Milio Mariño
El jueves pasado me amotiné. Firmé el manifiesto de los «indignados», lo mandé por correo electrónico y se lo dije a mi mujer. Que sepas que acabo de amotinarme. Así que ya estás preparando unos bocadillos porque a partir de ahora, y hasta el domingo, que es cuando vamos a ir a votar y a tomar el vermú, no pienso salir del despacho; es como si estuviera en la Puerta del Sol.
-¿Y te aceptaron? -preguntó, incrédula.
-¿Cómo que si me aceptaron?... Aceptan a todos; los amotinados no preguntan, suman adeptos.
Sé que contándoles esto me expongo a la incomprensión y al ridículo, pues imagino que más de uno aprovechará para criticarme y reprobar mi actitud. Así cualquiera: sentado en un cómodo sillón, a techo, comiendo bocadillos de panceta y con el ordenador para twittear, ya puede uno amotinarse y decir que está indignado contra el sistema. Eso no vale. Hay que mojarse, hay que salir a la intemperie, participar en las asambleas y mear donde uno pueda, que también es incomodidad y añade mérito a la protesta.
Acepto lo que me digan. Lo acepto con humildad, a pesar de que podría disculparme diciendo que en otros tiempos, cuando los grises repartían estopa, era el primero que estaba en la calle, pero que ahora, cumplidos ya los 60, no está uno para esos trotes. También podría decir, como dijo aquél, que ni España es Egipto ni Tahir la Puerta del Sol, así que uno se amotina en el ámbito que le corresponde y asume, como penitencia, prescindir de la arrogancia que supone pasearse con una pancarta desafiando a la ley y al Ministro del Interior.
No es por presumir, pero pienso que también tiene su mérito amotinarse contra uno mismo. Contra su propio gobierno, sus convicciones y la villanía de dejarse llevar y llorar amargamente, convencido de que no cabe otra. Por eso me amotiné el jueves; para darle consuelo a mi aflicción cobarde y a lo que casi tomaba por un castigo de los dioses. Me había acostumbrado al menú de lentejas. Me sentía miembro del rebaño y corría cada vez que oía al pastor silbar por miedo a quedar fuera del redil. Repetía, como una letanía, que la democracia es buena, que lo malo son los hombres pero que para eso está el sistema, para apartarlos de las instituciones cuando meten mano en la caja o se pasan tres pueblos con sus sueldos, sus chanchullos y sus prebendas. Y así, sin quererlo, sin saber demasiado por qué sí o por qué no, vivía convencido de que lo que tenemos es lo mejor y que unos nacen para gobernarnos y otros para callar y votarles de vez en cuando. Hay que tirar como se pueda, recuerdo que me dijo un amigo, resignado como yo, al que también le dolía la conciencia. Estuvimos hablando del pasado a sabiendas de que esa medicina, como todas, provoca efectos secundarios. Sirve, momentáneamente, para aliviarte el dolor de cabeza, pero, cuando se junta con lo que desayunaste ese día, te provoca un ardor de estómago que no lo quitas ni aunque te pongas ciego a gintonics.
Por eso insisto en lo que les dije: podrá parecer que no tiene mérito amotinarse en casa, en la intimidad, y acampar por libre, pero no hay mayor lucha que la que hacemos contra nosotros mismos y nuestra propia conciencia.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
No hay comentarios:
Publicar un comentario