Cuando leí que los concejales de IU-BA en el Ayuntamiento de Gozón habían puesto el grito en el cielo porque la mayoría gobernante, del PP, declaraba haber gastado en la cabalgata de Reyes 2.397 euros en caramelos, una de las primeras cosas que me preocupó fue saber si serían muchos o pocos. Así que, acto seguido, di un paseo por internet, recuperé una vieja calculadora que apenas uso y, después de varios cálculos, ya tenía sobre la mesa que, a precio actual de mercado y tomando como referencia los denominados caramelos pañuelo, que son surtidos de naranja, fresa, cola, coco y limón y de una calidad excelente, la compra municipal suponía un total de 112.328 caramelos a repartir entre una población infantil que, según los parámetros del Instituto Nacional de Estadística y tomando como base el numero de habitantes de dicho concejo en 2008, cabe estimar en torno a 1.071 niños de 0 a 14 años.
Partiendo de esos datos, a cada niño podrían haberle correspondido 104,7 caramelos si el reparto fuera matemático, pero como en las cabalgatas y los festejos suelen repartir a la rebatiña bien podría suceder que algunos, los más pausados, cogieran sólo 43 y otros, los más ágiles e inquietos, superaran, de largo, los 104.
Semejante cálculo no parece haberlo hecho Ramón Artime, teniente de alcalde del PP, pues dice que le importa un bledo que IU proteste y no esté a gusto con el reparto de caramelos. Tampoco hay que ponerse así. No pretendo tomar partido ni inmiscuirme en la polémica, pero creo que la oposición no cuestiona la forma de reparto, sino el gasto y las consecuencias de lo que, a priori, parece un acto inofensivo, pero que, luego, consultando a la comunidad científica, resulta influyente hasta el punto de que enfrenta a los niños con sus instintos más primarios.
Esta variable, para mí desconocida, me lleva a sospechar que Pilar Suárez y la coalición de IU debían estar al tanto de lo que algunos científicos piensan sobre darles caramelos a los niños. Debían ser conocedores de que allá por el año 1960 Walter Mischel, psicólogo de la Universidad de Stanford, había dado caramelos a un grupo de niños a los que dejó solos, prometiéndoles que si alguno no se los comía todos, luego, cuando él volviera, aproximadamente 30 minutos más tarde, lo recompensaría con más caramelos.
Según Walter Mischel y un tal Goleman, que llegó a publicar un libro sobre el citado experimento, los niños que triunfaron en ese desafío, es decir, los que controlaron su deseo y no se comieron todos los caramelos, coincidían, uno por uno, con los que después de unos años, ya de jóvenes, eran más equilibrados y sacaban mejores notas.
Mi ignorancia en estos asuntos es tal que ni por asomo creía que la prueba del caramelo fuera más eficiente que los test para conocer el coeficiente intelectual de los niños y predecir comportamientos futuros. Constatada esta variable, parece evidente que, en Gozón, el número de caramelos fue excesivo, la forma de reparto desordenada y el provecho escaso, ya que se perdió la oportunidad de contribuir a que los niños controlaran sus instintos primarios y, en cambio, se les hizo partícipes de un derroche que aún se justifica menos en tiempos de crisis.
No está bien que, en Gozón, se tiren los trastos por unos kilos de caramelos. Pero bueno, puestos a discutir, mejor discutir si 2.397 euros son muchos euros para gastarlos en caramelos que andar a vueltas con las dietas y el sueldo de los alcaldes.
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