Milio Mariño
Quienes llevan la cuenta del tiempo, y ya son viejos, aseguran que no vieron, nunca, un verano como este. Sostienen que nuestros veranos no son para dormir en pelota y con la ventana abierta pero, entre eso y tiritar ateridos, exigen usar manga corta a la hora del vermú y dejar el jersey para las verbenas. Son fáciles de contentar, solo piden que agosto sea igual que otros años, que coincida, a ratos, con el calendario.
La meteorología no es una ciencia exacta, advierten quienes se encargan de predecir que en agosto tendremos, de nuevo, chubascos. Y, aunque a veces aciertan, insisten en que jamás hacen pronósticos considerando ciertos indicios como la aparición de hormigas con alas, que se lave la cara el gato, que el gallo cante durante el día, o que nos piquen las cicatrices y las antiguas heridas. Tampoco hacen caso del Calendario Zaragozano, que además de hacer sus predicciones con un año de antelación y tener un índice de aciertos similar al de los meteorólogos, informa de cosas tan útiles como que el periodo de gestación de una burra es de trescientos ochenta días.
Aun caben las sorpresas. Y dándole vueltas a esto -al verano friolero, no a lo de la burra- encontré que nuestros antepasados, los primitivos, predecían el tiempo mirando al cielo y rigiéndose por un calendario sencillo basado en la salida y entrada del sol, y las fases de la luna. Así fue en principio pero, a medida que nos fuimos civilizando, todo se fue complicando. Prueba de ello es que hace siglos todos los meses pares, excepto febrero, tenían 30 días y los impares 31, cosa fácil de recordar. Pero Augusto, el emperador, exigió que el octavo mes del año llevara su nombre y, para no ser menos que Julio Cesar, que también tuviera 31 días. Y los tiene pero a costa de que quitarle un día a febrero.
Hicieron tantos apaños que agosto era entonces el sexto mes del año y no como ahora que es el octavo, así que quién sabe si nuestros reproches no serán injustificados. Otro tanto se puede decir de las predicciones meteorológicas que se empeñan en revestirlas con un halo científico pero quizá sean como comentan en ese cuento que no sé si conocen. Ese que se refiere a unos indios que vivían en una remota reserva y preguntaron a su joven y nuevo jefe si el invierno sería frío o templado. Y el jefe, que había ido a la universidad pero nadie le había enseñado los viejos secretos de la naturaleza, por más que miraba al cielo, no lograba arrancarle ni una pista sobre el tiempo que haría en invierno. Así que, para salir del paso, les dijo que el invierno seria frío y debían recoger mucha leña. No obstante, cuando quedó a solas, telefoneó al Servicio de Meteorología y preguntó como pensaban que iba a venir el invierno. Bastante frío, respondió el meteorólogo, de modo que el jefe volvió con su gente y les ordenó que juntaran todavía más leña, porque el invierno seria tremendo.
Dos semanas más tarde, llamó nuevamente al Servicio de Meteorología para preguntarles si estaban absolutamente seguros de que el invierno seria muy frío. Absolutamente, sin duda alguna, respondió el meteorólogo. ¿Y cómo pueden estar tan seguros? Volvió a preguntar, extrañado. Pues muy sencillo… Porque los indios no paran de recoger leña.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
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