Milio Mariño
Hay situaciones que, por más vueltas que uno les da, no sabría decir si son contrapuestas o complementarias. Podemos saber algo, a ciencia cierta, y carecer de pruebas para demostrarlo, y podemos tener muchas dudas sobre la certeza de algo pero estar convencidos de que es como pensamos. No es un lío o un trabalenguas, es una situación con la que nos enfrentamos bastante a menudo. Usted puede tener su opinión, su fe o su desconfianza, sus sospechas y conjeturas, o sus corazonadas, sin precisar las confirmaciones en las qué se basa ni los datos que le llevan a ello. Es decir que ya pueden venirle con la Milonga del Ángel, de Astor Piazzolla, que cuando se le mete, entre ceja y ceja, que algo es así, no puede evitar lo que piensa, ni pensar que pudo ser de otra forma.
Este preámbulo viene a cuento de lo que me ha vuelto a pasar esta semana. Que no me explico, no concibo y no comprendo, por mucho que las autoridades judiciales, policiales y políticas, proclamen que todo se ajusta a derecho, que un terrorista, como la copa de un pino, confiese, así por las buenas, que ha cometido catorce atentados, ha puesto no sé cuantas bombas y ha asesinado a un inspector de policía y a un brigada del ejercito, y que ni la Guardia Civil ni la Policía Nacional, ni los jueces, fueran capaces de sacarle a Miguel Carcaño qué fue lo que hizo con el cuerpo de Marta del Castillo.
Sé que el deber de los culpables es la negación de los hechos pero no se me alcanza que un terrorista, curtido en mil batallas, se venga abajo y confiese, como un bendito, que ha cometido catorce atentados y asesinado a dos personas y que un joven de veinte años se despache con trescientas versiones distintas que además del escarnio a la familia de la víctima, al juez y a la policía, han supuesto para el erario público el desembolso, por gastos en la búsqueda del cuerpo, de un millón de euros.
A mí, no me encaja. No concibo el cante, espontáneo, del etarra y la resistencia numantina de un delincuente de poca monta que ha sido interrogado por activa y por pasiva y ha dado versiones como para hacer un manual del despiste.
Había sucedido más veces, pero ha vuelto a suceder esta semana. Esta semana Íñigo Zapiraín ha confesado su participación en catorce atentados terroristas mientras Miguel Carcaño sigue, tan campante, en la cárcel inventando nuevas versiones sobre cómo, cuándo y dónde se deshizo del cuerpo de la joven.
No sean maliciosos, no sospechen que insinúo lo que solo ustedes imaginan. Expongo mi perplejidad, y la refuerzo, recordando que no es legal, lícito ni ético, darle de tortas a nadie para conseguir que confiese. Faltaría más, pero también recuerdo casos de guardias civiles y policías que fueron absueltos de matar a mamporros y patadas a un detenido, al no estar probado que su intención fuera causarle la muerte o apalearle para que confesara. Así, con esas mismas palabras, figura en varias sentencias.
Estamos en un Estado de derecho y tenemos que ajustarnos a la ley antes que a lo que nos pida el cuerpo, pero eso no evita que no me explique, no conciba y no comprenda que unos canten por las buenas y otros sigan sin cantar.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
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