Milio Mariño
Como no pertenezco a ninguna minoría selecta, imagino que seriamos muchos los que llegamos a la cena de nochebuena superavisados. No la armes que te conozco. No se te ocurra hablar de política ni referirte a cuando vivía Franco y te zurraban los grises. No vuelvas con esa historia de que, ahora, los jóvenes son bovinos y la universidad un páramo donde pastan en rebaño. Olvídate de lo tuyo y de esa anormalidad, que tanto criticas e insistes en denunciar. Tengamos la fiesta en paz.
Y en paz la tuvimos, aunque no sé yo si aquel estado de alarma, por la conflictividad de la nochebuena, estaba justificado. Nunca me preocupé de esas cosas. Es más, soy tan inocente que creía que la vida consistía en hacer lo que a uno le diera la gana. Tuvieron que emplearse a fondo para convencerme de que consiste en lo contrario. Y, aunque no estoy de acuerdo, acabé por hacerles caso.
La cuestión fue que no solo yo estaba avisado. Se palpaba en el ambiente que el aviso había sido cursado, con carácter general, por la autoridad matriarcal. Y surtió efecto porque había como una especie de incómodo desconcierto. La cena estaba buenísima, para chuparse los dedos, pero la conversación no sabía nada, carecía de sustancia. Éramos lo que se espera de una familia de clase media en una situación normal. Actuábamos, educadamente, haciendo lo contrario de lo que nos pedía el cuerpo.
Ya sé que allá cada cual, pero yo sufro muchísimo cuando me piden que sea distinto, que no sea quien soy. Y, todavía lo llevo peor si oigo decir que las cosas tienen que ser así y no de otro modo. Respeto a los que opinan que discutir es vulgar pero la vulgaridad, en todo caso, estaría en el cómo, no en el hecho de discutir; que me parece muy natural, muy sano y muy necesario. Por eso que, al final, cuando ya estábamos con el café y el turrón, estuve a punto de hacer saltar por los aires aquella renuncia y subordinación cuyos perniciosos efectos eran demoledores. Parecíamos atrapados por la absurda creencia de que, en las fechas más señaladas, se entienden mejor los que no dicen nada y recurren a las tonterías como la única forma posible de poder conversar en familia. No recuerdo de qué hablaban pero si que me vino a la memoria una película de Billy Wilder en la que el protagonista decía: «No le digas a mi madre que soy periodista; dile que trabajo en un burdel».
Al final conseguí sujetarme pero eso no impidió que pensara que son, precisamente, los valores mezquinos y las relaciones fingidas las que imperan y hacen que el comportamiento servil y sumiso sean, ahora, la norma. Es el miedo, lo que induce normalmente a las personas a someterse y censurarse «por su propio bien», sin necesidad de represiones explícitas. De modo que allí estábamos, supongo que por nuestro bien, sujetándonos de manera absurda. Negándonos a ver y a sentir y obligando a nuestra conciencia a que hiciera zapping por el catalogo de tonterías al uso para poder hablar de algo y evitar lo que, a todas luces, era un fracaso.
No sé lo que haré el año que viene pero dudo que vuelva a plegarme a la maldad de la nochebuena. Una noche que, a cambio de paz, exige docilidad, renuncia y sumisión absoluta.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
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