Milio Mariño
El artículo de esta semana no era el que están leyendo, era otro que tenía casi acabado pero hice una pausa para tomar un café y, mientras lo tomaba, oí por la radio un resumen de los acuerdos del Consejo de Ministros del viernes pasado. No sólo me supo mal el café sino que me entró un no sé qué por el cuerpo que cuando volví al ordenador me cargué lo que tenía escrito y empecé de nuevo. No podía creer lo del indulto al consejero delegado del Banco de Santander, Alfredo Sáenz. Me parecía la decisión más estúpida que había visto tomar a un gobierno desde que tengo uso de razón democrática.
Vilezas y felonías las cometen todos los gobiernos, pero lo que más me asombraba era que no trataran de disfrazarlo o encubrirlo, lo cual significaba que tenían conciencia de que habían hecho lo debido. Me venía a la memoria aquella actitud de desdén y soberbia de Felipe González al final de su último mandato y de su imagen pasaba a la de José Maria Aznar y lo recordaba chulesco y despreciativo, haciendo muecas con su bigote como un conejo ofendido. Se salvaba José Luís que, en mi opinión, había aceptado con humildad ser criticado por muchas cosas que hizo mal, por otras que no hizo y hasta por el volcán que surgió en la isla del Hierro.
Recordaba que la estupidez, la patanería y el señoritismo son actitudes que abundan y se hacen visibles en el comportamiento de muchos políticos. Con todo, me costaba creer que pudieran sentarse a la mesa quince, dieciséis o los ministros y ministras que se hubieran sentado este viernes y que ninguno, ni ninguna, fuera capaz de detener un proyecto absurdo, una ley injusta o una iniciativa idiota como la del indulto.
Estaba asombrado pensando en la extraña capacidad de contagio que contienen las necedades y los disparates. Y se me ocurrió, entonces, que venía al pelo lo que respondió Churchil cuando le dijeron que Lindbergh había cruzado el Atlántico volando solo y sin hacer escalas: «No veo nada de particular en que un hombre solo consiga hacer lo que hizo, lo extraordinario habría sido que lo hubieran logrado varios juntos».
En este caso no ha sido, solo, el piloto, ha sido el piloto y el Consejo de Ministros en pleno los que han logrado una estupidez que implica una total incapacidad de análisis y razonamiento sobre lo ocurrido el domingo pasado y un desprecio sin precedentes por quienes defienden una ideología política que no entiende el chalaneo con los delincuentes poderosos, el trapicheo de favores y la relativización de los delitos cuando se trata de gente importante. Una ideología que defiende una noción de justicia que sea la misma para todos.
Seguramente soy un ingenuo pero reconozco que me sorprendió que un gobierno que ha sido tan proclive a las estupideces, sobre todo a las ineficaces, aún le pareciera que había cometido pocas y aprovechara que está en funciones para cerrar la legislatura con un broche de estupidez que viene a ser como un golpe de gracia en la moral y la conciencia de sus electores.
Es evidente que las elecciones se ganan o se pierden el día que se celebran, pero ese día viene condicionado por lo que se ha hecho antes y hasta puede verse refrendado por lo que se hace después.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
lunes, 28 de noviembre de 2011
lunes, 21 de noviembre de 2011
El presente ya es pasado
Milio Mariño
No pienso hablar de las elecciones. No porque el resultado sea el que me temía y considero la purga Benito, sino porque seríamos demasiados a comentar lo mismo y tanta insistencia aburre. Tiempo habrá para hacerlo. Las elecciones son el pasado. Ahora viene lo bueno. Ahora, después del festejo y la sidra El Gaitero, será cuando nos enteremos de que el chico listo, aquél al que muchos dieron su voto porque tenía un plan secreto para sacarnos del atolladero sin tocar los impuestos ni el Estado de bienestar, era un timador de cuidado. Y, entonces, descubriremos que no lo han votado ni la mitad de los que este domingo metieron la papeleta en la urna convencidos de que era lo mejor que podían hacer.
¿Quién… yo?... Yo tenía muy claro lo que iba a pasar. A mí no me engaña éste ni otros cuatro como él. Así que de voto nada.
Es la astucia de la razón, una especie de fuerza invisible que nos impulsa a expulsar las cosas que roen nuestro interior y necesitamos objetivar. No es nada nuevo. Es el resultado de que nuestras aspiraciones, sociales, políticas y del tipo que sean, acostumbramos a imaginarlas, más que como un sueño, como una fantasía que intenta suplantar la realidad.
Lo nuevo ilusiona cuando está por venir, pero resulta amenazante cuando ya lo tenemos aquí. Nos saca de una rutina que dominamos y nos exige desarrollar nuevas habilidades para hacer frente a lo desconocido. A lo que, en el fondo, temíamos que pudiera pasar y, al final, acaba pasando. Entonces echamos la vista atrás y añoramos lo que teníamos. Lo que conocíamos y criticábamos pero nos daba seguridad. Y, cuanto más nos aferramos a ello, más aumenta nuestra distancia y nuestro rechazo por lo que, aunque luego no queramos reconocerlo, pensábamos era la solución.
Decía que las elecciones son el pasado y vuelvo a insistir en lo dicho. Fíjense si serán el pasado que hace veinte días que no vemos a Zapatero y parece que fueran veinte meses. Desconozco si ha sido él que se apartó o fueron otros que lo apartaron, pero, sea lo que fuere, es como si las personas que pierden vigencia sufrieran el efecto de un abismo devastador que las engulle y las transforma, al instante, en algo lejano que apenas ni recordamos.
A las pruebas me remito. Veinte días y parece que fueran veinte meses que Zapatero ha dejado de ser presidente. Lo será hasta que se produzca el relevo, pero eso no quita para que haya empezado una cuenta atrás que irá transformando el desprecio, que tantos le profesaban, en un recuerdo que hará que unos cuantos, bastantes, le reconozcan algún mérito y quien sabe si no llegarán a echarlo de menos y citarlo con afecto. No por él en particular, sino porque así suele ser al respecto de los que estuvieron y ya no están.
El tiempo hace milagros. Si no fuera así no se explicaría que los votantes hayan puesto, esta vez, su confianza en los mismos de los que hace ocho años desconfiaron porque mintieron y les engañaron cuando el atentado del tren, los hilos de plastilina del «Prestige», la guerra ilegal de Irak o las víctimas del «Yakovlev».
Había prometido no hablarles de las elecciones, es cierto, pero si hubiera dicho lo que pensaba escribir igual no hubieran llegado leyendo hasta aquí.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
No pienso hablar de las elecciones. No porque el resultado sea el que me temía y considero la purga Benito, sino porque seríamos demasiados a comentar lo mismo y tanta insistencia aburre. Tiempo habrá para hacerlo. Las elecciones son el pasado. Ahora viene lo bueno. Ahora, después del festejo y la sidra El Gaitero, será cuando nos enteremos de que el chico listo, aquél al que muchos dieron su voto porque tenía un plan secreto para sacarnos del atolladero sin tocar los impuestos ni el Estado de bienestar, era un timador de cuidado. Y, entonces, descubriremos que no lo han votado ni la mitad de los que este domingo metieron la papeleta en la urna convencidos de que era lo mejor que podían hacer.
¿Quién… yo?... Yo tenía muy claro lo que iba a pasar. A mí no me engaña éste ni otros cuatro como él. Así que de voto nada.
Es la astucia de la razón, una especie de fuerza invisible que nos impulsa a expulsar las cosas que roen nuestro interior y necesitamos objetivar. No es nada nuevo. Es el resultado de que nuestras aspiraciones, sociales, políticas y del tipo que sean, acostumbramos a imaginarlas, más que como un sueño, como una fantasía que intenta suplantar la realidad.
Lo nuevo ilusiona cuando está por venir, pero resulta amenazante cuando ya lo tenemos aquí. Nos saca de una rutina que dominamos y nos exige desarrollar nuevas habilidades para hacer frente a lo desconocido. A lo que, en el fondo, temíamos que pudiera pasar y, al final, acaba pasando. Entonces echamos la vista atrás y añoramos lo que teníamos. Lo que conocíamos y criticábamos pero nos daba seguridad. Y, cuanto más nos aferramos a ello, más aumenta nuestra distancia y nuestro rechazo por lo que, aunque luego no queramos reconocerlo, pensábamos era la solución.
Decía que las elecciones son el pasado y vuelvo a insistir en lo dicho. Fíjense si serán el pasado que hace veinte días que no vemos a Zapatero y parece que fueran veinte meses. Desconozco si ha sido él que se apartó o fueron otros que lo apartaron, pero, sea lo que fuere, es como si las personas que pierden vigencia sufrieran el efecto de un abismo devastador que las engulle y las transforma, al instante, en algo lejano que apenas ni recordamos.
A las pruebas me remito. Veinte días y parece que fueran veinte meses que Zapatero ha dejado de ser presidente. Lo será hasta que se produzca el relevo, pero eso no quita para que haya empezado una cuenta atrás que irá transformando el desprecio, que tantos le profesaban, en un recuerdo que hará que unos cuantos, bastantes, le reconozcan algún mérito y quien sabe si no llegarán a echarlo de menos y citarlo con afecto. No por él en particular, sino porque así suele ser al respecto de los que estuvieron y ya no están.
El tiempo hace milagros. Si no fuera así no se explicaría que los votantes hayan puesto, esta vez, su confianza en los mismos de los que hace ocho años desconfiaron porque mintieron y les engañaron cuando el atentado del tren, los hilos de plastilina del «Prestige», la guerra ilegal de Irak o las víctimas del «Yakovlev».
Había prometido no hablarles de las elecciones, es cierto, pero si hubiera dicho lo que pensaba escribir igual no hubieran llegado leyendo hasta aquí.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
lunes, 14 de noviembre de 2011
Rajoy, Rubalcaba, la lechera y el lobo
Milio Mariño
Hay un partido que insiste en la idea de que es necesario un cambio. No hace falta que insista, estamos de acuerdo, pero sorprende que el cambio solo consista en cambiar al gobierno. De las cosas que nos preocupan no cambia nada, con cambiar al gobierno lo arregla todo. Bueno, cambiándolo y haciendo que baje el paro que, al parecer, bajará cuando haya un gobierno nuevo. Y, entonces, si baja el paro, habrá más gente trabajando, el gobierno tendrá más dinero y nosotros podremos seguir teniendo Seguridad Social, pensiones, escuelas y todo lo que tenemos.
Así de sencillo. Hasta un tonto lo entiende. Lo malo que los tontos suelen ser desconfiados y es difícil convencerlos. Se convence mejor a los listos. Los listos oyen el cuento de la lechera y no hacen preguntas, sacan papel y lápiz y se ponen a calcular las ganancias. Ya saben: como la leche es buena dará mucha nata. Batiré bien la nata hasta que se convierta en una mantequilla blanca y sabrosa que me pagarán muy bien en el mercado. Con el dinero compraré un canasto de huevos y en cuatro días tendré la granja llena de polluelos. Cuando los polluelos crezcan los venderé a buen precio, y con el dinero que saque…
Eso dice el partido que pide el cambio, que por lo visto ha recurrido a Esopo suprimiendo, a propósito, el final del cuento. El otro partido, no sé yo si por efecto de alguna moda o porque sus ideólogos y asesores estudiaron en el mismo colegio que los del partido que lleva como programa el cuento de la lechera, también ha echado mano de Esopo. También ha recurrido al celebre fabulista griego que fue asesinado después de una acusación falsa de robo.
Este otro partido insiste en la advertencia de qué viene el lobo. Y, para no ser menos que su rival político, solo menciona la primera parte del cuento. Pero el cuento, que no es muy largo, hay que leerlo entero.
Un pastor estaba guardando su rebaño no muy lejos del pueblo y pensó que sería divertido gastar una broma y asustar a los vecinos diciendo que lo atacaban los lobos. Así que empezó a gritar: “¡Que viene el lobo! ¡El lobo!” … Y, cuando los vecinos llegaron a toda prisa, se rió de sus temores. Repitió la broma varias veces y los vecinos, que siempre habían acudido, vieron que acudían en balde. No obstante, un día, vino el lobo y el pastor gritó: “¡Que viene el lobo!” Pero la gente estaba tan harta de oír siempre lo mismo que nadie le hizo caso ni corrió en su ayuda.
Las fabulas de Esopo, en uno y otro caso, están bien traídas, el problema para nosotros es que ambas se harán realidad en la parte que los partidos ocultan. La lechera, cuando tenga en la cabeza el cántaro del gobierno, tropezará con esa piedra que llaman crisis y sus sueños rodarán por el suelo hasta hacerse añicos y convertirse en pesadillas.
No les irá mejor a los otros. Los que echaron mano de la otra fábula para avisarnos de que viene el lobo, quizá se consuelen al comprobar que esta vez era verdad, pero será un triste consuelo pues verán como el lobo se come a las ovejas y no podrán evitar el remordimiento de que ha sido por su culpa.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
Hay un partido que insiste en la idea de que es necesario un cambio. No hace falta que insista, estamos de acuerdo, pero sorprende que el cambio solo consista en cambiar al gobierno. De las cosas que nos preocupan no cambia nada, con cambiar al gobierno lo arregla todo. Bueno, cambiándolo y haciendo que baje el paro que, al parecer, bajará cuando haya un gobierno nuevo. Y, entonces, si baja el paro, habrá más gente trabajando, el gobierno tendrá más dinero y nosotros podremos seguir teniendo Seguridad Social, pensiones, escuelas y todo lo que tenemos.
Así de sencillo. Hasta un tonto lo entiende. Lo malo que los tontos suelen ser desconfiados y es difícil convencerlos. Se convence mejor a los listos. Los listos oyen el cuento de la lechera y no hacen preguntas, sacan papel y lápiz y se ponen a calcular las ganancias. Ya saben: como la leche es buena dará mucha nata. Batiré bien la nata hasta que se convierta en una mantequilla blanca y sabrosa que me pagarán muy bien en el mercado. Con el dinero compraré un canasto de huevos y en cuatro días tendré la granja llena de polluelos. Cuando los polluelos crezcan los venderé a buen precio, y con el dinero que saque…
Eso dice el partido que pide el cambio, que por lo visto ha recurrido a Esopo suprimiendo, a propósito, el final del cuento. El otro partido, no sé yo si por efecto de alguna moda o porque sus ideólogos y asesores estudiaron en el mismo colegio que los del partido que lleva como programa el cuento de la lechera, también ha echado mano de Esopo. También ha recurrido al celebre fabulista griego que fue asesinado después de una acusación falsa de robo.
Este otro partido insiste en la advertencia de qué viene el lobo. Y, para no ser menos que su rival político, solo menciona la primera parte del cuento. Pero el cuento, que no es muy largo, hay que leerlo entero.
Un pastor estaba guardando su rebaño no muy lejos del pueblo y pensó que sería divertido gastar una broma y asustar a los vecinos diciendo que lo atacaban los lobos. Así que empezó a gritar: “¡Que viene el lobo! ¡El lobo!” … Y, cuando los vecinos llegaron a toda prisa, se rió de sus temores. Repitió la broma varias veces y los vecinos, que siempre habían acudido, vieron que acudían en balde. No obstante, un día, vino el lobo y el pastor gritó: “¡Que viene el lobo!” Pero la gente estaba tan harta de oír siempre lo mismo que nadie le hizo caso ni corrió en su ayuda.
Las fabulas de Esopo, en uno y otro caso, están bien traídas, el problema para nosotros es que ambas se harán realidad en la parte que los partidos ocultan. La lechera, cuando tenga en la cabeza el cántaro del gobierno, tropezará con esa piedra que llaman crisis y sus sueños rodarán por el suelo hasta hacerse añicos y convertirse en pesadillas.
No les irá mejor a los otros. Los que echaron mano de la otra fábula para avisarnos de que viene el lobo, quizá se consuelen al comprobar que esta vez era verdad, pero será un triste consuelo pues verán como el lobo se come a las ovejas y no podrán evitar el remordimiento de que ha sido por su culpa.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
lunes, 7 de noviembre de 2011
No es seguro que Rajoy quiera ser presidente
Milio Mariño
Todos nos hacemos cábalas sobre qué hará Mariano cuando llegue al gobierno. Nadie cree que pueda hacer lo que dice y, menos, que sea capaz de acabar con la crisis. No obstante, las encuestas son claras. Indican que los electores le darán el gobierno y, aunque sea a regañadientes, tendrá que aceptarlo. Que se fastidie, que no lo hubiera pedido. Que no venga ahora con que, si por él fuera, se iría, ya mismo, a Santa Pola, donde todavía figura como Registrador de la Propiedad y donde nadie sabe el destino de los más de 20 millones de euros de las ganancias de ese registro y de la oficina liquidadora de impuestos.
Actualmente, Rajoy es el Registrador titular de Santa Pola, una bella localidad de Alicante, en la que el clima y la vida son más agradables que en Madrid y en su Pontevedra natal. Circunstancia que no deberíamos tomar a broma porque Mariano tenía dos opciones. Una, solicitar excedencia y que Santa Pola saliera a concurso y la plaza fuera cubierta por un registrador que, realmente, estuviera allí. Y otra, que fue la elegida, mantenerse como titular del Registro, acogiéndose a un decreto de 1947, que es contrario a las leyes constitucionales que ordenan la función pública y fue reformado cuando Rajoy era ministro de Aznar.
La opción que eligió Rajoy debió parecerle estupenda a su amigo, el Registrador colindante, Francisco Riquelme Rubira, que lo es de Elche y a quien corresponde ejercer como interino de Santa Pola, percibiendo por ello el 50 % de las ganancias por ser, de oficio, el registrador accidental.
Dicho lo dicho, imagino que algún malicioso estará pensando que, a mí, lo que me preocupa es saber si Mariano, por ser titular del Registro, ha cobrado, de bobilis bobilis, el otro 50 % de las ganancias; es decir, 10 millones de euros en los últimos 20 años.
Hombre, no niego que me gustaría saberlo pero lo que no para de darme vueltas es que no haya pedido excedencia. Es que Rajoy lleve 20 años en cargos públicos, primero como ministro, luego como jefe de la oposición y ahora como candidato a Presidente de Gobierno, y siga como titular de un puesto por el que no ha pasado ni para pisar el felpudo.
Me preocupa porque no es alentador, ni menos un buen ejemplo, que un líder político lleve 20 años como titular de un puesto que no ha ejercido nunca, pero al que tampoco renuncia ni pide, siquiera, excedencia como es exigible a cualquiera que se dedique a la política a tiempo completo.
No sé, pero todo esto me huele a que, Mariano, algo se guarda. A lo mejor ha pensado que no le trae cuenta ser Presidente. Igual estaba feliz en su cargo, ejerciendo como Jefe de la Oposición, y conocida su poca afición al trabajo le da cien patadas que le regalen un cargo en el que se trabaja a destajo.
Tratándose de un gallego nunca se sabe. Puede ser que se las pire, que se vaya a Santa Pola para ejercer de Registrador, de ahí que no hubiera pedido excedencia, o que lo tengamos de Presidente y haga lo que ha venido haciendo en Santa Pola: ser titular del puesto pero dejando que ejerza el colindante (que en este caso sería Sarkozy) y repartiéndose las ganancias a medias.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
Todos nos hacemos cábalas sobre qué hará Mariano cuando llegue al gobierno. Nadie cree que pueda hacer lo que dice y, menos, que sea capaz de acabar con la crisis. No obstante, las encuestas son claras. Indican que los electores le darán el gobierno y, aunque sea a regañadientes, tendrá que aceptarlo. Que se fastidie, que no lo hubiera pedido. Que no venga ahora con que, si por él fuera, se iría, ya mismo, a Santa Pola, donde todavía figura como Registrador de la Propiedad y donde nadie sabe el destino de los más de 20 millones de euros de las ganancias de ese registro y de la oficina liquidadora de impuestos.
Actualmente, Rajoy es el Registrador titular de Santa Pola, una bella localidad de Alicante, en la que el clima y la vida son más agradables que en Madrid y en su Pontevedra natal. Circunstancia que no deberíamos tomar a broma porque Mariano tenía dos opciones. Una, solicitar excedencia y que Santa Pola saliera a concurso y la plaza fuera cubierta por un registrador que, realmente, estuviera allí. Y otra, que fue la elegida, mantenerse como titular del Registro, acogiéndose a un decreto de 1947, que es contrario a las leyes constitucionales que ordenan la función pública y fue reformado cuando Rajoy era ministro de Aznar.
La opción que eligió Rajoy debió parecerle estupenda a su amigo, el Registrador colindante, Francisco Riquelme Rubira, que lo es de Elche y a quien corresponde ejercer como interino de Santa Pola, percibiendo por ello el 50 % de las ganancias por ser, de oficio, el registrador accidental.
Dicho lo dicho, imagino que algún malicioso estará pensando que, a mí, lo que me preocupa es saber si Mariano, por ser titular del Registro, ha cobrado, de bobilis bobilis, el otro 50 % de las ganancias; es decir, 10 millones de euros en los últimos 20 años.
Hombre, no niego que me gustaría saberlo pero lo que no para de darme vueltas es que no haya pedido excedencia. Es que Rajoy lleve 20 años en cargos públicos, primero como ministro, luego como jefe de la oposición y ahora como candidato a Presidente de Gobierno, y siga como titular de un puesto por el que no ha pasado ni para pisar el felpudo.
Me preocupa porque no es alentador, ni menos un buen ejemplo, que un líder político lleve 20 años como titular de un puesto que no ha ejercido nunca, pero al que tampoco renuncia ni pide, siquiera, excedencia como es exigible a cualquiera que se dedique a la política a tiempo completo.
No sé, pero todo esto me huele a que, Mariano, algo se guarda. A lo mejor ha pensado que no le trae cuenta ser Presidente. Igual estaba feliz en su cargo, ejerciendo como Jefe de la Oposición, y conocida su poca afición al trabajo le da cien patadas que le regalen un cargo en el que se trabaja a destajo.
Tratándose de un gallego nunca se sabe. Puede ser que se las pire, que se vaya a Santa Pola para ejercer de Registrador, de ahí que no hubiera pedido excedencia, o que lo tengamos de Presidente y haga lo que ha venido haciendo en Santa Pola: ser titular del puesto pero dejando que ejerza el colindante (que en este caso sería Sarkozy) y repartiéndose las ganancias a medias.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
martes, 1 de noviembre de 2011
Pelillos a la mar
Milio Mariño
Borrón y cuenta nueva era una frase que decíamos antes y, ahora, apenas decimos, tal vez por qué se refiere a una mancha de tinta sobre el papel que solía caer cuando escribíamos con pluma y tintero. Así es que la frase ha ido perdiendo vigencia y no parece que volvamos a usarla en lo que era su verdadero sentido: el de tirar el papel manchado y empezar de nuevo.
Hay frases con las que sucede lo que Javier Marías decía a propósito de algunas palabras: que se gastan, se estropean y acaban resultando inútiles, sobre todo si se apoderan de ellas quienes luego las manosean y las utilizan para decir lo que ellos quieren que digan.
Nadie ha dicho, al menos yo no lo he oído, que con ETA haya que hacer borrón y cuenta nueva. De todas maneras, como la sociedad no es un invento sino la consecuencia de la genética del comportamiento, tarde o temprano, habrá que llegar a un arreglo. ¿Cual? Pues no sé, ahora no se me ocurre, pero no me extrañaría que quienes ponen el grito en el cielo diciendo que nada de borrón y cuenta nueva se despachen, de aquí a unos meses, con pelillos a la mar. Y tendremos que soportar que es totalmente distinto; faltaría más.
Quienes mañana abanderen esa solución, serán los que hoy montan bronca diciendo que no se puede tirar a la papelera semejante borrón. Pero no importa, verán como encuentran argumentos para darle la vuelta al asunto. Recurrirán, como poco, a lo que dice la Real Academia de la Lengua para demostrar que pelillos a la mar no se parece, en nada, a borrón y cuenta nueva.
El origen de esta segunda frase data del siglo XVI, cuando en Málaga un hombre que iba a cortarse el pelo, siempre al mismo barbero, se enteró de que el barbero había decidido emigrar a las Américas. Lo primero que hizo fue retirarle el saludo. Decidió no saludarlo a pesar de que el barbero le había recomendado a un colega suyo de total confianza. Pero fue inútil, nunca llego a congeniar con el nuevo barbero. Es más se dedicó a criticarle y hacerle tan mala propaganda que el barbero acabó peleándose con la clientela y tuvo que cerrar el negocio. Decía, de él, que guardaba el pelo que cortaba para luego hacer brujería.
Antes de cerrar el negocio, el barbero retó en duelo a quien tanto le difamaba. A florete, como era costumbre entonces. El resultado fue que quien echaba pestes del barbero estuvo a punto de morir en el envite. Acabó desarmado y con una herida profunda. Pero, cuando se vio perdido, dijo que había sido injusto, que se había sobrepasado en sus críticas.
Al final todo quedó en un susto y, así que sanó de las heridas y se recompuso, ambos hicieron las paces y acordaron hacer las Américas juntos, llevándose al barco todo el pelo almacenado para poder tirarlo al mar y empezar una nueva vida.
La historia está llena de casos parecidos. No hace falta que nos remontemos a los tiempos de Napoleón, Hitler o Franco. Es un ciclo perpetuo que unos llaman borrón y cuenta nueva y otros pelillos a la mar. Da igual como lo llamen porque, obviamente, significan lo mismo. Así es que, en vez de decir tonterías, mejor se callaban y dejaban que la historia siguiera su curso.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
Borrón y cuenta nueva era una frase que decíamos antes y, ahora, apenas decimos, tal vez por qué se refiere a una mancha de tinta sobre el papel que solía caer cuando escribíamos con pluma y tintero. Así es que la frase ha ido perdiendo vigencia y no parece que volvamos a usarla en lo que era su verdadero sentido: el de tirar el papel manchado y empezar de nuevo.
Hay frases con las que sucede lo que Javier Marías decía a propósito de algunas palabras: que se gastan, se estropean y acaban resultando inútiles, sobre todo si se apoderan de ellas quienes luego las manosean y las utilizan para decir lo que ellos quieren que digan.
Nadie ha dicho, al menos yo no lo he oído, que con ETA haya que hacer borrón y cuenta nueva. De todas maneras, como la sociedad no es un invento sino la consecuencia de la genética del comportamiento, tarde o temprano, habrá que llegar a un arreglo. ¿Cual? Pues no sé, ahora no se me ocurre, pero no me extrañaría que quienes ponen el grito en el cielo diciendo que nada de borrón y cuenta nueva se despachen, de aquí a unos meses, con pelillos a la mar. Y tendremos que soportar que es totalmente distinto; faltaría más.
Quienes mañana abanderen esa solución, serán los que hoy montan bronca diciendo que no se puede tirar a la papelera semejante borrón. Pero no importa, verán como encuentran argumentos para darle la vuelta al asunto. Recurrirán, como poco, a lo que dice la Real Academia de la Lengua para demostrar que pelillos a la mar no se parece, en nada, a borrón y cuenta nueva.
El origen de esta segunda frase data del siglo XVI, cuando en Málaga un hombre que iba a cortarse el pelo, siempre al mismo barbero, se enteró de que el barbero había decidido emigrar a las Américas. Lo primero que hizo fue retirarle el saludo. Decidió no saludarlo a pesar de que el barbero le había recomendado a un colega suyo de total confianza. Pero fue inútil, nunca llego a congeniar con el nuevo barbero. Es más se dedicó a criticarle y hacerle tan mala propaganda que el barbero acabó peleándose con la clientela y tuvo que cerrar el negocio. Decía, de él, que guardaba el pelo que cortaba para luego hacer brujería.
Antes de cerrar el negocio, el barbero retó en duelo a quien tanto le difamaba. A florete, como era costumbre entonces. El resultado fue que quien echaba pestes del barbero estuvo a punto de morir en el envite. Acabó desarmado y con una herida profunda. Pero, cuando se vio perdido, dijo que había sido injusto, que se había sobrepasado en sus críticas.
Al final todo quedó en un susto y, así que sanó de las heridas y se recompuso, ambos hicieron las paces y acordaron hacer las Américas juntos, llevándose al barco todo el pelo almacenado para poder tirarlo al mar y empezar una nueva vida.
La historia está llena de casos parecidos. No hace falta que nos remontemos a los tiempos de Napoleón, Hitler o Franco. Es un ciclo perpetuo que unos llaman borrón y cuenta nueva y otros pelillos a la mar. Da igual como lo llamen porque, obviamente, significan lo mismo. Así es que, en vez de decir tonterías, mejor se callaban y dejaban que la historia siguiera su curso.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
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