Milio Mariño
El verano es, quizá, la mejor época del año para hablarles de un vicio que ha ido extendiéndose hasta convertirse en una aberración cotidiana que ocultamos por vergüenza y sentimiento de culpa. Me refiero al neverismo, a esa costumbre, cada vez más arraigada, de meter en la nevera todo lo que, por pereza, no sabemos dónde ponerlo. ¿Dónde pongo esto? Mételo en la nevera, por si las moscas, decimos sin pensar que lo mismo estamos mezclando mariposas con murciélagos. Y el resultado, al final, es que la nevera, que fue creada para la excepcionalidad, va llenándose de alimentos que sufren la injusticia de un destierro siberiano que les afecta hasta el punto de que nunca más vuelven a ser lo que fueron.
Somos así de crueles. Si hiciéramos un análisis, serio, de muchos de nuestros actos, terminaríamos por condenarnos sin atender a la presunción de inocencia. Pero la reflexión, en este caso, no persigue abordar las consecuencias del neverismo desde la óptica del maltrato a los tomates y las lechugas, pretende llamar la atención sobre una conducta que pone de manifiesto que la sociedad es imperfecta y exige de los inconformistas el oportuno varapalo que restablezca los límites de lo sensato, pues es evidente que la autorregulación no funciona ni en el ámbito doméstico. Yo mismo, sin ir más lejos, suelo abandonarme al vicio del frigorífico; un aparato que prefiero llamar nevera porque el nombre me parece más bonito y hace justicia con lo que fue su origen, hace un montón de siglos.
Nadie lo cita, ni está previsto ningún festejo, porque, tal vez, no tiene importancia, pero se cumplen, ahora, cien años desde que saliera a la venta la primera nevera. Cien años de la nevera en el mundo aunque solo sesenta desde que llegara a España, lo cual corrobora que los tan repetidos cuarenta años de retraso, lejos de ser leyenda, forman parte de la identidad española.
Las neveras llegaron por primera vez a España en 1952, pero tuvieron que pasar todavía unos años para que acabaran llegando a los hogares menos pudientes. No estaba al alcance de cualquiera comprar un aparato cuyo precio había ido descendiendo desde la friolera de los 1.000 dólares, de entonces, que costaba en 1912, a los 714 de 1922, que era casi el doble de lo que costaba un Ford T. Desconozco el precio con el que, en 1952, se pusieron a la venta en España, pero sí puedo decirles que en 1965, cuando un obrero cobraba 3.000 pesetas, una nevera corriente no bajaba de las 11.000, casi el sueldo de cuatro meses.
Salvaba la situación que, por aquellas fechas, la nevera no era imprescindible. Es posible que hiciera el mismo calor, o más, que ahora, solo que entonces no había tantas cosas que guardar y, aun así, la gente pensaba bastante, no estaba por la labor de condenar a un melón o una lechuga al frio antropoplasta. De todas maneras, como tampoco faltan estudios sobre los temas más peregrinos, me he topado con uno que analiza el interior de las neveras de todo el mundo, señalando que las más ordenadas son las holandesas y las más tristes las británicas, pero advierte que cuesta distinguir los países por lo que la gente almacena en sus neveras ya que todas están atiborradas con los mismos alimentos y las mismas tonterías, incluido el medio limón de siempre.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/La Nueva España
lunes, 30 de julio de 2012
lunes, 23 de julio de 2012
La sabiduría del barquero
Milio Mariño
Como les supongo hartos de leer opiniones sobre la crisis y como, además, estamos en verano me he propuesto que, por lo menos, hasta septiembre estos artículos semanales aborden temas intrascendentes que contribuyan a distraerles. Empeño que considero fácil no por mis cualidades narrativas y literarias sino porque, aun careciendo de ellas, confío en qué suceda lo que sucede, a veces, con los enfermos, que les cambian el tratamiento, les dan una pastilla de nada y, por el efecto placebo, se olvidan de sus dolencias.
Explicado el cambio, paso a contarles que el otro día paseaba, yo, por San Juan de Nieva, por el espigón de entrada al puerto, y veía la otra orilla a todo lo lejos que está: a 153 metros. Es decir que cruzar en barca supondría ahorrarnos, por carretera, unos cuantos kilómetros. Pero no hay barca. Han pasado ya muchos años desde que, siendo un niño, pasaba de San Juan de aquí a San Juan de allá en una chalana con un marinero al mando, que cobraba y manejaba el timón como el mismísimo Marco Polo. Yo lo veía así, como un auténtico personaje, con un punto de sabiduría y misterio que no tenían el cobrador ni el conductor de autobús.
Muchos veranos hacía tres travesías: de San Juan de aquí a San Juan de allá, de Avilés a San Balandrán y de San Esteban a La Arena. Y, en las tres me pasaba igual, el marinero que iba al mando me parecía un personaje de excepción, alguien muy distanciado de la vida que podía llevar mi padre o cualquier oficinista o labrador.
Mi experiencia infantil, de travesías en lancha motora, no superó nunca las tres millas marinas pero eran una aventura. No puedo decir lo mismo en cuanto a la sensación de cruzar un rio en barca. Nunca atravesé ninguno, de modo que para hablar, con propiedad, de si los barqueros que cruzan los ríos pueden equipararse, en inteligencia y misterio, a los que cruzan las rías, repasé algunos libros y encontré una historia, del año 1502, que me pareció interesante y sucedió aquí cerca, en Soto del Barco, pues tampoco era plan irnos hasta los confines del mundo.
La historia a la que me refiero cuenta que, en 1502, llegaron a Avilés los señores Montigny, Saintzelles y Monceaux tres nobles caballeros que venían de Flandes para asistir a la coronación, en Toledo, de Felipe I, El Hermoso, y quisieron aprovechar el viaje para ver las reliquias de la Catedral de Oviedo y hacer el Camino de Santiago. En Avilés el señor Monceaux se sintió enfermo y pidió viajar en barco pero el estado de la mar le hizo desistir. Así fue que los tres señores, con sus caballos y su sequito de criados, siguieron viaje por tierra y fueron a pasar la noche al Castillo de San Martín, una fortaleza situada en Soto del Barco, al pie del Nalón.
Amarrada a los muros del castillo había una barca como único medio para cruzar el rio y cuando los señores pidieron precio quedaron asombrados de que el barquero les cobrara cuatro veces más por pasar un caballo que por pasar una persona. Y eso, ¿A qué se debe ?, preguntaron con sorna.
Se debe, dijo el barquero, a que para no discutir quien de los dos, si usted o el caballo, es más importante, he decidido cobrarles al peso.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión / La Nueva España
Como les supongo hartos de leer opiniones sobre la crisis y como, además, estamos en verano me he propuesto que, por lo menos, hasta septiembre estos artículos semanales aborden temas intrascendentes que contribuyan a distraerles. Empeño que considero fácil no por mis cualidades narrativas y literarias sino porque, aun careciendo de ellas, confío en qué suceda lo que sucede, a veces, con los enfermos, que les cambian el tratamiento, les dan una pastilla de nada y, por el efecto placebo, se olvidan de sus dolencias.
Explicado el cambio, paso a contarles que el otro día paseaba, yo, por San Juan de Nieva, por el espigón de entrada al puerto, y veía la otra orilla a todo lo lejos que está: a 153 metros. Es decir que cruzar en barca supondría ahorrarnos, por carretera, unos cuantos kilómetros. Pero no hay barca. Han pasado ya muchos años desde que, siendo un niño, pasaba de San Juan de aquí a San Juan de allá en una chalana con un marinero al mando, que cobraba y manejaba el timón como el mismísimo Marco Polo. Yo lo veía así, como un auténtico personaje, con un punto de sabiduría y misterio que no tenían el cobrador ni el conductor de autobús.
Muchos veranos hacía tres travesías: de San Juan de aquí a San Juan de allá, de Avilés a San Balandrán y de San Esteban a La Arena. Y, en las tres me pasaba igual, el marinero que iba al mando me parecía un personaje de excepción, alguien muy distanciado de la vida que podía llevar mi padre o cualquier oficinista o labrador.
Mi experiencia infantil, de travesías en lancha motora, no superó nunca las tres millas marinas pero eran una aventura. No puedo decir lo mismo en cuanto a la sensación de cruzar un rio en barca. Nunca atravesé ninguno, de modo que para hablar, con propiedad, de si los barqueros que cruzan los ríos pueden equipararse, en inteligencia y misterio, a los que cruzan las rías, repasé algunos libros y encontré una historia, del año 1502, que me pareció interesante y sucedió aquí cerca, en Soto del Barco, pues tampoco era plan irnos hasta los confines del mundo.
La historia a la que me refiero cuenta que, en 1502, llegaron a Avilés los señores Montigny, Saintzelles y Monceaux tres nobles caballeros que venían de Flandes para asistir a la coronación, en Toledo, de Felipe I, El Hermoso, y quisieron aprovechar el viaje para ver las reliquias de la Catedral de Oviedo y hacer el Camino de Santiago. En Avilés el señor Monceaux se sintió enfermo y pidió viajar en barco pero el estado de la mar le hizo desistir. Así fue que los tres señores, con sus caballos y su sequito de criados, siguieron viaje por tierra y fueron a pasar la noche al Castillo de San Martín, una fortaleza situada en Soto del Barco, al pie del Nalón.
Amarrada a los muros del castillo había una barca como único medio para cruzar el rio y cuando los señores pidieron precio quedaron asombrados de que el barquero les cobrara cuatro veces más por pasar un caballo que por pasar una persona. Y eso, ¿A qué se debe ?, preguntaron con sorna.
Se debe, dijo el barquero, a que para no discutir quien de los dos, si usted o el caballo, es más importante, he decidido cobrarles al peso.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión / La Nueva España
lunes, 16 de julio de 2012
Cuando el IVA vuelva en septiembre
Milio Mariño
El 2 de agosto de 1914 Franz Kafka anotó en su diario: Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde me fui a nadar. Solo eso, no escribió más. Así se las gastaba el famoso escritor checo cuyo apellido usamos como adjetivo cuando queremos referirnos a cosas o situaciones absurdas que nos afectan sin que podamos hacer nada por evitarlas.
Pues bien, este jueves pasado, después de que Rajoy nos declarara la guerra cogí la mochila y fui a nadar. Reaccioné de forma instintiva, no lo hice para imitar al escritor checo porque, en ese momento, era tal el cabreo que ni recordaba la cita. Quizá suene a chiste qué fui a nadar para desahogarme pero a eso fui. Y dio resultado, nadé un par de horas y salí como nuevo.
El caso que, al día siguiente, ojeando los acuerdos del Real Consejo de Ministros, descubrí que en el complejo de La Moncloa debe haber algún asesor muy leído, alguien que conoce a Kafka y también a Groucho Marx. Lo digo porque Rajoy parece seguir al pie de la letra lo que decía el bueno de Groucho: Señora, éstos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros.
Además de parafrasear a Groucho, Rajoy sigue el ejemplo de Kafka. Quizá no vaya a nadar por miedo a que el cloro de la piscina le afecta al tinte del pelo pero ahí tienen lo del partido en Polonia y lo del Códice en Compostela, que no es lo mismo pero se parece bastante en cuanto a poner tierra de por medio para huir de la realidad.
En Moncloa son muy kafkianos. El exabrupto de la hija de Fabra es posible que sirviera para que algún asesor reconsiderara la idea inicial, de subir el IVA ya mismo, el 16 de julio, y propusiera retrasar su entrada en vigor hasta el mes de septiembre. Así todos tenemos tiempo para ir a nadar y volver como nuevos.
Quien dice nadar dice irnos de vacaciones, en la medida de nuestras posibilidades que, por lo general, no son muchas pero tal vez alcancen para escapar y perdernos un par de días por algún sitio donde no haya televisión ni periódicos. Por alguno de esos pueblos que imaginamos idílicos porque, allí, no vivimos a diario, sino solo cuando estamos hartos y queremos dejar atrás la trama que nos atrapa y nos obliga a pensar en lo nuestro.
Las vacaciones son mano de santo, dos días después de iniciadas solemos decir, sorprendidos, que no pensamos en nada. Nuestro cerebro, solo con apartarlo del trajín de diario, se queda sin cobertura, no logra establecer una relación causa efecto entre lo que dicen los políticos y lo que sucede en la vida. Es como si, de pronto, hubiéramos trasladado a la tierra las esperanzas que los curas ponen en el cielo.
Lo malo será cuando volvamos. A la vuelta nos daremos cuenta de que el gobierno ha estado trabajando, incluso en agosto, para fastidiarnos. Tendremos que enfrentarnos a la realidad pura y dura pero todavía nos parecerá distinta, todavía tendrá que pasar un tiempo hasta que nos cabreemos como estamos ahora. Fue lo que pensaron en Moncloa, que cuando llegue Septiembre ya nos habremos olvidado de lo sucedido en julio. Lo veremos tan lejano que nos dirán que el IVA lo subió Zapatero y, hasta, es posible que lo creamos.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ La Nueva España
El 2 de agosto de 1914 Franz Kafka anotó en su diario: Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde me fui a nadar. Solo eso, no escribió más. Así se las gastaba el famoso escritor checo cuyo apellido usamos como adjetivo cuando queremos referirnos a cosas o situaciones absurdas que nos afectan sin que podamos hacer nada por evitarlas.
Pues bien, este jueves pasado, después de que Rajoy nos declarara la guerra cogí la mochila y fui a nadar. Reaccioné de forma instintiva, no lo hice para imitar al escritor checo porque, en ese momento, era tal el cabreo que ni recordaba la cita. Quizá suene a chiste qué fui a nadar para desahogarme pero a eso fui. Y dio resultado, nadé un par de horas y salí como nuevo.
El caso que, al día siguiente, ojeando los acuerdos del Real Consejo de Ministros, descubrí que en el complejo de La Moncloa debe haber algún asesor muy leído, alguien que conoce a Kafka y también a Groucho Marx. Lo digo porque Rajoy parece seguir al pie de la letra lo que decía el bueno de Groucho: Señora, éstos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros.
Además de parafrasear a Groucho, Rajoy sigue el ejemplo de Kafka. Quizá no vaya a nadar por miedo a que el cloro de la piscina le afecta al tinte del pelo pero ahí tienen lo del partido en Polonia y lo del Códice en Compostela, que no es lo mismo pero se parece bastante en cuanto a poner tierra de por medio para huir de la realidad.
En Moncloa son muy kafkianos. El exabrupto de la hija de Fabra es posible que sirviera para que algún asesor reconsiderara la idea inicial, de subir el IVA ya mismo, el 16 de julio, y propusiera retrasar su entrada en vigor hasta el mes de septiembre. Así todos tenemos tiempo para ir a nadar y volver como nuevos.
Quien dice nadar dice irnos de vacaciones, en la medida de nuestras posibilidades que, por lo general, no son muchas pero tal vez alcancen para escapar y perdernos un par de días por algún sitio donde no haya televisión ni periódicos. Por alguno de esos pueblos que imaginamos idílicos porque, allí, no vivimos a diario, sino solo cuando estamos hartos y queremos dejar atrás la trama que nos atrapa y nos obliga a pensar en lo nuestro.
Las vacaciones son mano de santo, dos días después de iniciadas solemos decir, sorprendidos, que no pensamos en nada. Nuestro cerebro, solo con apartarlo del trajín de diario, se queda sin cobertura, no logra establecer una relación causa efecto entre lo que dicen los políticos y lo que sucede en la vida. Es como si, de pronto, hubiéramos trasladado a la tierra las esperanzas que los curas ponen en el cielo.
Lo malo será cuando volvamos. A la vuelta nos daremos cuenta de que el gobierno ha estado trabajando, incluso en agosto, para fastidiarnos. Tendremos que enfrentarnos a la realidad pura y dura pero todavía nos parecerá distinta, todavía tendrá que pasar un tiempo hasta que nos cabreemos como estamos ahora. Fue lo que pensaron en Moncloa, que cuando llegue Septiembre ya nos habremos olvidado de lo sucedido en julio. Lo veremos tan lejano que nos dirán que el IVA lo subió Zapatero y, hasta, es posible que lo creamos.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ La Nueva España
lunes, 9 de julio de 2012
Rajoy acelera, en vez de frenar, y puede chocar
Milio Mariño
Hay
cosas que no lo parecen y tienen una importancia increíble. Pienso en Manolo el
del Bombo, un personaje que merece ser estudiado por la sencillez de su mensaje
y su capacidad, demostrada, para enardecer a las masas y transmitir ese
entusiasmo que tanto nos hace falta. Debería tomar nota el PSOE, debería
ficharlo para que se situara detrás de nosotros y nos animara con un golpe de
bombo cada vez que aparece Rajoy y anuncia, como hace poco, que piensa pisar el
acelerador para implantar nuevos recortes.
Así, a
bombo y platillo pero sin la gracia de Manolo, fue como anunció Rajoy que este
verano está que se sale. Podría haberse callado, ni los límites de velocidad ni
el precio del carburante aconsejan pisar a fondo. Pero claro, de dónde no hay
no se puede sacar. Refrán que lo mismo puede servir para indicar que una
persona escasa de luces difícilmente podrá aportarnos una solución brillante
como para señalar que nadie puede dar lo que no tiene. Sería como pedirle peras
al olmo. Que es lo que el Presidente vuelve a pedirnos cambiando el mono de
piloto por el uniforme de un guardia que insiste en multarnos sin que medie,
por nuestra parte, ninguna infracción punible.
Rajoy
quiere presumir de piloto pero el oficio le viene grande. De hecho todo el
mundo lo ve como un despiadado guardia de Merkel que pone multas a troche y
moche menos a los que viajan en Rolls y Mercedes. Al parecer, no ve otra
solución que las multas y eso nos lleva a pensar que nadie le ha dicho que, en
este momento, hay 1,2 millones de coches que no se mueven. Coches que ya no
circulan porque sus dueños no tienen ni para gasolina, amén de que las
autopistas están perdiendo clientes, a razón de un 22,4 % en los últimos meses,
y que el tráfico se ha reducido, en Madrid, una media de 80.000 coches al día.
La
explicación la dábamos antes: de dónde no hay no se puede sacar. Pero Rajoy sigue empeñado en poner multas a
pesar de que cada vez se circula menos y a fin de mes las gasolineras están
vacías. Alguien debería decirle que no va más, que las familias que no están
con el agua al cuello la tienen por la barbilla. Que no es broma eso de que tengamos
1,2 millones coches parados. Que tampoco lo es que la gente coma menos y peor. Que
basta un vistazo a la cesta de la compra para comprobar que apenas se vende
fruta y pescado y, en cambio, se dispara el consumo de pescado basura, del pez panga,
que viene de Vietnam y China.
Ciertamente,
no éramos ricos pero a base de multas han conseguido que nos estemos
empobreciendo a pasos agigantados. El consumo ya no es que caiga es que se ha
desplomado. Pero nada, oiga, Rajoy como si tal cosa, como si no existieran los
límites de velocidad ni las señales de alarma. Ahí lo tienen, sentado en el
Ferrari de la mayoría absoluta que le regalaron los españoles y diciendo que
piensa acelerar a tope.
El problema no es que se estrelle o caiga por
un precipicio. Si fuera así habría que lamentar solo una víctima, lo malo es
que puede llevarse a medio país por delante.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión / La nueva España
lunes, 2 de julio de 2012
El hambre como unidad de medida
Milio Mariño
Aunque uno se enfrente a la página en blanco con la relajación del que sabe que sus artículos no serán trending tropics, fastidia volver a escribir de la crisis por más que siga copando las portadas de los periódicos. La actualidad, a fuerza de repetirse, se espesa y aburre. De modo que, para no aburrirles, recurro a una frase que no sé si es refrán o sentencia pero puede servirnos para hablar de lo mismo sin darles el timo de contar lo que ya dijimos cambiando algunas palabras.
La frase hacía tiempo que no la oía, por eso que mientras estaba en una terraza me sorprendió que una señora, a mi lado, dijera de no sé quién, que era más listo que el hambre.
Pido disculpas si esperaban algo más trascendente. La frase no es que se use mucho pero, por lo oído, sigue diciéndose y no me extrañaría que volviera a recuperar su vigencia a pesar de que pertenece a los tiempos del Lazarillo de Tormes.
Estoy con ustedes en qué lo dicho no destaca por su originalidad ni, tampoco, porque resulte peyorativo. Al contrario, cuando decimos algo así queremos decir que la persona es muy lista o más lista de lo normal. De modo que no fue eso lo que me llamó la atención, lo que me llamó la atención y me hizo pensar fue que, a día de hoy, sigamos tomando el hambre como unidad de medida. Es decir que lejos de haber desaparecido está volviendo a recuperar terreno la creencia de que no hay nada que haga aguzar el ingenio como el hambre y la necesidad. Desconozco si ese nuevo rebrote surge como reproche al Estado de Bienestar o para justificar su desaparición pero vuelve a sonar con fuerza que quienes sufren hambre y miseria se las ingenian para ser más listos y salir adelante.
Resulta evidente que los hay que piensan que el hambre no es una oquedad en el estómago, es el mejor estímulo para alcanzar la excelencia en cualquier disciplina del arte y también, como no, para que los humildes puedan triunfar. Para esa gente el hambre no nos vuelve salvajes o, incluso, caníbales, sino que sirve como acicate para estimular la inteligencia de los que pasan necesidades y hacer que lleguen a ser igual, o más listos, que quienes viven, a cuerpo de rey, con todo lujo de comodidades.
Quien sabe, a lo mejor llevan razón. Por eso que no me resisto a contarles una anécdota que contaba Malinowski después de haberse entrevistado con un antropófago.
Contaba Malinowski que le preguntó a un caníbal por qué comía seres humanos y, el “salvaje”, que ojeaba unos periódicos de la Primera Guerra Mundial, en los que aparecían fotos de montones de muertos, preguntó, a su vez, si en Europa no se comían aquellos cadáveres.
-¡Por supuesto que no! - reaccionó perplejo el investigador británico.
-Pues, entonces, ¿para qué los matan? -inquirió el “bárbaro”, como si pensara que no tenía sentido matar por matar, que era un derroche y un despilfarro.
No sé hasta cuando seguiremos tomando el hambre como unidad de medida pero no ha sido el hambre lo que nos ha hecho más listos. Ni el hambre, ni la esclavitud, ni la religión. Ha sido el bienestar, la libertad, el conocimiento y la razón. Es lo que pienso pero puedo estar equivocado.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
Aunque uno se enfrente a la página en blanco con la relajación del que sabe que sus artículos no serán trending tropics, fastidia volver a escribir de la crisis por más que siga copando las portadas de los periódicos. La actualidad, a fuerza de repetirse, se espesa y aburre. De modo que, para no aburrirles, recurro a una frase que no sé si es refrán o sentencia pero puede servirnos para hablar de lo mismo sin darles el timo de contar lo que ya dijimos cambiando algunas palabras.
La frase hacía tiempo que no la oía, por eso que mientras estaba en una terraza me sorprendió que una señora, a mi lado, dijera de no sé quién, que era más listo que el hambre.
Pido disculpas si esperaban algo más trascendente. La frase no es que se use mucho pero, por lo oído, sigue diciéndose y no me extrañaría que volviera a recuperar su vigencia a pesar de que pertenece a los tiempos del Lazarillo de Tormes.
Estoy con ustedes en qué lo dicho no destaca por su originalidad ni, tampoco, porque resulte peyorativo. Al contrario, cuando decimos algo así queremos decir que la persona es muy lista o más lista de lo normal. De modo que no fue eso lo que me llamó la atención, lo que me llamó la atención y me hizo pensar fue que, a día de hoy, sigamos tomando el hambre como unidad de medida. Es decir que lejos de haber desaparecido está volviendo a recuperar terreno la creencia de que no hay nada que haga aguzar el ingenio como el hambre y la necesidad. Desconozco si ese nuevo rebrote surge como reproche al Estado de Bienestar o para justificar su desaparición pero vuelve a sonar con fuerza que quienes sufren hambre y miseria se las ingenian para ser más listos y salir adelante.
Resulta evidente que los hay que piensan que el hambre no es una oquedad en el estómago, es el mejor estímulo para alcanzar la excelencia en cualquier disciplina del arte y también, como no, para que los humildes puedan triunfar. Para esa gente el hambre no nos vuelve salvajes o, incluso, caníbales, sino que sirve como acicate para estimular la inteligencia de los que pasan necesidades y hacer que lleguen a ser igual, o más listos, que quienes viven, a cuerpo de rey, con todo lujo de comodidades.
Quien sabe, a lo mejor llevan razón. Por eso que no me resisto a contarles una anécdota que contaba Malinowski después de haberse entrevistado con un antropófago.
Contaba Malinowski que le preguntó a un caníbal por qué comía seres humanos y, el “salvaje”, que ojeaba unos periódicos de la Primera Guerra Mundial, en los que aparecían fotos de montones de muertos, preguntó, a su vez, si en Europa no se comían aquellos cadáveres.
-¡Por supuesto que no! - reaccionó perplejo el investigador británico.
-Pues, entonces, ¿para qué los matan? -inquirió el “bárbaro”, como si pensara que no tenía sentido matar por matar, que era un derroche y un despilfarro.
No sé hasta cuando seguiremos tomando el hambre como unidad de medida pero no ha sido el hambre lo que nos ha hecho más listos. Ni el hambre, ni la esclavitud, ni la religión. Ha sido el bienestar, la libertad, el conocimiento y la razón. Es lo que pienso pero puedo estar equivocado.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
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