Milio Mariño
Vuelve septiembre con un futuro que se presiente vacío y un otoño que se presume movido; lo propio para quienes vivimos otros otoños enfrentándonos a lo inevitable, que es como los gobiernos, sean del signo que sean, justifican, siempre, sus medidas.
Acostumbrado, tal vez, a que en otoño tocaba optimizar las propuestas de los que mandaban, debió ser por eso que hace años, cuando estudiaban mis hijos, me causaba extrañeza que las Universidades vivieran una paz que no lograba entender. Los estudiantes iniciaban el curso y solo se dedicaban a estudiar, vaguear y divertirse, no había ni un conflicto, ni una huelga ni una protesta; nada.
En aquella época, las cosas iban algo mejor pero, a pesar del tibio progreso, me llamaba tanto la atención que estuviera todo tan parado que, siempre que tenía oportunidad, insistía en que no era buena señal. La desafección política y aquella paz institucionalizada me parecían producto de una indolencia y una apatía intelectual que tendría consecuencias fatales.
Excuso decirles como me ponían algunos padres. Lo más suave que me llamaban era nostálgico trasnochado. Eso los progres porque los otros me acusaban de subversivo y cosas peores. Decían que no había nada más satisfactorio que la normalidad absoluta. Y allí estaba yo, intentando convencerles de que la normalidad universitaria, a mi modo de ver, incluía las protestas y la actitud crítica de unos jóvenes que deberían estar protagonizando la vanguardia de este país.
Una década después, ahora que me he matriculado, por libre, en Ciencias del Envejecimiento y llevo una vida que podríamos llamar de estudiante, sigo insistiendo en lo mismo. Creo que el fallo garrafal, en la formación de aquellos jóvenes, fue no haberles dado motivos para que organizaran una revuelta, pues estoy convencido de que nadie completa su formación, de forma adecuada, si no se rebela contra el poder.
Influye, seguramente, la edad pero estos compañeros de ahora, que en parte son aquellos, no se escandalizan cuando les digo que las huelgas, los encierros, las asambleas, unos cuantos porrazos injustos, un día en el calabozo y cosas por el estilo, deberían formar parte del plan de estudios de cualquier carrera universitaria. Deberían ser una asignatura imprescindible que, sin duda, permitiría a los jóvenes entender la distancia entre la ley, la justicia, el poder y las personas. Un Master que, además de salirnos barato, serviría para que, de una forma práctica, conocieran la verdadera realidad de la vida.
La normalidad hipócrita de aquellos años hizo que los universitarios pasaran de todo y se instalaran en una especie de limbo idiota, aceptando que la educación fuera cada vez más insulsa y anestesiara su curiosidad intelectual hasta embrutecerlos y convertirlos en un rebaño de esclavos con título, que era lo que querían sus padres y, también, el poder.
Esa generación, la de los que hoy están más cerca de los cuarenta que de los treinta, es la que está llegando a los puestos de poder. La que sucederá a la generación intermedia y a los de mí tiempo, que algunos todavía siguen ahí y se resisten a dejarlo a pesar de que ya tienen edad.
Los jóvenes de aquella normalidad tontorrona serán los que tengan que sacar esto adelante, pero no están preparados. Tienen la carencia que antes les comentaba, no saben rebelarse, creen que pueden prolongar la situación que han vivido aceptando, al precio que sea, todo lo que les ordenen.
Salinas 8 de septiembre de 2012 / Milio Mariño
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