Leyendo a Palacio Valdés me encontré con la sorpresa de que,
hace ahora un siglo, los avilesinos vivían en una dulce ociosidad que les permitía
consagrarse enteramente a los placeres del espíritu.
“Vivíamos en nuestra villa sin trabajar, como
he dicho. Quien trabajaba para nosotros no me importaba entonces averiguarlo.
Cada casa albergaba un pequeño hidalgo o rentista que disfrutaba serenamente de
la vida, bailando de joven y paseando de viejo. Los que había en la villa eran
tan graves personajes que, algunos, gastaban sombrero de copa alta. Se les trataba
con respetuosa consideración, se contaba con ellos para los festejos y algunos
tenían tiempo para consagrarse a la música y alcanzar señalados triunfos”.
El escritor hacía esta reflexión, refiriéndose a las
Fiestas de San Agustín, cuando Avilés apenas llegaba a los nueve mil habitantes
y, según él, todo se efectuaba con una discreción y una gravedad diplomática.
Lo cuenta en “La Novela de un novelista”, una obra autobiográfica en la que
relata sus vivencias de juventud y habla de antepasado mío, del ebanista Mariño,
que vivía en la calle de La Herrería y junto con su amigo Manolo, que tenía una
barbería en los arcos de la plaza, resolvieron poner en escena nada menos que Lucía
di Lammermoor del maestro Donizetti.
Apuntaba Palacio
Valdés que no creía que ningún otro pueblo en España hubiera intentado,
siquiera, poner en escena una ópera. Y, para redondear sus alabanzas, en cuanto
a la participación de los vecinos en las fiestas de San Agustín, se preguntaba
si una villa capaz de llevar a feliz término tales empresas no merecía ser
conocida en el mundo de otro modo que por sus jamones.
Como entenderá cualquier mente razonable, Palacio Valdés
exageraba. La pluma de aquel joven burgués, hijo de un abogado y banquero,
quizá se dejó llevar por su situación particular y repartió alabanzas como
quien reparte caramelos. Aquello de que Avilés vivía una dulce ociosidad que
permitía consagrarse a los placeres del espíritu no debía ir más allá de cuatro
señoritos y pare de contar. Lo que si creo, y no porque un pariente mío estuviera
de por medio, es que, entonces, había más gente dispuesta a participar, de
forma altruista, en los festejos de la villa. Cosa que hace tiempo no sucede e
invita a la reflexión de si el Ayuntamiento debe correr con todo, con los
gastos y la organización de unos festejos
que los vecinos disfrutan como espectadores.
Desconozco si el Ayuntamiento pide colaboración o si
estaría dispuesto a ceder en lo que
algunos entienden de competencia municipal exclusiva, pero no me resisto a
comentar que el desapego que achacamos a los políticos también deberíamos
aplicarlo a nosotros mismos, a esa comodidad de esperar que todo nos lo den
resuelto, y a eso de que nadie haga nada si no hay dinero de por medio.
Cierto que todavía quedan algunos héroes. Aún queda gente
en los pueblos que trabaja con entusiasmo para conseguir que las fiestas sean
un éxito. Pero Avilés no es un pueblo y la juventud, en general, no parece
estar por la labor de colaborar en los festejos. En cualquier caso, como a la
fuerza obligan, quizá la penuria de las arcas municipales sirva como revulsivo
y acabe corrigiendo ese desapego que se reparten a medias el Ayuntamiento y los
vecinos. San Agustín, gastando poco y a gusto de todos, es el objetivo.
Milio Mariño/ La
Nueva España/ Artículo de Opinión
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