Milio Mariño
Bajó el pan? ¿Te pusieron anchoas de Santoña o jamón de Joselito como pincho de la casa con la caña o el vermú? ¡Pues entonces?! Era lo primero que me decía un señor de derechas cuando ganaba la izquierda. Qué usted diga eso, don Marcelino? Y más te voy a decir? Votes a quien votes no cambia nada. Da igual que gobierne Pepe que Juan. Yo soy de derechas por estética más que por otra cosa, pero estos patanes no merecen ni que les vote. Fíjate si serán torpes que dicen, sacando pecho, que son la derecha sin complejos. No se dan cuenta de que, dicho así, equivale a decir sin escrúpulos.
Me acordé de don Marcelino porque todo fue ganar el PP y no solo no bajó el pan ni me pusieron anchoas de pincho, sino que la Bolsa cayó en picado, el euro empezó a cotizar por debajo de los 1,40 dólares y las primas de riesgo sobrepasaron los 266 puntos básicos. Es decir, que al día siguiente de que llegaran los que iban a salvarnos la economía volvió a toser como si la obligaran a tragarse otro sapo.
Para mi no da igual que gobiernen unos que otros pero me temo que después de las elecciones, de estas y de las otras, todo seguirá lo mismo o incluso peor. Los que decían que si cambiábamos al alcalde y poníamos a uno del PP salíamos de la crisis, ahora nos vienen con que votando de nuevo, y haciéndolo como en las municipales, es como se soluciona el problema. Aquello era una boutade y esto un chiste sin gracia porque lo que realmente haremos será renovar nuestro entusiasmo. Hombre, a ver si estos? Pero, pasados seis meses, estos harán que nos acordemos de los otros y los echemos de menos.
Esa es la historia. La imperiosa necesidad de tener un mínimo de ilusión es lo que nos empuja a pensar que las cosas pueden cambiar. No obstante, a poco que reflexionemos, enseguida caemos del guindo. Enseguida nos damos cuenta de que el PSOE es un partido de izquierdas que hace méritos para parecerse a la derecha y el PP un partido de derechas que pretende engatusarnos diciendo que hará lo que no hacen los partidos de izquierdas: defender el Estado de Bienestar, proteger a los más desfavorecidos y aumentar el gasto social.
Los dos dicen lo mismo y coinciden en lo que callan; que ninguno tiene alternativas al modelo económico que nos ahoga y causa nuestra desdicha. No las tienen porque ambos están de acuerdo en lo que no entendemos y rechazamos la mayoría, en proporcionar a los banqueros y a las elites financieras los medios y las leyes que les reclaman para seguir haciéndose más ricos. De modo que la posibilidad de elección que nos brindan es irrisoria. Nos dejan elegir la cara de los gobernantes, pero por lo que se refiere a las demandas de los poderosos y la suerte de los más débiles no tenemos elección posible. Es por eso que, a pesar de haber votado el pasado 22 de mayo, este lunes 30 voy a votar de nuevo, sacando 155 euros del cajero automático, que es la urna que más les duele. No sé si servirá de mucho pero, por lo menos, voy a darme el gusto de votar en contra de los bancos, que son los verdaderos culpables.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
lunes, 30 de mayo de 2011
lunes, 23 de mayo de 2011
Amotinado en la intimidad
Milio Mariño
El jueves pasado me amotiné. Firmé el manifiesto de los «indignados», lo mandé por correo electrónico y se lo dije a mi mujer. Que sepas que acabo de amotinarme. Así que ya estás preparando unos bocadillos porque a partir de ahora, y hasta el domingo, que es cuando vamos a ir a votar y a tomar el vermú, no pienso salir del despacho; es como si estuviera en la Puerta del Sol.
-¿Y te aceptaron? -preguntó, incrédula.
-¿Cómo que si me aceptaron?... Aceptan a todos; los amotinados no preguntan, suman adeptos.
Sé que contándoles esto me expongo a la incomprensión y al ridículo, pues imagino que más de uno aprovechará para criticarme y reprobar mi actitud. Así cualquiera: sentado en un cómodo sillón, a techo, comiendo bocadillos de panceta y con el ordenador para twittear, ya puede uno amotinarse y decir que está indignado contra el sistema. Eso no vale. Hay que mojarse, hay que salir a la intemperie, participar en las asambleas y mear donde uno pueda, que también es incomodidad y añade mérito a la protesta.
Acepto lo que me digan. Lo acepto con humildad, a pesar de que podría disculparme diciendo que en otros tiempos, cuando los grises repartían estopa, era el primero que estaba en la calle, pero que ahora, cumplidos ya los 60, no está uno para esos trotes. También podría decir, como dijo aquél, que ni España es Egipto ni Tahir la Puerta del Sol, así que uno se amotina en el ámbito que le corresponde y asume, como penitencia, prescindir de la arrogancia que supone pasearse con una pancarta desafiando a la ley y al Ministro del Interior.
No es por presumir, pero pienso que también tiene su mérito amotinarse contra uno mismo. Contra su propio gobierno, sus convicciones y la villanía de dejarse llevar y llorar amargamente, convencido de que no cabe otra. Por eso me amotiné el jueves; para darle consuelo a mi aflicción cobarde y a lo que casi tomaba por un castigo de los dioses. Me había acostumbrado al menú de lentejas. Me sentía miembro del rebaño y corría cada vez que oía al pastor silbar por miedo a quedar fuera del redil. Repetía, como una letanía, que la democracia es buena, que lo malo son los hombres pero que para eso está el sistema, para apartarlos de las instituciones cuando meten mano en la caja o se pasan tres pueblos con sus sueldos, sus chanchullos y sus prebendas. Y así, sin quererlo, sin saber demasiado por qué sí o por qué no, vivía convencido de que lo que tenemos es lo mejor y que unos nacen para gobernarnos y otros para callar y votarles de vez en cuando. Hay que tirar como se pueda, recuerdo que me dijo un amigo, resignado como yo, al que también le dolía la conciencia. Estuvimos hablando del pasado a sabiendas de que esa medicina, como todas, provoca efectos secundarios. Sirve, momentáneamente, para aliviarte el dolor de cabeza, pero, cuando se junta con lo que desayunaste ese día, te provoca un ardor de estómago que no lo quitas ni aunque te pongas ciego a gintonics.
Por eso insisto en lo que les dije: podrá parecer que no tiene mérito amotinarse en casa, en la intimidad, y acampar por libre, pero no hay mayor lucha que la que hacemos contra nosotros mismos y nuestra propia conciencia.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
El jueves pasado me amotiné. Firmé el manifiesto de los «indignados», lo mandé por correo electrónico y se lo dije a mi mujer. Que sepas que acabo de amotinarme. Así que ya estás preparando unos bocadillos porque a partir de ahora, y hasta el domingo, que es cuando vamos a ir a votar y a tomar el vermú, no pienso salir del despacho; es como si estuviera en la Puerta del Sol.
-¿Y te aceptaron? -preguntó, incrédula.
-¿Cómo que si me aceptaron?... Aceptan a todos; los amotinados no preguntan, suman adeptos.
Sé que contándoles esto me expongo a la incomprensión y al ridículo, pues imagino que más de uno aprovechará para criticarme y reprobar mi actitud. Así cualquiera: sentado en un cómodo sillón, a techo, comiendo bocadillos de panceta y con el ordenador para twittear, ya puede uno amotinarse y decir que está indignado contra el sistema. Eso no vale. Hay que mojarse, hay que salir a la intemperie, participar en las asambleas y mear donde uno pueda, que también es incomodidad y añade mérito a la protesta.
Acepto lo que me digan. Lo acepto con humildad, a pesar de que podría disculparme diciendo que en otros tiempos, cuando los grises repartían estopa, era el primero que estaba en la calle, pero que ahora, cumplidos ya los 60, no está uno para esos trotes. También podría decir, como dijo aquél, que ni España es Egipto ni Tahir la Puerta del Sol, así que uno se amotina en el ámbito que le corresponde y asume, como penitencia, prescindir de la arrogancia que supone pasearse con una pancarta desafiando a la ley y al Ministro del Interior.
No es por presumir, pero pienso que también tiene su mérito amotinarse contra uno mismo. Contra su propio gobierno, sus convicciones y la villanía de dejarse llevar y llorar amargamente, convencido de que no cabe otra. Por eso me amotiné el jueves; para darle consuelo a mi aflicción cobarde y a lo que casi tomaba por un castigo de los dioses. Me había acostumbrado al menú de lentejas. Me sentía miembro del rebaño y corría cada vez que oía al pastor silbar por miedo a quedar fuera del redil. Repetía, como una letanía, que la democracia es buena, que lo malo son los hombres pero que para eso está el sistema, para apartarlos de las instituciones cuando meten mano en la caja o se pasan tres pueblos con sus sueldos, sus chanchullos y sus prebendas. Y así, sin quererlo, sin saber demasiado por qué sí o por qué no, vivía convencido de que lo que tenemos es lo mejor y que unos nacen para gobernarnos y otros para callar y votarles de vez en cuando. Hay que tirar como se pueda, recuerdo que me dijo un amigo, resignado como yo, al que también le dolía la conciencia. Estuvimos hablando del pasado a sabiendas de que esa medicina, como todas, provoca efectos secundarios. Sirve, momentáneamente, para aliviarte el dolor de cabeza, pero, cuando se junta con lo que desayunaste ese día, te provoca un ardor de estómago que no lo quitas ni aunque te pongas ciego a gintonics.
Por eso insisto en lo que les dije: podrá parecer que no tiene mérito amotinarse en casa, en la intimidad, y acampar por libre, pero no hay mayor lucha que la que hacemos contra nosotros mismos y nuestra propia conciencia.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
lunes, 16 de mayo de 2011
Botox y abstención
Milio Mariño
Hay frases que, como las personas, hacen fortuna sin que lleguemos a explicarnos por qué triunfan y están en boca de todos. Ahí tienen, “la cara es el espejo del alma”, frase que, en mi opinión, carece de fundamento y se aprovecha de los prejuicios, pues trata de prevenirnos sobre si las personas son de fiar, o no, en función de su aspecto. La tenía por una frase que no utilizaría jamás, pero resulta que hace un par de semanas descubrí la morfopsicología, una disciplina que en Francia tiene carácter universitario y asegura que la psique influye de manera importante en cómo tenemos el rostro.
No lo hice aposta; estaba buscando otra cosa y me encontré con Louis Cormen, un psiquiatra francés que, en 1.937, aseguraba que mirando la foto de una persona podíamos hacer un psicoanálisis inmediato. Casi a la par descubrí, también, a Julián Gabarre, seguidor y discípulo de Cormen, que anda por ahí haciendo pruebas para demostrarnos lo que decía su maestro. Con esa idea se presentó en Barcelona, en las dependencias de la Policía Científica, y pidió que le mostraran las fotos de diez delincuentes, asegurando que, simplemente, por el análisis de sus facciones era capaz de saber la fechoría que había hecho cada uno. Y acertó de pleno. Circunstancia que lo llevó a pedir un certificado, firmado por el Inspector Jefe, que ahora exhibe como prueba de que la demostración no fue un truco de magia.
Animado por la sencillez del método, y porque a los prejubilados se nos ocurren las cosas más peregrinas, tuve la ocurrencia de que si aplicaba el Método Cormen a las fotos de los candidatos que cuelgan de las farolas podría hablarles del carácter, la inteligencia, las capacidades, las virtudes y los defectos de quienes aspiran a gobernarnos en los Ayuntamientos de la Comarca. No estaba convencido del todo pero si Gabarre, basándose en fotos, había publicado, en varias revistas, qué es lo que se esconde tras los rostros de Leticia Ortiz, Felipe de Borbón y Fernando Alonso, bien podía yo hacer lo mismo con nuestros candidatos. Total que me hice con el método y lo tenía todo dispuesto, pero con lo que no contaba era con que las fotos de los carteles no son las de los candidatos. Algunas tienen cierto parecido y es posible que sean ellos mismos hace diez o más años, pero otras ni eso. Otras, como una que dicen que es de Ángela Vallina, a mi no me lo parece. Y a ella, por lo visto, tampoco porque cuentan que mandó arrancar una pagina de la revista de San Isidro, al observar que su foto no se parecía, ni en pintura, a la del cartel que cuelga de las farolas.
Hablo de Ángela Vallina porque es el ejemplo más llamativo, parece una adolescente, pero las candidatas y los candidatos, todos se ponen botox de imprenta para parecer más jóvenes y más guapos. Para, ahora lo sé, engañarnos mostrándonos un espejo que refleja un alma que no es la suya.
Habrá otras causas pero para mí que debe ser por eso que la gente cada vez vota menos. Está cansada de que los candidatos se presenten con una foto que no es la del carné. Foto de la que siempre nos quejamos porque decimos que nunca salimos bien. Salimos con el alma al descubierto, que es como debemos salir.
Milio Mariño / Artículo de Opinión
Hay frases que, como las personas, hacen fortuna sin que lleguemos a explicarnos por qué triunfan y están en boca de todos. Ahí tienen, “la cara es el espejo del alma”, frase que, en mi opinión, carece de fundamento y se aprovecha de los prejuicios, pues trata de prevenirnos sobre si las personas son de fiar, o no, en función de su aspecto. La tenía por una frase que no utilizaría jamás, pero resulta que hace un par de semanas descubrí la morfopsicología, una disciplina que en Francia tiene carácter universitario y asegura que la psique influye de manera importante en cómo tenemos el rostro.
No lo hice aposta; estaba buscando otra cosa y me encontré con Louis Cormen, un psiquiatra francés que, en 1.937, aseguraba que mirando la foto de una persona podíamos hacer un psicoanálisis inmediato. Casi a la par descubrí, también, a Julián Gabarre, seguidor y discípulo de Cormen, que anda por ahí haciendo pruebas para demostrarnos lo que decía su maestro. Con esa idea se presentó en Barcelona, en las dependencias de la Policía Científica, y pidió que le mostraran las fotos de diez delincuentes, asegurando que, simplemente, por el análisis de sus facciones era capaz de saber la fechoría que había hecho cada uno. Y acertó de pleno. Circunstancia que lo llevó a pedir un certificado, firmado por el Inspector Jefe, que ahora exhibe como prueba de que la demostración no fue un truco de magia.
Animado por la sencillez del método, y porque a los prejubilados se nos ocurren las cosas más peregrinas, tuve la ocurrencia de que si aplicaba el Método Cormen a las fotos de los candidatos que cuelgan de las farolas podría hablarles del carácter, la inteligencia, las capacidades, las virtudes y los defectos de quienes aspiran a gobernarnos en los Ayuntamientos de la Comarca. No estaba convencido del todo pero si Gabarre, basándose en fotos, había publicado, en varias revistas, qué es lo que se esconde tras los rostros de Leticia Ortiz, Felipe de Borbón y Fernando Alonso, bien podía yo hacer lo mismo con nuestros candidatos. Total que me hice con el método y lo tenía todo dispuesto, pero con lo que no contaba era con que las fotos de los carteles no son las de los candidatos. Algunas tienen cierto parecido y es posible que sean ellos mismos hace diez o más años, pero otras ni eso. Otras, como una que dicen que es de Ángela Vallina, a mi no me lo parece. Y a ella, por lo visto, tampoco porque cuentan que mandó arrancar una pagina de la revista de San Isidro, al observar que su foto no se parecía, ni en pintura, a la del cartel que cuelga de las farolas.
Hablo de Ángela Vallina porque es el ejemplo más llamativo, parece una adolescente, pero las candidatas y los candidatos, todos se ponen botox de imprenta para parecer más jóvenes y más guapos. Para, ahora lo sé, engañarnos mostrándonos un espejo que refleja un alma que no es la suya.
Habrá otras causas pero para mí que debe ser por eso que la gente cada vez vota menos. Está cansada de que los candidatos se presenten con una foto que no es la del carné. Foto de la que siempre nos quejamos porque decimos que nunca salimos bien. Salimos con el alma al descubierto, que es como debemos salir.
Milio Mariño / Artículo de Opinión
lunes, 9 de mayo de 2011
Que vuelva el espíritu de la ley
Milio Mariño
Debo ser de los pocos que no se atreven a valorar la sentencia del Constitucional, sobre Bildu, porque no sé si las pruebas de la abogacía del Estado, la Policía y la Guardia Civil son suficientes. Debemos ser cuatro los que no lo sabemos. Hay mucha gente que, por lo visto, sí las conoce y eso les permite pronunciarse, con conocimiento de causa, y afirmar que el fallo es una birria y no hay por dónde cogerlo.
También hay gente que prescinde de perder el tiempo, preocupándose por las pruebas, y va directamente al grano. Gente como González Pons, que dice que es muy fácil dictar sentencia, y quedar de demócrata, cuando se tiene un buen sueldo y se va por la calle con escolta y coche blindado. Lo cual, o es que yo no lo entiendo, o parece un argumento a favor para actuar en conciencia, y no por miedo, y haber dictado una sentencia que se ajusta a derecho antes que al temor por perder el pellejo. Pero da lo mismo: los que están dispuestos a servirse de lo que haga falta para cargar contra el Gobierno no reparan en contradicciones ni en cosas por el estilo. Acusan al Constitucional de actuar al dictado de un partido y se lamentan, como hace Pons, no de lo mal que funciona la justicia, sino de que los jueces del Constitucional, en su mayoría, no sean conservadores y la sentencia no salga según lo que mande Rajoy.
Prescindiendo de todo esto, y de la que se ha montado, se me ocurre que hay sentencias que, por mucho que los jueces insistan en que se ajustan a derecho, la gente no las comprende ni se explica como pueden producirse.
Recuerdo haber leído una en la que el juez no apreciaba ensañamiento en las setenta puñaladas que le asestaban a una señora, a resulta de las cuales murió. La interpretación del juez era que sólo las tres primeras debían ser tenidas en cuenta pues a partir de la cuarta, el agresor no apuñalaba a una persona, apuñalaba un cadáver.
Otra que también me llamó la atención fue aquella que incluía el increíble razonamiento de un juez que dictaminó que el trabajador fallecido debería haberse negado a realizar su trabajo en unas condiciones de seguridad tan precarias. Según el juez, si el trabajador no se opuso, allá él. Ésa era su responsabilidad, una responsabilidad que no cabía imputar al empresario.
Quiero decir con esto que, para la mayoría de nosotros, los jueces y la administración de la justicia pertenecen a un mundo raro y desconocido que aplaudimos cuando nos da la razón y tildamos de vergonzoso cuando nos la quita.
Ahora se habla poco, pero quienes tengan mi edad, más o menos, recordarán que hace tiempo se hablaba mucho del espíritu de la ley. Algo que los jueces tenían a mano y solían esgrimir cuando la cosa se ponía chunga porque a nadie se le escapa que las leyes pueden parecer muy justas sobre el papel pero, a veces, traen como resultado que su aplicación provoca injusticias que difícilmente se entienden.
Teniendo en cuenta el pronunciamiento que, hace poco, hizo el Tribunal Supremo, esta sentencia de ahora me cuesta entenderla pero, por la misma razón que acepté aquélla, la que coincidía con mi opinión, tengo que aceptar esta otra, que no coincide con lo que pienso.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
Debo ser de los pocos que no se atreven a valorar la sentencia del Constitucional, sobre Bildu, porque no sé si las pruebas de la abogacía del Estado, la Policía y la Guardia Civil son suficientes. Debemos ser cuatro los que no lo sabemos. Hay mucha gente que, por lo visto, sí las conoce y eso les permite pronunciarse, con conocimiento de causa, y afirmar que el fallo es una birria y no hay por dónde cogerlo.
También hay gente que prescinde de perder el tiempo, preocupándose por las pruebas, y va directamente al grano. Gente como González Pons, que dice que es muy fácil dictar sentencia, y quedar de demócrata, cuando se tiene un buen sueldo y se va por la calle con escolta y coche blindado. Lo cual, o es que yo no lo entiendo, o parece un argumento a favor para actuar en conciencia, y no por miedo, y haber dictado una sentencia que se ajusta a derecho antes que al temor por perder el pellejo. Pero da lo mismo: los que están dispuestos a servirse de lo que haga falta para cargar contra el Gobierno no reparan en contradicciones ni en cosas por el estilo. Acusan al Constitucional de actuar al dictado de un partido y se lamentan, como hace Pons, no de lo mal que funciona la justicia, sino de que los jueces del Constitucional, en su mayoría, no sean conservadores y la sentencia no salga según lo que mande Rajoy.
Prescindiendo de todo esto, y de la que se ha montado, se me ocurre que hay sentencias que, por mucho que los jueces insistan en que se ajustan a derecho, la gente no las comprende ni se explica como pueden producirse.
Recuerdo haber leído una en la que el juez no apreciaba ensañamiento en las setenta puñaladas que le asestaban a una señora, a resulta de las cuales murió. La interpretación del juez era que sólo las tres primeras debían ser tenidas en cuenta pues a partir de la cuarta, el agresor no apuñalaba a una persona, apuñalaba un cadáver.
Otra que también me llamó la atención fue aquella que incluía el increíble razonamiento de un juez que dictaminó que el trabajador fallecido debería haberse negado a realizar su trabajo en unas condiciones de seguridad tan precarias. Según el juez, si el trabajador no se opuso, allá él. Ésa era su responsabilidad, una responsabilidad que no cabía imputar al empresario.
Quiero decir con esto que, para la mayoría de nosotros, los jueces y la administración de la justicia pertenecen a un mundo raro y desconocido que aplaudimos cuando nos da la razón y tildamos de vergonzoso cuando nos la quita.
Ahora se habla poco, pero quienes tengan mi edad, más o menos, recordarán que hace tiempo se hablaba mucho del espíritu de la ley. Algo que los jueces tenían a mano y solían esgrimir cuando la cosa se ponía chunga porque a nadie se le escapa que las leyes pueden parecer muy justas sobre el papel pero, a veces, traen como resultado que su aplicación provoca injusticias que difícilmente se entienden.
Teniendo en cuenta el pronunciamiento que, hace poco, hizo el Tribunal Supremo, esta sentencia de ahora me cuesta entenderla pero, por la misma razón que acepté aquélla, la que coincidía con mi opinión, tengo que aceptar esta otra, que no coincide con lo que pienso.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
martes, 3 de mayo de 2011
El Cañón de Avilés
Milio Mariño
Cuentan que el buque oceanográfico «Vizconde de Eza» ha puesto rumbo, de nuevo, al Cañón de Avilés, un cañón que no dispara bolas de fuego sino que es una sima submarina considerada como la tercera más importante de todas las que se sitúan cerca de la costa; en este caso a siete millas marinas, que vienen a ser, para la gente de tierra, 15 kilómetros desde la bocana de la ría.
El llamado Cañón de Avilés es la continuación geológica de la Falla Ventaniella, una línea abierta que se inicia en el Puerto Ventana y va por la mar abajo hasta alcanzar los 5.000 metros de hondura para luego ir nivelando y quedar casi a pre con lo que es la profundidad normal del Cantábrico en las estribaciones del Golfo de Vizcaya.
Cuesta hacerse a la idea de cómo será la mar por ahí abajo y, movidos por esa curiosidad, en la primavera de 2010, ya estuvieron por aquí un grupo de científicos, a bordo del mismo barco, con el propósito de averiguarlo. Lo que sabíamos, hasta ahora, por un estudio chino de hace más de mil años, era que la mar tiene hasta siete pisos de agua, cada uno diferente del otro por aspecto, claridad y habitantes. De ser así, que no se discute, esta sima que sitúan frente a la ría avilesina se asemejaría a un Manhattan al revés. Algo parecido a la torre aquella que, después de fracasar la de Babel, quisieron construir hacia las profundidades del mar y llamaron Baltar.
Nadie conoce el aspecto de los peces que pueden vivir en el Cañón de Avilés. Es lo que tratan de averiguar. Y no sé yo si lo conseguirán porque, la mar, por debajo de los cincuenta metros es todo oscuridad. Aunque claro, para eso traen un sinfín de aparatos que seguramente sumergirán hasta donde les llegue el cable.
Aún no dijeron si encontraron algo. A lo mejor no lo dicen nunca porque ahí abajo, abajo del todo, en lo más profundo de la mar, es donde vive Kraken, ese calamar gigante que oímos nombrar tantas veces. De todas maneras, hace tiempo, sin tantos aparatos como los que, al parecer, traen en este viaje, hablaron de que habían avistado algunos cetáceos como el delfín mular, el delfín gris, el calderón común y otros que no pudieron identificar, lo cual les llevó a pensar que el Cañón de Avilés podía ser algo así como un paraíso de monstruos marinos en el que además de esos calamares gigantescos también podrían vivir los bugres de tres pinzas, los corales blancos y las esponjas de cristal, especies que creían solo se daban en las aguas calidas de la zona tropical.
Ni en aquella ocasión, ni ahora, comentaron si confinado en lo más profundo de este abismo podía ser que viviera Leviatán, la bestia marina que hizo dios el quinto día de la creación y que desde entonces nadie sabe donde está. Nadie lo sabe pero es de suponer que si Asturias es un paraíso terrenal, bien puede tener otro paraíso contiguo, en este caso marino, en el que los monstruos vivan felices respetando nuestra vecindad como nosotros los respetamos a ellos. De modo que a saber lo que puede pasar en el futuro, después de que los científicos completen todas sus pruebas y los monstruos marinos vean profanado su paraíso.
Los pescadores, en principio, ya dijeron que no les parecía sensato que nadie anduviera husmeando por donde Julio Verne se atrevió a husmear solo con la imaginación. Tienen miedo, y con razón, de que las bestias puedan enfadarse. Y más miedo todavía de que, como decía Pierre Beaulieu en un estudio sobre el reino sumergido de Ys, puedan pensar que volvemos a la costumbre de aquellos obispos de Bretaña y Normandia que creían que tenían derecho a cobrar tributos a todos los seres que vivían en lo más profundo de la mar. Sea lo que fuere, lo que viva por ahí abajo: bestias marinas, monstruos, dioses o diablos, que de todo puede haber, no está bien que los molestemos para averiguar lo que, en mi modesta opinión, es preferible seguir imaginando.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
Cuentan que el buque oceanográfico «Vizconde de Eza» ha puesto rumbo, de nuevo, al Cañón de Avilés, un cañón que no dispara bolas de fuego sino que es una sima submarina considerada como la tercera más importante de todas las que se sitúan cerca de la costa; en este caso a siete millas marinas, que vienen a ser, para la gente de tierra, 15 kilómetros desde la bocana de la ría.
El llamado Cañón de Avilés es la continuación geológica de la Falla Ventaniella, una línea abierta que se inicia en el Puerto Ventana y va por la mar abajo hasta alcanzar los 5.000 metros de hondura para luego ir nivelando y quedar casi a pre con lo que es la profundidad normal del Cantábrico en las estribaciones del Golfo de Vizcaya.
Cuesta hacerse a la idea de cómo será la mar por ahí abajo y, movidos por esa curiosidad, en la primavera de 2010, ya estuvieron por aquí un grupo de científicos, a bordo del mismo barco, con el propósito de averiguarlo. Lo que sabíamos, hasta ahora, por un estudio chino de hace más de mil años, era que la mar tiene hasta siete pisos de agua, cada uno diferente del otro por aspecto, claridad y habitantes. De ser así, que no se discute, esta sima que sitúan frente a la ría avilesina se asemejaría a un Manhattan al revés. Algo parecido a la torre aquella que, después de fracasar la de Babel, quisieron construir hacia las profundidades del mar y llamaron Baltar.
Nadie conoce el aspecto de los peces que pueden vivir en el Cañón de Avilés. Es lo que tratan de averiguar. Y no sé yo si lo conseguirán porque, la mar, por debajo de los cincuenta metros es todo oscuridad. Aunque claro, para eso traen un sinfín de aparatos que seguramente sumergirán hasta donde les llegue el cable.
Aún no dijeron si encontraron algo. A lo mejor no lo dicen nunca porque ahí abajo, abajo del todo, en lo más profundo de la mar, es donde vive Kraken, ese calamar gigante que oímos nombrar tantas veces. De todas maneras, hace tiempo, sin tantos aparatos como los que, al parecer, traen en este viaje, hablaron de que habían avistado algunos cetáceos como el delfín mular, el delfín gris, el calderón común y otros que no pudieron identificar, lo cual les llevó a pensar que el Cañón de Avilés podía ser algo así como un paraíso de monstruos marinos en el que además de esos calamares gigantescos también podrían vivir los bugres de tres pinzas, los corales blancos y las esponjas de cristal, especies que creían solo se daban en las aguas calidas de la zona tropical.
Ni en aquella ocasión, ni ahora, comentaron si confinado en lo más profundo de este abismo podía ser que viviera Leviatán, la bestia marina que hizo dios el quinto día de la creación y que desde entonces nadie sabe donde está. Nadie lo sabe pero es de suponer que si Asturias es un paraíso terrenal, bien puede tener otro paraíso contiguo, en este caso marino, en el que los monstruos vivan felices respetando nuestra vecindad como nosotros los respetamos a ellos. De modo que a saber lo que puede pasar en el futuro, después de que los científicos completen todas sus pruebas y los monstruos marinos vean profanado su paraíso.
Los pescadores, en principio, ya dijeron que no les parecía sensato que nadie anduviera husmeando por donde Julio Verne se atrevió a husmear solo con la imaginación. Tienen miedo, y con razón, de que las bestias puedan enfadarse. Y más miedo todavía de que, como decía Pierre Beaulieu en un estudio sobre el reino sumergido de Ys, puedan pensar que volvemos a la costumbre de aquellos obispos de Bretaña y Normandia que creían que tenían derecho a cobrar tributos a todos los seres que vivían en lo más profundo de la mar. Sea lo que fuere, lo que viva por ahí abajo: bestias marinas, monstruos, dioses o diablos, que de todo puede haber, no está bien que los molestemos para averiguar lo que, en mi modesta opinión, es preferible seguir imaginando.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
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