lunes, 23 de julio de 2012

La sabiduría del barquero

Milio Mariño

Como les supongo hartos de leer opiniones sobre la crisis y como, además, estamos en verano me he propuesto que, por lo menos, hasta septiembre estos artículos semanales aborden temas intrascendentes que contribuyan a distraerles. Empeño que considero fácil no por mis cualidades narrativas y literarias sino porque, aun careciendo de ellas, confío en qué suceda lo que sucede, a veces, con los enfermos, que les cambian el tratamiento, les dan una pastilla de nada y, por el efecto placebo, se olvidan de sus dolencias.

Explicado el cambio, paso a contarles que el otro día paseaba, yo, por San Juan de Nieva, por el espigón de entrada al puerto, y veía la otra orilla a todo lo lejos que está: a 153 metros. Es decir que cruzar en barca supondría ahorrarnos, por carretera, unos cuantos kilómetros. Pero no hay barca. Han pasado ya muchos años desde que, siendo un niño, pasaba de San Juan de aquí a San Juan de allá en una chalana con un marinero al mando, que cobraba y manejaba el timón como el mismísimo Marco Polo. Yo lo veía así, como un auténtico personaje, con un punto de sabiduría y misterio que no tenían el cobrador ni el conductor de autobús.

Muchos veranos hacía tres travesías: de San Juan de aquí a San Juan de allá, de Avilés a San Balandrán y de San Esteban a La Arena. Y, en las tres me pasaba igual, el marinero que iba al mando me parecía un personaje de excepción, alguien muy distanciado de la vida que podía llevar mi padre o cualquier oficinista o labrador.

Mi experiencia infantil, de travesías en lancha motora, no superó nunca las tres millas marinas pero eran una aventura. No puedo decir lo mismo en cuanto a la sensación de cruzar un rio en barca. Nunca atravesé ninguno, de modo que para hablar, con propiedad, de si los barqueros que cruzan los ríos pueden equipararse, en inteligencia y misterio, a los que cruzan las rías, repasé algunos libros y encontré una historia, del año 1502, que me pareció interesante y sucedió aquí cerca, en Soto del Barco, pues tampoco era plan irnos hasta los confines del mundo.

La historia a la que me refiero cuenta que, en 1502, llegaron a Avilés los señores Montigny, Saintzelles y Monceaux tres nobles caballeros que venían de Flandes para asistir a la coronación, en Toledo, de Felipe I, El Hermoso, y quisieron aprovechar el viaje para ver las reliquias de la Catedral de Oviedo y hacer el Camino de Santiago. En Avilés el señor Monceaux se sintió enfermo y pidió viajar en barco pero el estado de la mar le hizo desistir. Así fue que los tres señores, con sus caballos y su sequito de criados, siguieron viaje por tierra y fueron a pasar la noche al Castillo de San Martín, una fortaleza situada en Soto del Barco, al pie del Nalón.

Amarrada a los muros del castillo había una barca como único medio para cruzar el rio y cuando los señores pidieron precio quedaron asombrados de que el barquero les cobrara cuatro veces más por pasar un caballo que por pasar una persona. Y eso, ¿A qué se debe ?, preguntaron con sorna.

Se debe, dijo el barquero, a que para no discutir quien de los dos, si usted o el caballo, es más importante, he decidido cobrarles al peso.

Milio Mariño/ Artículo de Opinión / La Nueva España

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