El día después del famoso rescate a los bancos,
temí que mis antiguos colegas, del Comité Europeo, me llamaran por teléfono para
desquitarse y criticar nuestra absurda arrogancia. Agradezco que no lo
hicieran, valoro su saber estar, pero no deja de darme vueltas que solían
enseñarme sus viejas aceras, de asfalto o baldosas en mal estado, y decían que
cuando venían a España se encontraban con que las habíamos cambiado, o las
estábamos cambiando, por otras nuevas, de mármol, rematadas con barandillas de
acero inoxidable y farolas y papeleras de hierro fundido. Lo decían con media
sonrisa, pero notaba que les molestaba porque, enseguida, sacaban a relucir la
millonada, en fondos, que nos estaban dando y comentaban que, en su opinión, deberíamos
destinarlos a cosas más productivas.
Salía
del paso diciendo que lo hacíamos como una inversión en turismo, que para España
era una fuente muy importante de ingresos, pero no colaba. No colaba porque
esas conversaciones solíamos tenerlas cuando íbamos a comer de diario, un acto
que, allí, tiene poca importancia. La mayoría de las veces comíamos en
cualquier sitio, incluso de pie, un plato ligero, un sándwich o un bocadillo,
lo cual volvía a ser objeto de nuevos comentarios ya que aprovechaban para
recordarme que mientras ellos paraban a media mañana para tomar un zumo, o un
café, con una galleta, en el propio lugar de trabajo, en España bajábamos al
bar de la esquina, estábamos media hora, y a la una volvíamos a bajar para la
caña y el aperitivo. Decían que, entre cañas y aperitivos, charlábamos
tranquilamente, contando chistes y anécdotas, hasta las dos o las dos y media,
que era cuando nos sentábamos a la mesa. Después venía la sopa, el primer plato
el segundo y los postres. Pero aún quedaba el café y el chupito, que siempre
traía el dueño cuando estábamos a punto de levantarnos, de modo que para no
despreciarlo seguíamos sentados y no nos levantábamos hasta pasadas las cuatro
de la tarde.
Antes
de que pudiera darles cualquier explicación convincente, me atajaban
reconociendo que sabíamos vivir, decían que entendíamos la vida mejor que ellos
y, en cierta manera, era como si lamentaran no haber sabido incorporar, a su Estado
de Bienestar, esas pequeñas cosas que hacen lo cotidiano más divertido y ameno.
Eran
muy buena gente, siento por ellos un gran aprecio, así que estoy convencido de
que no se alegraron del rescate ni de las meteduras de pata y la arrogancia de
nuestro gobierno. Apostaría que también les duele, por eso que si es que
hicieron alguna recomendación al respecto, no la imagino en el sentido de que
tengamos que recortar la sanidad, la enseñanza, o cualquier cosa que menoscabe
el Estado de Bienestar, que adoran y defienden con todas sus fuerzas. Si acaso
apuntaron algo seguro que lo encaminaron
por la vía de lo que tantas veces me tienen dicho. Seguro que al Gobierno
español le señalaron la conveniencia de que deberíamos cambiar algunos de
nuestros hábitos pero como para nuestros gobernantes eso entra dentro de lo
sagrado, lo genuino y lo verdaderamente español, optaron por lo más fácil, por
subirnos los impuestos y privarnos del incipiente estado del Bienestar, pues,
dada su posición social, entienden por bienestar que no podamos perder la cañita,
el pincho, la sobremesa, los toros o el fútbol, y no lo otro.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
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