Milio Mariño
Pronto estarán en imprenta los carteles con las imágenes de los candidatos a las elecciones de mayo, de modo que, a estas alturas, los especialistas trabajarán a destajo para que las caras sean el espejo de un alma que cautive a los electores. El éxito de un político, según los expertos, depende, a partes iguales, de lo que dice y de su aspecto físico, así que, con esa premisa, veremos caras muy mejoradas y discursos que completarán el trabajo con el aporte de un maquillaje que contribuya a presentarlos, a todos, muy guapos.
Lo previsible es que ninguno de los que aparezcan colgados de las farolas sea viejo, feo, gordo, o tenga el gesto avinagrado. Todos aparecerán sonrientes y retocados hasta el punto de que, a más de uno y de una, seria difícil reconocerlos si en los carteles no figurara su nombre.
Berlusconi, que es el santo patán de retoque, ha creado escuela y el uso del photoshop, el botox, la cirugía y los implantes de pelo, se extiende por toda la clase política sin reparar en ideologías. Todos quieren gustar, todos quieren parecer artistas de Hollywood. No es una mera tendencia, es un síntoma; una ridiculez que se ha puesto de moda y convierte los programas de los partidos, por fotos y contenido, en meros folletos de propaganda turística.
Pero, en esas estábamos cuando apareció David Granger, editor de la revista Esquire y ex asesor de Clinton, para decirnos que después de algunas décadas en las que la masculinidad y los ademanes rudos no eran los atributos más preciados de los políticos, los hombres musculosos han conquistado, de nuevo, su cetro perdido. La gente, según Granger, se ha cansado del prototipo del político culto, frágil y educado. Ahora lo que demanda, antes que todo eso, es sentirse protegida.
Esa preferencia, que también ha sido observada por los sociólogos, dicen que surgió a raíz de la catástrofe de las Torres Gemelas y se fue consolidando con la evidencia de que la crisis supone una bofetada sin precedentes que nos ha despertado del sueño idílico para devolvernos a la realidad pura y dura.
Los estudiosos opinan que los acontecimientos que tuvieron lugar en los últimos diez años han hecho que el electorado se incline por depositar su confianza en las personas de aspecto rudo y actitud autoritaria. Y ese cambio, de lo educado y lo culto a lo bruto y autoritario, lo explican diciendo que lo que queremos es volver a la idea reparadora, y reconfortante, de que quién nos gobierne sea algo así como papa o mama: una persona que siempre estará ahí para protegernos y cuidarnos, y , si llega el caso, hasta para reñirnos.
No les oculto que me sorprendió que nos sintamos más protegidos cuando nos gobierna un bruto maleducado, pero a esa sorpresa tuve que añadir una palabra que jamás había oído: la doxocracia. La doxocracia, que según esos expertos ha reemplazado a la democracia, consiste en el gobierno de la opinión pública ligada al imperio de la imagen. Es decir, que se ha impuesto la política espectáculo y la farándula de unos políticos que explotan su imagen mediática hasta el punto de cuestionar, y condicionar, el rol de los partidos.
Si fuera como dicen, resultaría que nos hemos vuelto tan entupidos que, lo qué nos importa, por encima de otras consideraciones, es la cara. La cara del candidato.
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