Milio Mariño
Cuentan que el buque oceanográfico «Vizconde de Eza» ha puesto rumbo, de nuevo, al Cañón de Avilés, un cañón que no dispara bolas de fuego sino que es una sima submarina considerada como la tercera más importante de todas las que se sitúan cerca de la costa; en este caso a siete millas marinas, que vienen a ser, para la gente de tierra, 15 kilómetros desde la bocana de la ría.
El llamado Cañón de Avilés es la continuación geológica de la Falla Ventaniella, una línea abierta que se inicia en el Puerto Ventana y va por la mar abajo hasta alcanzar los 5.000 metros de hondura para luego ir nivelando y quedar casi a pre con lo que es la profundidad normal del Cantábrico en las estribaciones del Golfo de Vizcaya.
Cuesta hacerse a la idea de cómo será la mar por ahí abajo y, movidos por esa curiosidad, en la primavera de 2010, ya estuvieron por aquí un grupo de científicos, a bordo del mismo barco, con el propósito de averiguarlo. Lo que sabíamos, hasta ahora, por un estudio chino de hace más de mil años, era que la mar tiene hasta siete pisos de agua, cada uno diferente del otro por aspecto, claridad y habitantes. De ser así, que no se discute, esta sima que sitúan frente a la ría avilesina se asemejaría a un Manhattan al revés. Algo parecido a la torre aquella que, después de fracasar la de Babel, quisieron construir hacia las profundidades del mar y llamaron Baltar.
Nadie conoce el aspecto de los peces que pueden vivir en el Cañón de Avilés. Es lo que tratan de averiguar. Y no sé yo si lo conseguirán porque, la mar, por debajo de los cincuenta metros es todo oscuridad. Aunque claro, para eso traen un sinfín de aparatos que seguramente sumergirán hasta donde les llegue el cable.
Aún no dijeron si encontraron algo. A lo mejor no lo dicen nunca porque ahí abajo, abajo del todo, en lo más profundo de la mar, es donde vive Kraken, ese calamar gigante que oímos nombrar tantas veces. De todas maneras, hace tiempo, sin tantos aparatos como los que, al parecer, traen en este viaje, hablaron de que habían avistado algunos cetáceos como el delfín mular, el delfín gris, el calderón común y otros que no pudieron identificar, lo cual les llevó a pensar que el Cañón de Avilés podía ser algo así como un paraíso de monstruos marinos en el que además de esos calamares gigantescos también podrían vivir los bugres de tres pinzas, los corales blancos y las esponjas de cristal, especies que creían solo se daban en las aguas calidas de la zona tropical.
Ni en aquella ocasión, ni ahora, comentaron si confinado en lo más profundo de este abismo podía ser que viviera Leviatán, la bestia marina que hizo dios el quinto día de la creación y que desde entonces nadie sabe donde está. Nadie lo sabe pero es de suponer que si Asturias es un paraíso terrenal, bien puede tener otro paraíso contiguo, en este caso marino, en el que los monstruos vivan felices respetando nuestra vecindad como nosotros los respetamos a ellos. De modo que a saber lo que puede pasar en el futuro, después de que los científicos completen todas sus pruebas y los monstruos marinos vean profanado su paraíso.
Los pescadores, en principio, ya dijeron que no les parecía sensato que nadie anduviera husmeando por donde Julio Verne se atrevió a husmear solo con la imaginación. Tienen miedo, y con razón, de que las bestias puedan enfadarse. Y más miedo todavía de que, como decía Pierre Beaulieu en un estudio sobre el reino sumergido de Ys, puedan pensar que volvemos a la costumbre de aquellos obispos de Bretaña y Normandia que creían que tenían derecho a cobrar tributos a todos los seres que vivían en lo más profundo de la mar. Sea lo que fuere, lo que viva por ahí abajo: bestias marinas, monstruos, dioses o diablos, que de todo puede haber, no está bien que los molestemos para averiguar lo que, en mi modesta opinión, es preferible seguir imaginando.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
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