lunes, 27 de agosto de 2012

San Agustín hace un siglo

Milio Mariño


Leyendo a Palacio Valdés me encontré con la sorpresa de que, hace ahora un siglo, los avilesinos vivían en una dulce ociosidad que les permitía consagrarse enteramente a los placeres del espíritu.

  “Vivíamos en nuestra villa sin trabajar, como he dicho. Quien trabajaba para nosotros no me importaba entonces averiguarlo. Cada casa albergaba un pequeño hidalgo o rentista que disfrutaba serenamente de la vida, bailando de joven y paseando de viejo. Los que había en la villa eran tan graves personajes que, algunos,  gastaban sombrero de copa alta. Se les trataba con respetuosa consideración, se contaba con ellos para los festejos y algunos tenían tiempo para consagrarse a la música y alcanzar señalados triunfos”.

El escritor hacía esta reflexión, refiriéndose a las Fiestas de San Agustín, cuando Avilés apenas llegaba a los nueve mil habitantes y, según él, todo se efectuaba con una discreción y una gravedad diplomática. Lo cuenta en “La Novela de un novelista”, una obra autobiográfica en la que relata sus vivencias de juventud y habla de antepasado mío, del ebanista Mariño, que vivía en la calle de La Herrería y junto con su amigo Manolo, que tenía una barbería en los arcos de la plaza, resolvieron poner en escena nada menos que Lucía di Lammermoor del maestro Donizetti.

 Apuntaba Palacio Valdés que no creía que ningún otro pueblo en España hubiera intentado, siquiera, poner en escena una ópera. Y, para redondear sus alabanzas, en cuanto a la participación de los vecinos en las fiestas de San Agustín, se preguntaba si una villa capaz de llevar a feliz término tales empresas no merecía ser conocida en el mundo de otro modo que por sus jamones.

Como entenderá cualquier mente razonable, Palacio Valdés exageraba. La pluma de aquel joven burgués, hijo de un abogado y banquero, quizá se dejó llevar por su situación particular y repartió alabanzas como quien reparte caramelos. Aquello de que Avilés vivía una dulce ociosidad que permitía consagrarse a los placeres del espíritu no debía ir más allá de cuatro señoritos y pare de contar. Lo que si creo, y no porque un pariente mío estuviera de por medio, es que, entonces, había más gente dispuesta a participar, de forma altruista, en los festejos de la villa. Cosa que hace tiempo no sucede e invita a la reflexión de si el Ayuntamiento debe correr con todo, con los gastos y la  organización de unos festejos que los vecinos disfrutan como espectadores.

Desconozco si el Ayuntamiento pide colaboración o si estaría dispuesto a ceder  en lo que algunos entienden de competencia municipal exclusiva, pero no me resisto a comentar que el desapego que achacamos a los políticos también deberíamos aplicarlo a nosotros mismos, a esa comodidad de esperar que todo nos lo den resuelto, y a eso de que nadie haga nada si no hay dinero de por medio.

Cierto que todavía quedan algunos héroes. Aún queda gente en los pueblos que trabaja con entusiasmo para conseguir que las fiestas sean un éxito. Pero Avilés no es un pueblo y la juventud, en general, no parece estar por la labor de colaborar en los festejos. En cualquier caso, como a la fuerza obligan, quizá la penuria de las arcas municipales sirva como revulsivo y acabe corrigiendo ese desapego que se reparten a medias el Ayuntamiento y los vecinos. San Agustín, gastando poco y a gusto de todos, es el objetivo.

 Milio Mariño/ La Nueva España/ Artículo de Opinión


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