del entretenimiento, el trabajo desde el domicilio, la compra por internet, la vida sin apenas salir de casa, el voyeurismo, la depresión, la escalada de las adicciones… Nada que no pudiera corregirse desprendiéndonos de algunos vicios como quien llega a la conclusión de que es hora ya de dejar el tabaco.

En esas estábamos cuando llegó Rajoy y dijo que teníamos que elegir entre lo malo y lo peor. Es decir, entre aceptar el vertedero o que él mismo procediera a sacrificarnos, degollándonos como a pollos, para que el sacrificio, la carne y la sangre de los degollados, acompañada de las preceptivas plegarias, aplacara la ira de los dioses del dinero.

Parecía una broma pero, por lo visto, así es como está planteado.

Milio Mariño / Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España

lunes, 19 de noviembre de 2012

Los viejos políticos quieren ser jóvenes

Milio Mariño

Arrastrados por las malas noticias solemos preguntarnos, con machacona insistencia, hacia dónde nos llevan. La pregunta no es nueva, es una eterna y humana pregunta cuya respuesta siempre fue en consonancia con el modo en que, a cada uno, le va en la feria. Para los de abajo caminamos hacia el desastre y para los de arriba, los que tienen dinero y poder, lo hacemos por el buen camino aunque esté lleno de piedras y vayamos descalzos.

Estemos arriba o abajo en una cosa estamos de acuerdo, en que cuanto antes salgamos del pozo mejor. La duda es si serán los liberales, que en realidad son los conservadores, o los progresistas, que es como se hacen llamar los de izquierdas, quienes nos sacarán de este embrollo.

Sean unos u otros, que para lo que voy a decir da lo mismo, hay otra cosa en la que también, casi todos, estamos de acuerdo: en que la mayoría de nuestros políticos son dinosaurios. Y no ya por su edad biológica, que podría ser, sino porque llevan veinte o treinta años en el cargo y no tienen otras ideas que las de hace dos siglos.

El promedio de edad de nuestros diputados es de 53 años. Lo cual, de por sí, no sería invalidante, pero la edad biológica sin una inteligencia fresca y renovadora que la ponga al día, hace que la persona envejezca súbitamente y se convierta en un anciano empeñado en justificar sus pasados errores.

Por ahí empieza la quiebra, pues quienes están gobernando nos vienen ahora con que es necesario un cambio en la forma de hacer política y en, prácticamente, todo, sin darse cuenta de que son unos ancianos políticos que han destacado, precisamente, por su resistencia a los cambios y su elogio constante de ese perfume añejo llamado conservadurismo.

La contradicción, y la falta de legitimidad en sus peticiones, parte de ellos mismos y de los postulados que siempre han defendido pues el cristianismo nunca sintió un especial interés por lo que decían los viejos. Para los cristianos, la vejez es claramente un mal, un castigo divino que se esgrime en contraposición con el Paraíso, que es el lugar de la eterna juventud.

En su ideario, en la idea que ellos tienen de cómo tendría que ser la sociedad, un viejo que goce de buena salud y no sea conservador, solo puede explicarse por una intervención diabólica.

Así es. La visión pesimista que tenemos de la vejez la hemos heredado de los escritos del Antiguo Testamento y la tradición grecorromana. Las reglas monásticas, pilar esencial de la Iglesia Católica, siempre prestaron poca, o ninguna, atención a sus monjes ancianos. La más célebre, la de San Benito, los sitúa en la categoría de niños y recomienda mostrar ciertas indulgencias con ellos, pero no les proporciona ningún privilegio ni es criterio para la elección de abades. No se explica por tanto que nuestros viejos políticos, me refiero a los conservadores pero también a los otros, nos vengan ahora con que lo mejor para salir de la crisis es romper con lo que tenemos y aceptar cambios que den al traste con nuestro pasado. Esa propuesta, en buena lógica, solo les correspondería hacerla a los jóvenes progresistas. Nunca a los conservadores. La prueba es que los viejos políticos, sobre todo los de derechas, siempre han fracasado en la tarea de poner el país al día.


 Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ La Nueva España



jueves, 15 de noviembre de 2012

Tomemos ejemplo del fútbol

Milio Mariño

Hasta hace nada era de los que pensaban que con futbol ocurriría lo que con el boom del ladrillo. Que si alguien no planificaba un pinchazo suave de la burbuja futbolera, cualquier día saltaría por los aires y el desaguisado, como ocurrió con los bancos, acabaríamos pagándolo los que pagamos siempre, aunque ya no tengamos dinero. Menciono los bancos porque si las altas instancias consideran que son imprescindibles para que el sistema funcione con el fútbol pasa lo mismo. Nadie concibe que España pueda funcionar sin futbol, sería inviable.

Adivino lo que piensan. Suponen que utilizo la ironía como un procedimiento retorico para abordar la crítica del fútbol y arrancarles una sonrisa que modere lo que todo el mundo se pregunta y nadie se explica. Como es posible que el fútbol siga funcionando como si nada pasara. Como si la ruina que todo lo invade se hubiera propuesto que solo el fútbol merece salvarse.

Quién sabe, a lo mejor es cuestión de buscarse un hado madrino, pero después de ojear un estudio que, sobre la situación del fútbol, publicó no hace mucho una auditora de prestigio, me atrevo a decir que, a veces, la solución a nuestros problemas está al lado mismo y, sin embargo, no acabamos de verla.

¿Por qué digo esto? Pues porque ya pueden cerrar miles de empresas, quebrar los bancos, hacer un ERE la iglesia, o que los catalanes voten a Mad Max, el salvaje autonomista, que al fútbol parece que no le afectan ni la prima de riesgo, la caída de la Bolsa o la falta de crédito. Es lo que se deduce de los datos que aporta Deloitte, que ha hecho un informe económico y dice que, actualmente, el fútbol es la decimoséptima economía mundial.

A nivel mundial no lo discuto pero, en nuestro país, no sé yo si no será la primera, pues el fútbol profesional, en España, supone 85.000 empleos directos e indirectos y aporta 9.000 millones de euros a la economía nacional.

La Liga española es una de las que más ingresos generan, apenas está por detrás de la Premier League inglesa y la Bundesliga alemana. Y lo más sorprendente, según el estudio de la citada auditora, es que el año pasado ha aumentado sus ingresos en un cinco por ciento.

Ahí es nada, crecer un cinco por ciento en estos tiempos que corren. Cierto que los clubes españoles deben 750 millones a Hacienda y 11 millones a la Seguridad Social. Y, también, que la UE ha propuesto investigar al fútbol español por presuntas ayudas del Estado, pero no sabemos la deuda del resto de las empresas y lo que el Estado las está ayudando a pesar de que no dejan de fabricar parados.

Las Sociedades Anónimas, deberían tomar ejemplo de las Anónimo Deportivas, que no se quejan de la millonada que pagan en salarios y apenas envían a nadie al paro. Tal es así que si la economía española funcionara como el fútbol estaríamos en la gloria. Solo se me ocurre un reproche. No comprendo cómo, a estas alturas, aún se mantiene, en España, la prohibición de que las mujeres puedan ejercer la profesión de futbolista.

Las mujeres, en nuestro país, pueden ser médicas, arquitectas, mineras o soldados del ejército pero futbolistas profesionales lo tienen prohibido. Un empecinamiento absurdo, que nos lleva a desperdiciar talento y a no disminuir el número de parados.



Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España

martes, 6 de noviembre de 2012

Las hojas muertas

Milio Mariño

Mientras desayunaba advertí que el otoño estaba derrumbando mis hojas. Fue una premonición porque, cuando salí a pasear, compré el periódico y leí que hacía treinta años que Felipe González había ganado las elecciones. No les digo lo que pensé porque la conclusión sugería el suicidio. Me salvó que detesto lo trágico, prefiero lo tierno, así que cogí una hoja seca del suelo, la junté con la hoja de periódico, fui a casa y las guardé entre las hojas de un libro que volví a poner en la estantería no recuerdo en qué sitio.

Allí quedaron, guardadas en aquel libro que no sabía si volvería a abrirlo, dos hojas que envejecen parecido, pues las de los árboles, y las de los periódicos, adquieren ese color amarillo que anuncia el final previsto. Son, como dice la bella canción francesa, Les feuilles mortes.

Las hojas muertas se juntan en montones, como los desperdicios / los recuerdos y los lamentos también.

Eso dice la canción. Estuve escuchándola un rato largo y reitero lo dicho: es preciosa pero un poco cruel. Las hojas acaban tiradas por el suelo y, aunque haya quien diga que crujen, la realidad es que se quejan cuando sin querer las pisamos. Yo les tengo mucho respeto, me duele pisarlas. Y me dolería la desnudez de los árboles si no fuera que estoy convencido de que sacrifican su esplendor para verse cuajados de nuevo, en cuanto pase el invierno.

Sería lo propio, pero como vivimos en un mundo desconocido y en un país arrasado por las calamidades, nadie está seguro de que, después del invierno, venga la primavera. Los fenómenos “para anormales” se están imponiendo a la realidad. Nadie sabe cuándo va acabar el frio. Los hay que insinúan que puede durar 24 meses, o incluso más. Dicen que solo queda esperar. Que el frío para la mayoría es lo único que garantiza el calor para los elegidos.

Tampoco es nuevo. Fue lo que dijeron los que hace treinta años perdieron y ahora han ganado. De todas maneras, antes y ahora, siempre hubo árboles de hoja perenne y de hoja caduca. La diferencia, entre unos y otros, es que nosotros aceptamos ir perdiendo nuestras hojas, y darlas por bien perdidas, en la confianza de que se imantarán y se irán acumulando hasta crear ese humus que sirve para fertilizar el mundo.

Así era hasta que la oscuridad, el miedo, la tristeza y todo lo que creíamos arrumbado ha vuelto. Han vuelto los leñadores cuando me he quedado casi sin hojas, solo con el calor de unas letras que mitigan este frio que noto cada vez más intenso.

Escribí, hasta aquí, mientras escuchaba la canción y, cuando acabó, recordé el libro donde había guardado la hoja de árbol y la de periódico. Era “Despistes y Franquezas” de Mario Benedetti. Y la casualidad, o los duendes, hizo que las hojas estuvieran guardadas en la página donde se relata que don Luciano tomó aliento para decir: “Como siempre, quiero ser franco con ustedes. En este país, y salvo excepciones, estamos en manos de oportunistas, frívolos, ineptos y venales”.

“A la mañana siguiente, lo despertaron a las ocho: Don Luciano, lamento molestarlo, pero, frente a la casa, hay como quinientas personas. ¿Ah, sí?, dijo el profesor, de buen ánimo. ¿Y qué quieren? Al parecer expresarle su saludo ¿Y quiénes son? No lo sé con certeza. Ellos dicen que son las excepciones”.

Milio Mariño/Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España

martes, 30 de octubre de 2012

Cataluña o Portugal

Milio Mariño

El problema de Cataluña viene de largo, de cuando reinaba Pelayo. No obstante, para que nadie se sienta ofendido, en cuanto a la paternidad de esta nueva ruptura que anuncian como definitiva, se me antoja que la culpa, en este caso, no es de los catalanes, es de IKEA.

IKEA fue quien precipitó los acontecimientos con aquel anuncio: Bienvenido a la república independiente de tú casa. Un spot curioso, remezclado con imágenes familiares que apelan a la casa de cada uno como el lugar en el que establecemos nuestras propias normas y hacemos lo que nos viene en gana.

Ya sé que es arriesgado bromear con las reivindicaciones nacionalistas. Sobre todo porque cuando uno bromea con alguien que antepone el nacionalismo a cualquier otro razonamiento enseguida aflora la sensación de que estás mofándote de sus convicciones y se siente ofendido. Otra cosa sería si se esforzara por considerar su situación más desde el lado bueno que desde el malo. Si se fijara más en las satisfacciones que en las privaciones y comprendiera que la mayoría de las personas no disfrutan de lo que tienen porque ambicionan demasiado lo que, quizá, no puedan tener.

Por ese lado, por el de quitarle dramatismo al asunto y tomárselo con humor, iba, el hoy fallecido, Peces Barba cuando hace por estas fechas un año, en el X Congreso Nacional de la Abogacía, dijo que el conde-duque de Olivares, allá por 1640, se encontró con dos levantamientos a un tiempo: el de los catalanes y el de los portugueses.

"Yo siempre digo en broma, dijo Peces Barba, que qué habría pasado si en lugar de quedarnos con Cataluña nos hubiéramos quedado con Portugal. A lo mejor igual nos hubiera ido mejor, aunque quizás no, porque, como poco, nos habríamos perdido algo tan interesante como los duelos entre el Madrid y el Barcelona".

Llegados a este punto, una treintena de abogados catalanes decidieron abandonar el salón de actos donde se celebraba la conferencia. Mientras se levantaban, visiblemente enfadados, Peces Barba estuvo callado, pero reaccionó y dijo a continuación: "Dejemos salir a los que tengan que salir".

Repuestos de la inicial sorpresa, el resto de los presentes respondió con un sonoro y encendido aplauso, lo que contribuyó a enervar, todavía más, los ánimos de los que se habían levantado.

Peces Barba, había comenzado disertando sobre los peligros de recrearnos en la nostalgia pero los abogados catalanes prefirieron pasar por alto el contexto de la broma e hicieron público un comunicado en el que mostraban, por unanimidad, su indignación y rechazo.

Visto lo visto, Peces Barba se disculpó. Dijo que le gustaba hablar con humor pero que, si a pesar de la explicación, se sentían ofendidos les pediría excusas. Eso sí, no pudo evitar referirse a la susceptibilidad con la que los catalanes habían recibido sus comentarios y añadió: "Háganselo mirar. Me parece que ustedes no deberían ser tan susceptibles".

Eso digo yo. Digo que este nuevo envite, un envite de Mas, estamos tomándolo demasiado en serio. Llevaba razón el sabio Descartes cuando hablaba de la existencia de un demiurgo burlón y la necesidad de invocarlo para que interviniera y zanjara ciertas disputas. Descartes era así, era un racionalista convencido de que los sentimientos pueden llevarnos al engaño y el desvarío. Aunque bueno, también tenía sus cosas. Creía que los monos podían hablar, pero preferían guardar silencio, no fuera que los pusieran a trabajar.

Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España

lunes, 22 de octubre de 2012

Cuarenta y siete millones de españoles

Milio Mariño

Cuando Rajoy dijo aquello de que se sentía respaldado por los cuarenta y siete millones de españoles que habían quedado en sus casas y no se habían manifestado en la calle, recordé un viejo precepto que dice: si no les puedes deslumbrar con la inteligencia, desconciértalos con estupideces.

Estaba viéndolo y no lo podía creer. Que Rajoy hiciera aquella lectura de las protestas de septiembre, era la mayor vacilada desde la restauración de la democracia. Claro que también podía ser que no conociera el viejo precepto que dije o, lo que sería peor y más grave, que, estando como están las cosas, se hubiera visto obligado a recortar su inteligencia por exigencias de Ángela Merkel.

No se extrañen, hay analistas que la comparan con Bruce Willis. En Alemania andan a vueltas con la polémica de un ensayo, de Gertrud Höhler, que disecciona su personalidad definiéndola como “la chica de Kohl que se convirtió en ejecutora asesina”, y “la agente del Este que aprendió a usar el silencio”.

Una persona así puede obligarte a decir estupideces por mucho que tú no quieras. La prueba es que Ángela Merkel manda y exige, Rajoy obedece y recorta, y luego aparece en la prensa que ella no había pedido tanto, que a nuestro Presidente se le fue la mano y recortó por encima de la línea de puntos.

Así está Rajoy que hasta el Rey le echa broncas. Hace lo de Merkel, primero le riñe y después, la Casa Real, asegura que hablaban de setas.

El problema, siendo sinceros, viene de un déficit de inteligencia que ya resulta insoportable. Mucha gente pensaba, sobre todo sus votantes, que Rajoy era tan inteligente o más que Zapatero, pero están muy parejos. La diferencia, a favor del gallego, es que no actúa.

Conviene no confundirse. No actuar no es lo mismo que no hacer nada. Decía Confucio que un príncipe sólo tiene que sentarse en el lugar adecuado, mirando al sur, y su país estará bien gobernado. Sentado y sin actuar hay menos posibilidades de que se equivoque y meta la pata.

Estamos en esa línea. Si nos atenemos a su discurso, Rajoy es taoísta. Parte de la premisa de que el universo funciona armoniosamente, de acuerdo con sus principios, de modo que cuando la gente protesta altera esa armonía. Siendo así, tampoco quiere decirse que las personas renuncien a protestar. Se trata, más bien, de la forma en qué lo hacen y de cómo deberían hacerlo. Es decir que si la gente, como entiende Rajoy, optara por quedarse tranquilamente en su casa y no saliera a protestar a la calle, estaría optando por una especial forma de fluir sin influir, de vivir sin interrumpir y de favorecer sin impedir.

Zhuangzi, el filósofo, explicaba esta idea a sus discípulos con una imagen gráfica: un árbol con el tronco retorcido es poco atractivo pero no será cortado por ningún leñador, podrá seguir viviendo debido a su inutilidad.

Para los tiempos que corren es muy práctico, y socorrido, recurrir a la filosofía zen, de hecho creo que guarda ciertas similitudes con ese ejemplo que, siempre, se pone a propósito del gallego en mitad de una escalera.

Seguro que no vamos a coincidir pero si algún día coincidiera, con Rajoy, le haría la misma pregunta que se hacían los taoístas: "Cuando un árbol cae en medio del bosque y nadie lo escucha, ¿produce algún sonido?"

Milio Mariño/ Artículo de opinión/ La Nueva España

jueves, 18 de octubre de 2012

Por algo se empieza

Milio Mariño

Quienes nos sentamos delante de un ordenador, o un papel en blanco, con el propósito de escribir sobre algo, lo corriente es que estemos a lo que salga. A ver si surge esa idea que no tenemos, o yo al menos no tengo, hasta que aparece.

Me he propuesto aclararlo por una cuestión de honradez, porque hace unos días tropecé con un amigo que me felicitó por un artículo y, para halagarme, habló de mi imaginación como si fuera una nutrida despensa a la que acudo en busca de ideas.

Ojala fuera así pero, en mi caso, siempre es una cuestión inesperada, un hallazgo. Tanto da que esté delante del papel en blanco, que paseando por la playa o en la cola del autobús. El lugar, y el momento, importan poco. Que ande perdido o despistado no impide tampoco que pueda encontrar una idea. Nunca se cuándo va a llegar ni por qué caminos. Lo explica, mejor que yo, el poeta Luis Rosales: “La palabra que decimos / viene de lejos, / y no tiene definición, / tiene argumento. /Cuando dices: “nunca”, / cuando dices: “bueno”, / estás contando tu historia / sin saberlo”.

Los artículos que firmo surgen así. Y, la casualidad, o quien sabe qué misterio, hizo que el comentario de esta semana surgiera, precisamente, de la conversación con este amigo; que me comentó que su hijo había encontrado trabajo y que él, por fin, estaba contento de que pudiera ganarse un dinero.

Ya ves, licenciado en Lengua Española y Literatura, y hace apenas un mes que trabaja de teleoperador, atendiendo las reclamaciones de una empresa.

Tuve que sujetarme para no decirle: Por algo se empieza. Mi intención era animarlo pero es evidente que atender un teléfono por el que la gente grita, en defensa propia, no parece que pueda servir de mucho a un licenciado en literatura. Aprenderá, eso sí, a dar respuestas absurdas y a recibir con paciencia los improperios y los insultos. Mi amigo piensa que han contratado a su hijo, por su formación académica, para que explique cuál ha sido el fallo y cómo piensan arreglarlo. Pero, en realidad, lo han contratado para que soporte las quejas. Para que aguante, lo mejor que sepa y pueda, la venganza de quienes se sienten agraviados y utilizan el teléfono para desahogarse gritando.

Menos mal que me cuide de decirle que por algo se empieza. Debía estar pensando que así es cómo empiezo yo los artículos, a lo que salga, pero no es para comparar a cómo un joven, recién licenciado, debe empezar la vida.

Lo incomodo de estas situaciones, cuando te sujetas y las palabras quedan bailando entre la lengua y los labios, es que no sabes qué decir. Por lo menos servirá para que coja experiencia. Dijo mi amigo, en vista de que yo no decía nada.

Era el colofón apropiado para aquella conversación inconclusa. Uno hace lo que le dejan hacer y luego lo justifica para proporcionarse la impresión de que solo él, es el que dirige su vida. Nadie acepta, a no ser la gente que escribe, estar a lo que salga.

Lo importante es que tenga salud y un trabajo, lo demás ya llegará. Dije sin advertir que mi respuesta era tan banal que confirmaba que todos estamos al albur de las circunstancias y que es más fácil ir de la inteligencia a la estupidez que al revés.

Milio Mariño / Artículo de Opinión/ La Nueva España

jueves, 11 de octubre de 2012

Hablando de Don Quijote, el equivocado era Sancho

Milio Mariño

Mucha gente ha llegado a la conclusión de que, mientras dure la crisis, es mejor no pensar. Los creyentes de izquierdas por una razón muy pragmática, por qué se han dado cuenta de que dios está más cerca de los banqueros que de los desahuciados por las hipotecas. El resto, es decir, los apolíticos de toda la vida, porque les gusta que se haya impuesto la cultura del ahorro y ahorran en comerse el tarro lo que el Gobierno en sanidad y en educación.

Yo lo haría si pudiera; pensar no es una exigencia vital. No lo es, al menos, como puede serlo hacer de cuerpo con cierta regularidad. Pero eso va en naturalezas y aunque, en mi caso, la inteligencia tropieza pronto con el límite de su incapacidad, insisto en darle vueltas a todo hasta que me sale humo por las orejas.

La ventaja es que duermo como un lirón. Debe ser que tengo la conciencia tranquila. Lo malo es cuando despierto. Ahí empieza lo malo porque, sin que pueda evitarlo, se me pone un nudo en la garganta que sube y baja movido por la angustia de encontrarme con nuevos recortes, la revisión, o no, de las pensiones y el hostigamiento constante de eso que llaman lo irremediable. Así es que cuando me siento frente al café con leche no me atrevo ni a abrir el periódico. Estoy un rato largo con los ojos cerrados y sumido en un atronador silencio, que digo yo que será el de la impotencia, el dolor inútil y el esfuerzo de tres décadas en la brecha para, al final, verme vencido.

No hace falta que lo insinúen, sé que estoy mal. Estás como Alonso Quijano, oí, hace unos días, que me decía una voz que debía ser la de Rajoy. Nada de fantasmas ni cosas por el estilo. Tenía la radio puesta y de la radio salía una voz que, supongo, era la suya. No creo que haya otro que ensalive las palabras y se exprese como un fonógrafo.

Igual no iba por mí, estoy tan susceptible que me mosqueo, incluso, cuando oigo que Rajoy habla de Don Quijote.

Pero tiene sentido, podría referirse a que salgo por ahí, me apunto a cualquier manifestación y vuelvo descalabrado. Quizá me hablara como hablaría Sancho, que es quien representa el apego a los valores materiales, mientras Don Quijote ejemplifica la defensa de un ideal libremente asumido. Claro que a diferencia del Sancho autentico, que no se ríe del empeño de Don Quijote y siente tristeza al verlo fracasar en su lucha por unos ideales que deberían ser posibles, el Sancho Rajoy celebra que los encantadores escamoteen la realidad y nos hagan ver molinos de viento donde hay gigantes, ventas de tres al cuarto donde hay castillos y pobres arrieros donde todos son malandrines que se han hecho ricos con el ladrillo.

Ya dije que pienso, no puedo evitarlo, y el problema es que llevo una semana a vueltas con eso. Con el consejo de que no haga el Quijote, que no salga a la calle a deshacer entuertos y pelearme con los antidisturbios. No pienso cambiar de idea, no está en mis cálculos hacerle caso. Estoy convencido de que en algún capítulo de alguna lógica aún inédita, tal vez se explique qué Don Quijote hacia lo correcto y el equivocado era Sancho.



Artículo de Opinión/ La Nueva España

jueves, 4 de octubre de 2012

El diferencial, con Alemania, no son los calcetines debajo de las sandalias

Milio Mariño

Estas vacaciones estuve en un hotel donde todos eran alemanes y todos matrimonios mayores que, seguramente, como no tenían nada que decirse leían el Bild-Zeitung, hacían sopas de letras y, de vez en cuando, intentaban hablar con los camareros preguntándoles cosas ininteligibles. Alguno les respondía en su idioma pero uno, andaluz de pura cepa, oí que decía: si me pregunta cómo ha quedado el Betis la respuesta es stupendously.

La pregunta debía ser otra pero la señora pareció quedar satisfecha, que era de lo que se trataba, y sonrió con esa discreción que, para nosotros, resulta imposible pues los alemanes hablan tan poco y lo hacen tan bajo que uno sabe cuándo se ríen porque los ve mover la barriga.

Pierdan cuidado, no me propongo contarles mis vacaciones sino, simplemente, que a diferencia de otras veces, que también fui a hoteles donde había mayoría de alemanes, en esta ocasión trataba de descubrir si habría algo significativo en ellos que los hiciera merecedores de vivir mejor que nosotros. No buscaba grandes cosas, buscaba detalles pero, por más que procuré fijarme, lo único que percibí fue que hablan muy poco y muy bajo, la mayoría son altos, usan calcetines debajo de las sandalias, desayunan cuatro veces más que nosotros y visten una ropa que ya no es que sea fea es que parece hecha a propósito para que resulte desagradable.

Con todo, aceptando que es fácil distinguir a un alemán de un español, tampoco me pareció que la diferencia fuera como para que nos den sopas con hondas. Nuestras personalidades quizá no puedan intercambiarse pero aunque el mundo se haya vuelto loco, no creo que por hablar en voz baja, desayunar como bestias y vestirse de mercadillo sea para que no les afecte la crisis. Es más, a riesgo de parecer presuntuoso me atrevo a decir que de las trescientas parejas que había en aquel hotel, la nuestra era la más normal en cuanto a comer, beber y vestirse.

Pues algún misterio tiene que haber, pensaba yo. Y el misterio me lo desveló Stefanie Claudia Müller, una corresponsal alemana a quien atribuyen un artículo que, unos dicen, se publicó y otros que es una mera invención de ciertos medios de la derecha más reaccionaria, pero que tiene partes que suscribo, sin que me importe la procedencia ni el pretendido objetivo que denuncian los progresistas; el de salvar el modelo económico capitalista, subyugando el interés público al beneficio privado y utilizando sus conclusiones para profundizar en unas ideas que justificarían el recorte democrático.

Que el objetivo sea ese no lo discuto, pero la señora Müller dice lo que nuestros gobernantes ocultan. Dice que las verdaderas razones de la crisis de España, nada tienen que ver con salarios demasiado altos -un 60 % de la población ocupada gana menos de 1.000 euros/mes, frente a los 2.600 de Alemania-, ni con las pensiones demasiado altas -la pensión media es de 785 euros, el 63% de la media de la UE - ni con las pocas horas de trabajo pues los españoles trabajan, al año, 200 horas más que los alemanes y se jubilan más tarde.

De modo que si trabajamos más y ganamos menos, nuestro diferencial no puede ser que no usemos calcetines debajo de las sandalias. Es lo que ustedes, y yo, pensamos y los alemanes nos echan en cara.



Milio Mariño/ artículo de Opinión/ La Nueva España

lunes, 1 de octubre de 2012

Jóvenes insuficientemente preparados

Milio Mariño

Vuelve septiembre con un futuro que se presiente vacío y un otoño que se presume movido; lo propio para quienes vivimos otros otoños enfrentándonos a lo inevitable, que es como los gobiernos, sean del signo que sean, justifican, siempre, sus medidas.

Acostumbrado, tal vez, a que en otoño tocaba optimizar las propuestas de los que mandaban, debió ser por eso que hace años, cuando estudiaban mis hijos, me causaba extrañeza que las Universidades vivieran una paz que no lograba entender. Los estudiantes iniciaban el curso y solo se dedicaban a estudiar, vaguear y divertirse, no había ni un conflicto, ni una huelga ni una protesta; nada.

En aquella época, las cosas iban algo mejor pero, a pesar del tibio progreso, me llamaba tanto la atención que estuviera todo tan parado que, siempre que tenía oportunidad, insistía en que no era buena señal. La desafección política y aquella paz institucionalizada me parecían producto de una indolencia y una apatía intelectual que tendría consecuencias fatales.

Excuso decirles como me ponían algunos padres. Lo más suave que me llamaban era nostálgico trasnochado. Eso los progres porque los otros me acusaban de subversivo y cosas peores. Decían que no había nada más satisfactorio que la normalidad absoluta. Y allí estaba yo, intentando convencerles de que la normalidad universitaria, a mi modo de ver, incluía las protestas y la actitud crítica de unos jóvenes que deberían estar protagonizando la vanguardia de este país.

Una década después, ahora que me he matriculado, por libre, en Ciencias del Envejecimiento y llevo una vida que podríamos llamar de estudiante, sigo insistiendo en lo mismo. Creo que el fallo garrafal, en la formación de aquellos jóvenes, fue no haberles dado motivos para que organizaran una revuelta, pues estoy convencido de que nadie completa su formación, de forma adecuada, si no se rebela contra el poder.

Influye, seguramente, la edad pero estos compañeros de ahora, que en parte son aquellos, no se escandalizan cuando les digo que las huelgas, los encierros, las asambleas, unos cuantos porrazos injustos, un día en el calabozo y cosas por el estilo, deberían formar parte del plan de estudios de cualquier carrera universitaria. Deberían ser una asignatura imprescindible que, sin duda, permitiría a los jóvenes entender la distancia entre la ley, la justicia, el poder y las personas. Un Master que, además de salirnos barato, serviría para que, de una forma práctica, conocieran la verdadera realidad de la vida.

La normalidad hipócrita de aquellos años hizo que los universitarios pasaran de todo y se instalaran en una especie de limbo idiota, aceptando que la educación fuera cada vez más insulsa y anestesiara su curiosidad intelectual hasta embrutecerlos y convertirlos en un rebaño de esclavos con título, que era lo que querían sus padres y, también, el poder.

Esa generación, la de los que hoy están más cerca de los cuarenta que de los treinta, es la que está llegando a los puestos de poder. La que sucederá a la generación intermedia y a los de mí tiempo, que algunos todavía siguen ahí y se resisten a dejarlo a pesar de que ya tienen edad.

Los jóvenes de aquella normalidad tontorrona serán los que tengan que sacar esto adelante, pero no están preparados. Tienen la carencia que antes les comentaba, no saben rebelarse, creen que pueden prolongar la situación que han vivido aceptando, al precio que sea, todo lo que les ordenen.



Salinas 8 de septiembre de 2012 / Milio Mariño

martes, 4 de septiembre de 2012

La de Covadonga fue una batalla fiscal

Milio Mariño

La manía de andar releyendo la historia, aunque sea cosa de viejo, hace a uno más joven, pues he descubierto que leo de otra manera y qué quizá sea esta la más adecuada. En realidad leo lo mismo, la diferencia consiste en que añado la hipótesis de lo que pudo ser y, de la fe casi patriótica, paso al consejo del gran Argensola, aquel poeta que dijo: “Este cielo azul que todos vemos no es cielo ni es azul, ¡lástima que no sea verdad tanta belleza!”.

Tenía razón el poeta, así es que cuando vuelvo a leer la historia tomo mis precauciones, no me creo todo al pie de la letra, ni tampoco lo que algunos historiadores comentan con esa actitud, entre sonriente y zumbona, con la que dan a entender que saben más de lo que dicen pero que, para nosotros, el público en general, es suficiente.

No se trata, aquí, de saber más o menos. Uno sabe lo que sabe y cree tener el buen gusto de no falsear su ignorancia. Contando con eso, sucedió que en vísperas de esta semana repasé unas notas que había tomado a propósito de ciertos tópicos que no está de más recordar, aunque solo sea para desempolvarlos o quitarles el moho. Entre esos tópicos estaba el que se refiere a la batalla de Covadonga y, por añadidura, a la Santina y al 8 de septiembre, fecha en la que puede parecer que se conmemora la sublevación de los astures, la supuesta aparición de la virgen y el inicio de la reconquista, pero ni la fecha es la que dicen ni el motivo de los sucesos es lo que habitualmente se cuenta.

La primera sorpresa la llevé yo, y la importancia, de acuerdo con mis convicciones, no me pareció traumática. Confirma la sospecha de que cuando algo, por sí solo, no logra explicarse aparece lo coherente, que suele ser sencillo y fácilmente asumible.

Cada cual puede fantasear sobre los hechos, el significado y la trascendencia, pero el 8 de septiembre no se corresponde con la sublevación de Pelayo ni con la batalla de Covadonga, sino con la fecha en qué el Rey Alfonso XIII y la Reina Victoria, inauguraron el Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, otorgaron a Cangas de Onís el titulo como la más grande capital y más pequeña ciudad, y asistieron a los actos de coronación de la virgen.

La batalla de Covadonga tuvo lugar el 28 de mayo del año 722. Pero eso sería lo de menos, lo grave es que tampoco coincide el motivo. El causus belli no fue alzarse contra el invasor para recuperar las tierras que los musulmanes habían arrebatado a sus antiguos pobladores, lo que desencadenó la rebelión, y la posterior batalla, fue la negativa de los dirigentes astures a pagar más impuestos.

Curiosamente hay discrepancias en cuanto al número, a si fueron 300 o 140.000 los que intervinieron en la batalla, pero los estudiosos coinciden en qué el motivo de la rebelión no fue la reconquista de las tierras ni la defensa de la fe cristiana, fue que los astures consideraban abusivos los nuevos impuestos que querían imponerles los árabes. Por eso se rebelaron. Ahora, lo de si se les apareció la virgen e intercedió, con su ayuda, para que derrotaran a los avariciosos recaudadores, cada cual que piense lo que quiera.

Milio Mariño / La Nueva España/Artículo de Opinión


lunes, 27 de agosto de 2012

San Agustín hace un siglo

Milio Mariño


Leyendo a Palacio Valdés me encontré con la sorpresa de que, hace ahora un siglo, los avilesinos vivían en una dulce ociosidad que les permitía consagrarse enteramente a los placeres del espíritu.

  “Vivíamos en nuestra villa sin trabajar, como he dicho. Quien trabajaba para nosotros no me importaba entonces averiguarlo. Cada casa albergaba un pequeño hidalgo o rentista que disfrutaba serenamente de la vida, bailando de joven y paseando de viejo. Los que había en la villa eran tan graves personajes que, algunos,  gastaban sombrero de copa alta. Se les trataba con respetuosa consideración, se contaba con ellos para los festejos y algunos tenían tiempo para consagrarse a la música y alcanzar señalados triunfos”.

El escritor hacía esta reflexión, refiriéndose a las Fiestas de San Agustín, cuando Avilés apenas llegaba a los nueve mil habitantes y, según él, todo se efectuaba con una discreción y una gravedad diplomática. Lo cuenta en “La Novela de un novelista”, una obra autobiográfica en la que relata sus vivencias de juventud y habla de antepasado mío, del ebanista Mariño, que vivía en la calle de La Herrería y junto con su amigo Manolo, que tenía una barbería en los arcos de la plaza, resolvieron poner en escena nada menos que Lucía di Lammermoor del maestro Donizetti.

 Apuntaba Palacio Valdés que no creía que ningún otro pueblo en España hubiera intentado, siquiera, poner en escena una ópera. Y, para redondear sus alabanzas, en cuanto a la participación de los vecinos en las fiestas de San Agustín, se preguntaba si una villa capaz de llevar a feliz término tales empresas no merecía ser conocida en el mundo de otro modo que por sus jamones.

Como entenderá cualquier mente razonable, Palacio Valdés exageraba. La pluma de aquel joven burgués, hijo de un abogado y banquero, quizá se dejó llevar por su situación particular y repartió alabanzas como quien reparte caramelos. Aquello de que Avilés vivía una dulce ociosidad que permitía consagrarse a los placeres del espíritu no debía ir más allá de cuatro señoritos y pare de contar. Lo que si creo, y no porque un pariente mío estuviera de por medio, es que, entonces, había más gente dispuesta a participar, de forma altruista, en los festejos de la villa. Cosa que hace tiempo no sucede e invita a la reflexión de si el Ayuntamiento debe correr con todo, con los gastos y la  organización de unos festejos que los vecinos disfrutan como espectadores.

Desconozco si el Ayuntamiento pide colaboración o si estaría dispuesto a ceder  en lo que algunos entienden de competencia municipal exclusiva, pero no me resisto a comentar que el desapego que achacamos a los políticos también deberíamos aplicarlo a nosotros mismos, a esa comodidad de esperar que todo nos lo den resuelto, y a eso de que nadie haga nada si no hay dinero de por medio.

Cierto que todavía quedan algunos héroes. Aún queda gente en los pueblos que trabaja con entusiasmo para conseguir que las fiestas sean un éxito. Pero Avilés no es un pueblo y la juventud, en general, no parece estar por la labor de colaborar en los festejos. En cualquier caso, como a la fuerza obligan, quizá la penuria de las arcas municipales sirva como revulsivo y acabe corrigiendo ese desapego que se reparten a medias el Ayuntamiento y los vecinos. San Agustín, gastando poco y a gusto de todos, es el objetivo.

 Milio Mariño/ La Nueva España/ Artículo de Opinión


lunes, 20 de agosto de 2012

Atilano, el pájaro

Milio Mariño


Hace años, bastantes supongo, establecí lo que podríamos llamar mi propia jurisdicción; una cierta  forma de abordar la actualidad, separando lo interesante de lo que me trae sin cuidado. Siguiendo esa premisa procuro administrar mi escaso talento ocupándome, solo, de lo que, creo, merece la pena. Pero, claro, bien sea por que el verano autoriza la flojedad de las reglas o porque cuando uno está ocioso, y no alcanza a entretenerse rascándose la barriga o tocando el acordeón, acaba metiéndose en algún sembrado, llevo unos días que no paro de darle vueltas a las peripecias de un pájaro quebrantahuesos que llaman Atilano.

Todo empezó con una imagen que me dejó estupefacto. Hay imágenes que por mucho que uno las esquematice y trate de reducirlas para que le entren en la cabeza, acaban rebelándose y aumentan de tamaño hasta conseguir impactarnos. Me pasó con la visión de una jaula, suspendida en lo alto de algún lugar de los Picos de Europa, en la que tenían encerrado al pobre Atilano para que fuera aclimatándose a lo iba a ser su nuevo hábitat pues, en contra de lo que entendemos como normal, que el pájaro necesite aclimatación cuando lo trasladan del bosque a la ciudad, este tal Atilano la necesita por lo contrario, porque tiene que adaptarse a una forma de vida que no conoce debido a que ha nacido y se ha criado en un medio urbano.

No creo que sea novedad decir que nuestras zonas rurales vienen sufriendo, desde hace décadas, una despoblación constante. Eso se da por sabido. Es más, se acepta, incluso, que la gente emigre del campo a la ciudad, buscando mejor calidad de vida. Pero que también lo hagan los pájaros, qué en los pueblos apenas quede bicho viviente, es para alarmarse. Fíjense como estarán las cosas que el otro día me comentaba un amigo que en su pueblo ya no hay ni mosquitos. De modo que no descarten que estemos en el comienzo de un orden nuevo y distinto, de una revolución que ha venido gestándose mientras nosotros estábamos distraídos, defendiéndonos de los banqueros.

Hasta que me encontré con la historia de Atilano, el quebrantahuesos, los pájaros urbanos que yo conocía, quitando las palomas y los gorriones, eran los canarios, los jilgueros y aquellos loros sabihondos que siempre estaban dispuestos para la blasfemia y los chistes eróticos. Jamás hubiera pensado que los buitres nacían en hospitales veterinarios y estudiaban, como enfrentarse a la vida, en un centro especial de acogida.

Por eso resulta conmovedor que un buitre tenga que aprender a vivir en las montañas de Asturias. Aunque, por otra parte, si uno tiene en cuenta que, el pájaro, ha nacido y se ha criado en la ciudad ya no resulta tan raro que necesite adaptarse. El mundo en el que va a vivir es muy distinto del que conoce. Viene de un habitat en el que la picardía, la habilidad para medrar y la corrupción son imprescindibles para la supervivencia. Tendrá que recuperar la mirada ingenua, las sombras y los fantasmas que nos trae la niebla, el borde los caminos dudosos y el brillo verde de las hojas. Tendrá que pasar tiempo hasta que haga suyos esos espacios que le pertenecen en base a una ley no escrita que dice que cualquiera puede ser propietario de aquello a lo que consigue dar vida. Y en esas está, nuestro querido Atilano.

Milio Mariño /Artículo de Opinión/ La Nueva España



lunes, 13 de agosto de 2012

Planchar puede ser deporte olímpico

Milio Mariño


Bajo el tórrido y abrasador sol de Londres, acaban de celebrarse los XXX Juegos Olímpicos, un acontecimiento que guarda ciertas similitudes con “El sueño de una noche de verano”, aquella obra de Shakespeare que el escritor sitúa en un bosque poblado de hadas, duendes, bufones y seres mitológicos que desaparecen cuando Puck deshace el hechizo y los espíritus se aseguran de que los mortales creen haber vivido un sueño.

 La sensación que nos queda, ahora que han apagado la llama, viene a ser esa. Pero no es la única, comparte sitio con la evidencia de que Inglaterra es un pueblo de niños que nunca se hacen mayores. Lo decía muy bien Julio Camba, decía que los ingleses son rubios porque son niños, ya que si fueran adultos se volverían morenos.
Pues bien, todo se debe al deporte, el deporte es lo que les mantiene en una niñez constante. Hagan la prueba, prueben a imaginar el deporte más raro que se les ocurra que, por mucha imaginación que le pongan, nunca llegarán a imaginar de lo que son capaces los ingleses.

Lo último que han discurrido es The Extreme Ironing. La Plancha Extrema; un deporte que consiste en planchar de la forma más rara posible, en el sitio más raro posible, pero intentando que la ropa quede lo mejor que se pueda. Hay diferentes modalidades: urbano, en el campo, en el agua, en terreno rocoso... El ganador, o ganadora, resulta de aplicar una puntuación que tiene en cuenta el tiempo, el estilo y la calidad del planchado. Se trata de un deporte nuevo, de reciente creación, pero ya han celebrado un campeonato del mundo que se disputó, en Munich, no hace mucho.
Para los incrédulos, que los habrá, facilito la dirección de su página web: extremeironing.com, donde pueden apuntarse y consultar todos los pormenores de este novedoso deporte que quién sabe si dentro de unos años no llegará a ser olímpico.

 Seguidores no le faltan. Lo digo por experiencia pues, desde que se me ocurrió comentarlo, mi mujer no para de darme ánimos, insistiendo en que debe ser bueno para los músculos y muy relajante para la cabeza.

Dudo que me convenza. Pero, no piensen mal, mi negativa no debe entenderse como que le tengo manía al Extreme Ironing. Me pasa con todos los deportes. Por mucho que digan que el aire fresco matinal es un bálsamo para los pulmones nunca madrugo, pienso que dormir la mañana es más saludable. También me pasa con lo de comer verduras, prefiero una lubina a la plancha, o un solomillo de carne roxa antes que frejoles o repollo.

Mi actitud, hacia quienes predican que es muy sano levantarse al amanecer, correr diez kilómetros y comer verduras o pollo cocido, es de respeto. Pero eso no impide que piense que nos la están dando con queso.

 Pongamos un ejemplo: ¿Cuánto creen que puede sacarme Usain Bolt en cien metros lisos? ¿Un minuto? Bueno, no sé, pongan dos, si consideran que ya estoy mayor y un poco fondón. ¿Y eso qué es? ¿Merece la pena entrenar día tras día, durante cuatro años seguidos, levantarse temprano, llevar una dieta estricta y privarse de un gin-tonic, sentado en una terraza? Pienso que no, pienso que eso está bien para que se lo cuenten a los niños, o a los ingleses, pero las personas mayores no deberíamos caer en trampas así.

Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ La Nueva España

lunes, 6 de agosto de 2012

Pequeñas cosas de La Granda

Milio Mariño

En la Granda, ese caserón construido en terrenos de la antigua Ensidesa para solaz esparcimiento de Franco, parece que no pasa el tiempo. Es como si nada hubiera cambiado no ya desde 1979, fecha en que Fuentes Quintana y Velarde Fuertes constituyeron la Fundación Asturiana de Estudios Hispánicos, sino desde los años sesenta, que es de donde parece volver el embajador de España en la Haya Javier Vallaure de Acha, quien acaba de despacharse, esta última semana, con la revelación asombrosa de que en el extranjero están aflorando estereotipos negativos sobre España: “Se ve al español poco disciplinado, poco trabajador y nada ahorrador.”

Quiere decirse, deduzco, que si allá por los Países Bajos están aflorando esos estereotipos es que habíamos logrado revertir la mala fama, de juerguistas, tramposos y holgazanes, que nos perseguía desde que éramos los dueños de Flandes. Si es así, como parece darse a entender, habría que preguntarle al embajador cuando volvimos a las andadas. Pregunta que parece innecesaria pues mucho me temo que debió ser desde que comenzó esta crisis, que nos ha devuelto al recuerdo de aquella gente que emigraba con una maleta atada con cuerdas y sin haber pasado, siquiera, del primer tomo de la Enciclopedia Álvarez.

Ciertamente, es mala cosa que, en Europa, vuelvan a tener ese concepto de los españoles pero como no todo iba a ser negativo me quedo con lo dicho por Vallaure de Acha al final de su conferencia: “Tanto yo como tantísimos otros funcionarios que servimos en el exterior estamos intentando contrarrestar estos tópicos, sobre los españoles, que, como tales, no son buenos”.

Es muy viejo decir que en Europa se cree, o hacer creer que en Europa se cree, que los españoles solo sabemos dormir la siesta, ir a los toros y cantar flamenco. Lamento discrepar con Vallaure. Los europeos no piensan como él dice que piensan. Piensan como la mayoría de nosotros y mucho me temo que esa similitud de pensamiento debe extenderse, también, al papel que desempeñan muchos de los miles de funcionarios de los cientos de Embajadas que pueblan La Haya, una ciudad del tamaño de Gijón que es la capital administrativa de los Países Bajos.

Tantos funcionarios y tantas embajadas, en una ciudad tan pequeña, hacen que recuerde una preciosa anécdota de Ramón Gómez de la Serna. Quien, por cierto, veraneaba en Salinas, acabó la carrera de derecho en Oviedo y empezó a escribir, en Asturias, lo que sería una fabulosa obra literaria, con más de trescientas obras suyas censadas en la Biblioteca Nacional.

Gómez de la Serna disfrutaba escribiendo, lo que más le gustaba era escribir, dar conferencias y divertirse en las tertulias de los cafés. Por eso, viendo que no tenía intención de ejercer como abogado, su padre lo enchufó en el Ministerio de Ultramar, equivalente a lo que, actualmente, es el Ministerio de Exteriores, donde le asignaron un puesto de funcionario. Allí estuvo durante un tiempo pero como no daba un palo al agua y su jefe de negociado estaba de sus vagancias hasta las narices, un día le pidió que redactara un informe acerca de lo que hacía y la marcha de su sección.

La sección está al corriente/ y los papeles en regla. / Sólo me queda pendiente/ este bolo que me cuelga. Escribió Ramón, que dimitió después de entregar el informe y se largó a su tertulia del café Pombo.

Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ La Nueva España




lunes, 30 de julio de 2012

La nevera cumple 60 años

Milio Mariño

El verano es, quizá, la mejor época del año para hablarles de un vicio que ha ido extendiéndose hasta convertirse en una aberración cotidiana que ocultamos por vergüenza y sentimiento de culpa. Me refiero al neverismo, a esa costumbre, cada vez más arraigada, de meter en la nevera todo lo que, por pereza, no sabemos dónde ponerlo. ¿Dónde pongo esto? Mételo en la nevera, por si las moscas, decimos sin pensar que lo mismo estamos mezclando mariposas con murciélagos. Y el resultado, al final, es que la nevera, que fue creada para la excepcionalidad, va llenándose de alimentos que sufren la injusticia de un destierro siberiano que les afecta hasta el punto de que nunca más vuelven a ser lo que fueron.

Somos así de crueles. Si hiciéramos un análisis, serio, de muchos de nuestros actos, terminaríamos por condenarnos sin atender a la presunción de inocencia. Pero la reflexión, en este caso, no persigue abordar las consecuencias del neverismo desde la óptica del maltrato a los tomates y las lechugas, pretende llamar la atención sobre una conducta que pone de manifiesto que la sociedad es imperfecta y exige de los inconformistas el oportuno varapalo que restablezca los límites de lo sensato, pues es evidente que la autorregulación no funciona ni en el ámbito doméstico. Yo mismo, sin ir más lejos, suelo abandonarme al vicio del frigorífico; un aparato que prefiero llamar nevera porque el nombre me parece más bonito y hace justicia con lo que fue su origen, hace un montón de siglos.

Nadie lo cita, ni está previsto ningún festejo, porque, tal vez, no tiene importancia, pero se cumplen, ahora, cien años desde que saliera a la venta la primera nevera. Cien años de la nevera en el mundo aunque solo sesenta desde que llegara a España, lo cual corrobora que los tan repetidos cuarenta años de retraso, lejos de ser leyenda, forman parte de la identidad española.

Las neveras llegaron por primera vez a España en 1952, pero tuvieron que pasar todavía unos años para que acabaran llegando a los hogares menos pudientes. No estaba al alcance de cualquiera comprar un aparato cuyo precio había ido descendiendo desde la friolera de los 1.000 dólares, de entonces, que costaba en 1912, a los 714 de 1922, que era casi el doble de lo que costaba un Ford T. Desconozco el precio con el que, en 1952, se pusieron a la venta en España, pero sí puedo decirles que en 1965, cuando un obrero cobraba 3.000 pesetas, una nevera corriente no bajaba de las 11.000, casi el sueldo de cuatro meses.

Salvaba la situación que, por aquellas fechas, la nevera no era imprescindible. Es posible que hiciera el mismo calor, o más, que ahora, solo que entonces no había tantas cosas que guardar y, aun así, la gente pensaba bastante, no estaba por la labor de condenar a un melón o una lechuga al frio antropoplasta. De todas maneras, como tampoco faltan estudios sobre los temas más peregrinos, me he topado con uno que analiza el interior de las neveras de todo el mundo, señalando que las más ordenadas son las holandesas y las más tristes las británicas, pero advierte que cuesta distinguir los países por lo que la gente almacena en sus neveras ya que todas están atiborradas con los mismos alimentos y las mismas tonterías, incluido el medio limón de siempre.

Milio Mariño/ Artículo de Opinión/La Nueva España

lunes, 23 de julio de 2012

La sabiduría del barquero

Milio Mariño

Como les supongo hartos de leer opiniones sobre la crisis y como, además, estamos en verano me he propuesto que, por lo menos, hasta septiembre estos artículos semanales aborden temas intrascendentes que contribuyan a distraerles. Empeño que considero fácil no por mis cualidades narrativas y literarias sino porque, aun careciendo de ellas, confío en qué suceda lo que sucede, a veces, con los enfermos, que les cambian el tratamiento, les dan una pastilla de nada y, por el efecto placebo, se olvidan de sus dolencias.

Explicado el cambio, paso a contarles que el otro día paseaba, yo, por San Juan de Nieva, por el espigón de entrada al puerto, y veía la otra orilla a todo lo lejos que está: a 153 metros. Es decir que cruzar en barca supondría ahorrarnos, por carretera, unos cuantos kilómetros. Pero no hay barca. Han pasado ya muchos años desde que, siendo un niño, pasaba de San Juan de aquí a San Juan de allá en una chalana con un marinero al mando, que cobraba y manejaba el timón como el mismísimo Marco Polo. Yo lo veía así, como un auténtico personaje, con un punto de sabiduría y misterio que no tenían el cobrador ni el conductor de autobús.

Muchos veranos hacía tres travesías: de San Juan de aquí a San Juan de allá, de Avilés a San Balandrán y de San Esteban a La Arena. Y, en las tres me pasaba igual, el marinero que iba al mando me parecía un personaje de excepción, alguien muy distanciado de la vida que podía llevar mi padre o cualquier oficinista o labrador.

Mi experiencia infantil, de travesías en lancha motora, no superó nunca las tres millas marinas pero eran una aventura. No puedo decir lo mismo en cuanto a la sensación de cruzar un rio en barca. Nunca atravesé ninguno, de modo que para hablar, con propiedad, de si los barqueros que cruzan los ríos pueden equipararse, en inteligencia y misterio, a los que cruzan las rías, repasé algunos libros y encontré una historia, del año 1502, que me pareció interesante y sucedió aquí cerca, en Soto del Barco, pues tampoco era plan irnos hasta los confines del mundo.

La historia a la que me refiero cuenta que, en 1502, llegaron a Avilés los señores Montigny, Saintzelles y Monceaux tres nobles caballeros que venían de Flandes para asistir a la coronación, en Toledo, de Felipe I, El Hermoso, y quisieron aprovechar el viaje para ver las reliquias de la Catedral de Oviedo y hacer el Camino de Santiago. En Avilés el señor Monceaux se sintió enfermo y pidió viajar en barco pero el estado de la mar le hizo desistir. Así fue que los tres señores, con sus caballos y su sequito de criados, siguieron viaje por tierra y fueron a pasar la noche al Castillo de San Martín, una fortaleza situada en Soto del Barco, al pie del Nalón.

Amarrada a los muros del castillo había una barca como único medio para cruzar el rio y cuando los señores pidieron precio quedaron asombrados de que el barquero les cobrara cuatro veces más por pasar un caballo que por pasar una persona. Y eso, ¿A qué se debe ?, preguntaron con sorna.

Se debe, dijo el barquero, a que para no discutir quien de los dos, si usted o el caballo, es más importante, he decidido cobrarles al peso.

Milio Mariño/ Artículo de Opinión / La Nueva España

lunes, 16 de julio de 2012

Cuando el IVA vuelva en septiembre

Milio Mariño

El 2 de agosto de 1914 Franz Kafka anotó en su diario: Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde me fui a nadar. Solo eso, no escribió más. Así se las gastaba el famoso escritor checo cuyo apellido usamos como adjetivo cuando queremos referirnos a cosas o situaciones absurdas que nos afectan sin que podamos hacer nada por evitarlas.

Pues bien, este jueves pasado, después de que Rajoy nos declarara la guerra cogí la mochila y fui a nadar. Reaccioné de forma instintiva, no lo hice para imitar al escritor checo porque, en ese momento, era tal el cabreo que ni recordaba la cita. Quizá suene a chiste qué fui a nadar para desahogarme pero a eso fui. Y dio resultado, nadé un par de horas y salí como nuevo.

El caso que, al día siguiente, ojeando los acuerdos del Real Consejo de Ministros, descubrí que en el complejo de La Moncloa debe haber algún asesor muy leído, alguien que conoce a Kafka y también a Groucho Marx. Lo digo porque Rajoy parece seguir al pie de la letra lo que decía el bueno de Groucho: Señora, éstos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros.

Además de parafrasear a Groucho, Rajoy sigue el ejemplo de Kafka. Quizá no vaya a nadar por miedo a que el cloro de la piscina le afecta al tinte del pelo pero ahí tienen lo del partido en Polonia y lo del Códice en Compostela, que no es lo mismo pero se parece bastante en cuanto a poner tierra de por medio para huir de la realidad.

En Moncloa son muy kafkianos. El exabrupto de la hija de Fabra es posible que sirviera para que algún asesor reconsiderara la idea inicial, de subir el IVA ya mismo, el 16 de julio, y propusiera retrasar su entrada en vigor hasta el mes de septiembre. Así todos tenemos tiempo para ir a nadar y volver como nuevos.

Quien dice nadar dice irnos de vacaciones, en la medida de nuestras posibilidades que, por lo general, no son muchas pero tal vez alcancen para escapar y perdernos un par de días por algún sitio donde no haya televisión ni periódicos. Por alguno de esos pueblos que imaginamos idílicos porque, allí, no vivimos a diario, sino solo cuando estamos hartos y queremos dejar atrás la trama que nos atrapa y nos obliga a pensar en lo nuestro.

Las vacaciones son mano de santo, dos días después de iniciadas solemos decir, sorprendidos, que no pensamos en nada. Nuestro cerebro, solo con apartarlo del trajín de diario, se queda sin cobertura, no logra establecer una relación causa efecto entre lo que dicen los políticos y lo que sucede en la vida. Es como si, de pronto, hubiéramos trasladado a la tierra las esperanzas que los curas ponen en el cielo.

Lo malo será cuando volvamos. A la vuelta nos daremos cuenta de que el gobierno ha estado trabajando, incluso en agosto, para fastidiarnos. Tendremos que enfrentarnos a la realidad pura y dura pero todavía nos parecerá distinta, todavía tendrá que pasar un tiempo hasta que nos cabreemos como estamos ahora. Fue lo que pensaron en Moncloa, que cuando llegue Septiembre ya nos habremos olvidado de lo sucedido en julio. Lo veremos tan lejano que nos dirán que el IVA lo subió Zapatero y, hasta, es posible que lo creamos.

Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ La Nueva España

lunes, 9 de julio de 2012

Rajoy acelera, en vez de frenar, y puede chocar

Milio Mariño


Hay cosas que no lo parecen y tienen una importancia increíble. Pienso en Manolo el del Bombo, un personaje que merece ser estudiado por la sencillez de su mensaje y su capacidad, demostrada, para enardecer a las masas y transmitir ese entusiasmo que tanto nos hace falta. Debería tomar nota el PSOE, debería ficharlo para que se situara detrás de nosotros y nos animara con un golpe de bombo cada vez que aparece Rajoy y anuncia, como hace poco, que piensa pisar el acelerador para implantar nuevos recortes.

Así, a bombo y platillo pero sin la gracia de Manolo, fue como anunció Rajoy que este verano está que se sale. Podría haberse callado, ni los límites de velocidad ni el precio del carburante aconsejan pisar a fondo. Pero claro, de dónde no hay no se puede sacar. Refrán que lo mismo puede servir para indicar que una persona escasa de luces difícilmente podrá aportarnos una solución brillante como para señalar que nadie puede dar lo que no tiene. Sería como pedirle peras al olmo. Que es lo que el Presidente vuelve a pedirnos cambiando el mono de piloto por el uniforme de un guardia que insiste en multarnos sin que medie, por nuestra parte, ninguna infracción punible.

Rajoy quiere presumir de piloto pero el oficio le viene grande. De hecho todo el mundo lo ve como un despiadado guardia de Merkel que pone multas a troche y moche menos a los que viajan en Rolls y Mercedes. Al parecer, no ve otra solución que las multas y eso nos lleva a pensar que nadie le ha dicho que, en este momento, hay 1,2 millones de coches que no se mueven. Coches que ya no circulan porque sus dueños no tienen ni para gasolina, amén de que las autopistas están perdiendo clientes, a razón de un 22,4 % en los últimos meses, y que el tráfico se ha reducido, en Madrid, una media de 80.000 coches al día.

La explicación la dábamos antes: de dónde no hay no se puede sacar.  Pero Rajoy sigue empeñado en poner multas a pesar de que cada vez se circula menos y a fin de mes las gasolineras están vacías. Alguien debería decirle que no va más, que las familias que no están con el agua al cuello la tienen por la barbilla. Que no es broma eso de que tengamos 1,2 millones coches parados. Que tampoco lo es que la gente coma menos y peor. Que basta un vistazo a la cesta de la compra para comprobar que apenas se vende fruta y pescado y, en cambio, se dispara el consumo de pescado basura, del pez panga, que viene de Vietnam y China.

Ciertamente, no éramos ricos pero a base de multas han conseguido que nos estemos empobreciendo a pasos agigantados. El consumo ya no es que caiga es que se ha desplomado. Pero nada, oiga, Rajoy como si tal cosa, como si no existieran los límites de velocidad ni las señales de alarma. Ahí lo tienen, sentado en el Ferrari de la mayoría absoluta que le regalaron los españoles y diciendo que piensa acelerar a tope.
 El problema no es que se estrelle o caiga por un precipicio. Si fuera así habría que lamentar solo una víctima, lo malo es que puede llevarse a medio país por delante.

Milio Mariño/ Artículo de Opinión / La nueva España



lunes, 2 de julio de 2012

El hambre como unidad de medida

Milio Mariño

Aunque uno se enfrente a la página en blanco con la relajación del que sabe que sus artículos no serán trending tropics, fastidia volver a escribir de la crisis por más que siga copando las portadas de los periódicos. La actualidad, a fuerza de repetirse, se espesa y aburre. De modo que, para no aburrirles, recurro a una frase que no sé si es refrán o sentencia pero puede servirnos para hablar de lo mismo sin darles el timo de contar lo que ya dijimos cambiando algunas palabras.

La frase hacía tiempo que no la oía, por eso que mientras estaba en una terraza me sorprendió que una señora, a mi lado, dijera de no sé quién, que era más listo que el hambre.

Pido disculpas si esperaban algo más trascendente. La frase no es que se use mucho pero, por lo oído, sigue diciéndose y no me extrañaría que volviera a recuperar su vigencia a pesar de que pertenece a los tiempos del Lazarillo de Tormes.

Estoy con ustedes en qué lo dicho no destaca por su originalidad ni, tampoco, porque resulte peyorativo. Al contrario, cuando decimos algo así queremos decir que la persona es muy lista o más lista de lo normal. De modo que no fue eso lo que me llamó la atención, lo que me llamó la atención y me hizo pensar fue que, a día de hoy, sigamos tomando el hambre como unidad de medida. Es decir que lejos de haber desaparecido está volviendo a recuperar terreno la creencia de que no hay nada que haga aguzar el ingenio como el hambre y la necesidad. Desconozco si ese nuevo rebrote surge como reproche al Estado de Bienestar o para justificar su desaparición pero vuelve a sonar con fuerza que quienes sufren hambre y miseria se las ingenian para ser más listos y salir adelante.

Resulta evidente que los hay que piensan que el hambre no es una oquedad en el estómago, es el mejor estímulo para alcanzar la excelencia en cualquier disciplina del arte y también, como no, para que los humildes puedan triunfar. Para esa gente el hambre no nos vuelve salvajes o, incluso, caníbales, sino que sirve como acicate para estimular la inteligencia de los que pasan necesidades y hacer que lleguen a ser igual, o más listos, que quienes viven, a cuerpo de rey, con todo lujo de comodidades.

Quien sabe, a lo mejor llevan razón. Por eso que no me resisto a contarles una anécdota que contaba Malinowski después de haberse entrevistado con un antropófago.

Contaba Malinowski que le preguntó a un caníbal por qué comía seres humanos y, el “salvaje”, que ojeaba unos periódicos de la Primera Guerra Mundial, en los que aparecían fotos de montones de muertos, preguntó, a su vez, si en Europa no se comían aquellos cadáveres.

-¡Por supuesto que no! - reaccionó perplejo el investigador británico.

-Pues, entonces, ¿para qué los matan? -inquirió el “bárbaro”, como si pensara que no tenía sentido matar por matar, que era un derroche y un despilfarro.

No sé hasta cuando seguiremos tomando el hambre como unidad de medida pero no ha sido el hambre lo que nos ha hecho más listos. Ni el hambre, ni la esclavitud, ni la religión. Ha sido el bienestar, la libertad, el conocimiento y la razón. Es lo que pienso pero puedo estar equivocado.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España















lunes, 25 de junio de 2012

La Amuravela de 2012 podría ser la de 1884.

Milio Mariño

Si en Asturias midiéramos el tiempo por lo que tardamos en resolver los problemas, y no por las vueltas que da la tierra, es muy probable que estuviéramos, todavía, en 1.884. No digo antes porque 128 años son suficientes para constatar que los asturianos somos los primeros, en cuanto a paciencia y méritos, para disfrutar de un puesto en el cielo pues, ya, en el año al que me refiero, 1.884, el carbón salía más barato traerlo de Inglaterra, un flete de Gijón a Málaga era más caro que de Newcastle a Jamaica, el banco que financiaba las obras del ferrocarril a León quebró, provocando una convulsión y un escándalo, la iglesia se oponía al matrimonio civil, como ahora se opone al gay, y las elecciones que se celebraron en abril, de ese año, las ganaron los conservadores por una mayoría aplastante.

La similitud es, realmente, asombrosa. Aún faltaba para que inventaran el euro pero Asturias debía estar, más o menos, como ahora. La diferencia quizá haya que buscarla en que, entonces, vivía Clarín y aquel año se publicó La Regenta, para disgusto de las autoridades, tanto civiles como eclesiásticas. Quitando eso, si a lo que decíamos al principio añadimos que, por Mieres y La Felguera, las ideas de la AIT se extendían como la pólvora, tenemos el cuadro completo. Tenemos a la élite, social, religiosa y política, anclada en posturas inmovilistas, defendiendo sus privilegios, y al pueblo tomando conciencia de que no tenía sentido sufrir y callar, aceptando vivir sometido a la burguesía y la iglesia.

Situados en aquel contexto, es fácil entender que el 29 de junio de 1884, Xuan de la Cuca, que era el recitador de La Amuravela, desenvainara el sable, se plantara delante de la imagen de San Pedro y dijera con voz de trueno:

- ¡Si falta pescáu o pan d’un sablazu vas al suelu, garró les llaves del cielu y do-yles a San Xuan!

El impacto debió ser tremendo. Cuentan las crónicas que después de la lógica sorpresa y el consiguiente revuelo, la reacción fue inmediata. El cura paró el sermón y mandó meter al santo en la iglesia, al tiempo que sentenciaba que nunca más se celebraría la fiesta.

Los vecinos, por su parte, respondieron con división de opiniones. Algunos, los menos, daban la razón al cura, pero la mayoría estaban con Xuan de la Cuca. Defendían su postura y, para demostrarlo, cantaban con todas sus fuerzas:

- ¡Mientres Cuideiru viva, ya duri la Fuenti'l Cantu, va San Pedru a la Ribera, con todus lus demás Santus!.

La Amuravela llevaba recitándose en Cudillero, en presencia de la imagen de San Pedro, desde hacía más de 300 años. Desde que en 1569 llegaran unos marineros pixuetos de la conquista de La Florida y saludaran al santo como tenían por costumbre saludar a su almirante Don Álvaro, que era sobrino de Pedro Menéndez.

El rito se repetía, año tras año, de forma escrupulosa. Detrás del tambor y la gaita aparecían, a hombros de los marineros más populares y mejor puestos, las imágenes de San Pedro, San Francisco y La Virgen del Rosario, que eran llevadas en procesión hasta donde estaba la lancha. En llegando allí, a San Pedro, el único que gozaba de ese fuero, lo colocaban a popa y recitaban La Amuravela.

Ateniéndonos a su reacción, es muy probable que el cura creyera que con evitar que el recitador le dijera al santo lo que se comentaba en la calle se acababan los problemas. Pero el recitador, como el mensajero, no tenía culpa de que los marineros estuvieran en una situación crítica y quisieran hacer oír sus quejas.

Tiempo después, a mediados del siglo pasado, Elvira Bravo, que era hija de farmacéutico, profesora de piano, estudiosa del folklore y conocedora, como nadie, de la historia y los secretos de la cultura pixueta, dijo en una entrevista que La Amuravela la hacían a medias entre San Pedro y el pueblo. Y, así debía ser, nadie mejor que ella, que estuvo 40 años escribiendo esa preciosa, y singular, crónica en verso, podía saberlo.

Aquel 29 de junio de 1884, el día que Xuan de la Cuca desenvainó su sable y advirtió a San Pedro de que si, en Cudillero, faltaba pan o pescado le quitarían las llaves del cielo para dárselas a San Juan, fue una fecha histórica. Fue el inicio de muchos años sin que la imagen del santo estuviera presente cuando recitaban La Amuravela. Nada menos que desde el año siguiente, desde 1885 hasta 2005, La Amuravela siguió recitándose con el mismo fervor de siempre pero con San Pedro dentro de la iglesia.

Ciertamente, sí que tuvo consecuencias que Xuan de la Cuca se atreviera a exigir a San Pedro pan y pescado para que los vecinos de Cudillero no sufrieran hambre y miseria. Fueron nada menos que ciento veinte años de ausencia y solo siete desde que Cudillero volviera a recuperar la vieja tradición de recitar la crónica en verso en presencia del santo. De todas maneras, dado que es incuestionable eso de que, al final, todo se sabe, cabe suponer que San Pedro, aunque lo encerraran en la iglesia para que no oyera La Amuravela, siempre estuvo al tanto de las inquietudes y los desvelos de los pescadores pixuetos.

Milio Mariño / Artículo de opinión / La Nueva España