Milio Mariño
Debo ser de los pocos que no se atreven a valorar la sentencia del Constitucional, sobre Bildu, porque no sé si las pruebas de la abogacía del Estado, la Policía y la Guardia Civil son suficientes. Debemos ser cuatro los que no lo sabemos. Hay mucha gente que, por lo visto, sí las conoce y eso les permite pronunciarse, con conocimiento de causa, y afirmar que el fallo es una birria y no hay por dónde cogerlo.
También hay gente que prescinde de perder el tiempo, preocupándose por las pruebas, y va directamente al grano. Gente como González Pons, que dice que es muy fácil dictar sentencia, y quedar de demócrata, cuando se tiene un buen sueldo y se va por la calle con escolta y coche blindado. Lo cual, o es que yo no lo entiendo, o parece un argumento a favor para actuar en conciencia, y no por miedo, y haber dictado una sentencia que se ajusta a derecho antes que al temor por perder el pellejo. Pero da lo mismo: los que están dispuestos a servirse de lo que haga falta para cargar contra el Gobierno no reparan en contradicciones ni en cosas por el estilo. Acusan al Constitucional de actuar al dictado de un partido y se lamentan, como hace Pons, no de lo mal que funciona la justicia, sino de que los jueces del Constitucional, en su mayoría, no sean conservadores y la sentencia no salga según lo que mande Rajoy.
Prescindiendo de todo esto, y de la que se ha montado, se me ocurre que hay sentencias que, por mucho que los jueces insistan en que se ajustan a derecho, la gente no las comprende ni se explica como pueden producirse.
Recuerdo haber leído una en la que el juez no apreciaba ensañamiento en las setenta puñaladas que le asestaban a una señora, a resulta de las cuales murió. La interpretación del juez era que sólo las tres primeras debían ser tenidas en cuenta pues a partir de la cuarta, el agresor no apuñalaba a una persona, apuñalaba un cadáver.
Otra que también me llamó la atención fue aquella que incluía el increíble razonamiento de un juez que dictaminó que el trabajador fallecido debería haberse negado a realizar su trabajo en unas condiciones de seguridad tan precarias. Según el juez, si el trabajador no se opuso, allá él. Ésa era su responsabilidad, una responsabilidad que no cabía imputar al empresario.
Quiero decir con esto que, para la mayoría de nosotros, los jueces y la administración de la justicia pertenecen a un mundo raro y desconocido que aplaudimos cuando nos da la razón y tildamos de vergonzoso cuando nos la quita.
Ahora se habla poco, pero quienes tengan mi edad, más o menos, recordarán que hace tiempo se hablaba mucho del espíritu de la ley. Algo que los jueces tenían a mano y solían esgrimir cuando la cosa se ponía chunga porque a nadie se le escapa que las leyes pueden parecer muy justas sobre el papel pero, a veces, traen como resultado que su aplicación provoca injusticias que difícilmente se entienden.
Teniendo en cuenta el pronunciamiento que, hace poco, hizo el Tribunal Supremo, esta sentencia de ahora me cuesta entenderla pero, por la misma razón que acepté aquélla, la que coincidía con mi opinión, tengo que aceptar esta otra, que no coincide con lo que pienso.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
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