Milio Mariño
De toda la vida, estas fiestas siempre tuvieron ese halo de tristeza que trae la nostalgia de los que ya no pueden sentarse a la mesa el día de Nochebuena. Siempre fue así y siempre lográbamos superarlo. Quiero decir que, aunque en algún momento se nos escapara una lagrima, recuperábamos la sonrisa y pasábamos unos días en los que la felicidad salía ganando con creces. Había alegría, pero estas Navidades parecen distintas. Parece como que tuviéramos la sensación de que estamos en vísperas de unas fiestas que tienen poco de fiesta. Como si diéramos por sabido que, a la vuelta de Reyes, nos espera la tragedia.
Hace unos días me decía un amigo que no recordaba unas Navidades con tanto corazón en un puño; con tanta tristeza y pesimismo juntos. Es verdad y, aunque me cuesta echarle la culpa a un gobierno que, todavía, no se ha constituido, lo cierto es que sin hacer o decir nada, solo con insinuaciones y silencios, ha conseguido que la mayoría de la gente esté apesadumbrada y no disfrute las navidades como las disfrutaba otros años.
¿Qué pudo pasar para que, la tradicional, alegría se tornara en tristeza? Pues muy sencillo, que los dirigentes del Partido Popular han venido esmerándose en añadir un estado de gravedad al país que les ha llevado a provocarle un coma inducido. Piensan que cuanto peor sea el diagnostico más posibilidades habrá de que demos nuestro consentimiento para que adopten unas medidas extremas que lo devuelvan a una gravedad llevadera y lo alejen de la muerte. Es decir, sufriremos pero si aceptamos la cura de caballo que piensan proponernos podremos salvarnos.
Movidos por ese afán, la primera medida ha sido invertir en tristeza. Están convencidos de que la tristeza aporta rigor y la alegría es un desinhibidor peligroso, de modo que han empezado a correr la voz de que la crisis tiene una causa concreta y, por supuesto, explicable. La causa es que no podemos gastar el dinero comprando regalos y poniendo bombillas en las calles porque ese dinero no nos pertenece. Quizá lo hayamos ganado con el sudor de nuestra frente, pero aunque sea producto de nuestro trabajo no nos podemos permitir el lujo de gastarlo alegremente y destruirlo comprando. Tenemos que ahorrarlo y dárselo a los bancos para que ellos lo inviertan y lo multipliquen como saben hacerlo. Así es que toca estar triste porque el país no está para fiestas ni para permitirse alegrías. Toca fruncir el ceño y volcar nuestros deseos en una carta al Rey Mago Mariano, que con su saco de silencios y sus recortes necesarios, dispondrá lo que proceda para sacar al país de la crisis y hacer que prospere esta tierra de bandoleros y pobres que creían ser ricos y se atrevían a manifestarlo con una alegría insultante.
Lo están consiguiendo. Basta salir a la calle para ver que estas Navidades no son como las de otros años. No se percibe ilusión ni alegría, hay un ambiente depresivo que nace del convencimiento de que van a darnos para el pelo y no tenemos quien nos proteja ni defienda nuestros derechos. Pensarán, como yo, que si con todo lo que nos han quitado, y lo que piensan quitarnos, también nos quitan la alegría ya seria el colmo. Pero ahí lo tienen, han empezado por lo que siempre se dijo que nadie podría quitarnos.
Artículo de Opinión/ Milio Mariño
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