Arrastrados por las malas noticias solemos preguntarnos, con machacona insistencia, hacia dónde nos llevan. La pregunta no es nueva, es una eterna y humana pregunta cuya respuesta siempre fue en consonancia con el modo en que, a cada uno, le va en la feria. Para los de abajo caminamos hacia el desastre y para los de arriba, los que tienen dinero y poder, lo hacemos por el buen camino aunque esté lleno de piedras y vayamos descalzos.
Estemos arriba o abajo en una cosa estamos de acuerdo, en que cuanto antes salgamos del pozo mejor. La duda es si serán los liberales, que en realidad son los conservadores, o los progresistas, que es como se hacen llamar los de izquierdas, quienes nos sacarán de este embrollo.
Sean unos u otros, que para lo que voy a decir da lo mismo, hay otra cosa en la que también, casi todos, estamos de acuerdo: en que la mayoría de nuestros políticos son dinosaurios. Y no ya por su edad biológica, que podría ser, sino porque llevan veinte o treinta años en el cargo y no tienen otras ideas que las de hace dos siglos.
El promedio de edad de nuestros diputados es de 53 años. Lo cual, de por sí, no sería invalidante, pero la edad biológica sin una inteligencia fresca y renovadora que la ponga al día, hace que la persona envejezca súbitamente y se convierta en un anciano empeñado en justificar sus pasados errores.
Por ahí empieza la quiebra, pues quienes están gobernando nos vienen ahora con que es necesario un cambio en la forma de hacer política y en, prácticamente, todo, sin darse cuenta de que son unos ancianos políticos que han destacado, precisamente, por su resistencia a los cambios y su elogio constante de ese perfume añejo llamado conservadurismo.
La contradicción, y la falta de legitimidad en sus peticiones, parte de ellos mismos y de los postulados que siempre han defendido pues el cristianismo nunca sintió un especial interés por lo que decían los viejos. Para los cristianos, la vejez es claramente un mal, un castigo divino que se esgrime en contraposición con el Paraíso, que es el lugar de la eterna juventud.
En su ideario, en la idea que ellos tienen de cómo tendría que ser la sociedad, un viejo que goce de buena salud y no sea conservador, solo puede explicarse por una intervención diabólica.
Así es. La visión pesimista que tenemos de la vejez la hemos heredado de los escritos del Antiguo Testamento y la tradición grecorromana. Las reglas monásticas, pilar esencial de la Iglesia Católica, siempre prestaron poca, o ninguna, atención a sus monjes ancianos. La más célebre, la de San Benito, los sitúa en la categoría de niños y recomienda mostrar ciertas indulgencias con ellos, pero no les proporciona ningún privilegio ni es criterio para la elección de abades. No se explica por tanto que nuestros viejos políticos, me refiero a los conservadores pero también a los otros, nos vengan ahora con que lo mejor para salir de la crisis es romper con lo que tenemos y aceptar cambios que den al traste con nuestro pasado. Esa propuesta, en buena lógica, solo les correspondería hacerla a los jóvenes progresistas. Nunca a los conservadores. La prueba es que los viejos políticos, sobre todo los de derechas, siempre han fracasado en la tarea de poner el país al día.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ La Nueva España
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