Milio Mariño
Apelando al saber estar, una frase que apenas se dice pero sigue estando vigente, que Cayo Lara acudiera sin corbata y con la camisa por fuera del pantalón al acto protocolario de consultas del Rey y que la nuera de Aznar se bajara de un Seat Seiscientos, el día de su boda son dos números de circo que bien podían haberse ahorrado quienes tuvieron el dudoso gusto de protagonizarlos.
No trato de poner en evidencia su falta de estilo, lo digo porque la ridiculez de quienes protagonizaron esos actos viene justificada por el convencimiento de que lo hicieron pensando que los demás somos tan simples que creemos que, en un acto oficial, sólo puede atreverse a llevar la camisa por fuera del pantalón alguien que sea muy de izquierdas, y que el pijismo de la familia Aznar ha sido redimido, y borrado del mapa, por el hecho de que la nuera del ex presidente haya cambiado la limusina por un Seiscientos de color blanco.
Estoy de acuerdo en que cuando el protocolo, por encima de la educación y el respeto, supone vasallaje es exigible que nos lo saltemos, pero como no era el caso, pienso que los dos, ella y él, hicieron el ridículo. La novia, saliendo del utilitario con un vestido de cola, más que modesta, resultaba cómica. De todas maneras, allá se las compongan los Aznar, Botella, Abascal y compañía, con su trouppe del mundo pijo y sus devaneos para buscar acomodo en las revistas del corazón. Con su vida pueden hacer lo que quieran. Si quieren dar la nota, allá ellos; pero el caso de Cayo Lara es distinto. Lo es porque se produce en un acto político y denota un esnobismo que delata a quienes se saben mediocres y recurren a la vestimenta para aparentar una identidad que no son capaces de demostrar con los hechos y las palabras.
Cierto que llevar, o no llevar, corbata en un acto oficial no es, en si mismo, definitorio de nada pero si a eso añadimos la camisa por fuera del pantalón, nos encontramos con un toque guayabero que lo asemeja bastante al viejo modelo cubano. Quizá fuera esa la intención, quizá Cayo Lara quisiera trasladarnos una imagen distinta a la del eurocomunista Santiago Carrillo, siempre con corbata, y la de Gaspar Llamazares, también con la suya, a quien el nuevo líder de IU ofreció ser portavoz quinto del grupo parlamentario, por si no había quedado claro que manda él y no su antecesor en el cargo.
La maldad, en muchos casos, suele ser fruto de la estupidez. De modo que para combatirla hay que prestar atención a lo que la nutre en origen que, por lo general, son oportunismos, esnobismos y sandeces.
Para ser más convincente, Cayo Lara podía haber ido vestido de mono azul o de campesino andaluz. La ortodoxia comunista, devenida en una ristra de refundaciones y apaños que no aceptan voces discrepantes, había superado la idea del look proletario y el primitivismo político. Eso creíamos pero ahora llega un patán con ínfulas y cree que los diputados de IU los ha conseguido él, con su estilo y su forma de vestir. Como la nuera de Aznar, que seguramente pensó que si el día del casorio acudía a la iglesia a bordo de un Seiscientos, nos olvidaríamos del Bigotes, el Escorial y la ridiculez de la boda anterior.
Milio Mariño / Articulo de Opinión / La Nueva España
lunes, 26 de diciembre de 2011
lunes, 19 de diciembre de 2011
Música de otros tiempos
Milio Mariño
El viernes pasado abrí el ordenador con desgana y salió este anuncio: Juegue al chinchón on line y gane estupendos premios. Estuve por jugar, al final no lo hice porque soy un cagón. Tengo cuatro duros ahorrados y los coloqué, a plazo fijo, en un banco para que vivan a cuerpo de rey, como cualquier funcionario que ficha y a fin de mes pone el cazo. Me dan una miseria, pero el dinero tiene un empleo seguro. Y eso, para mí, cuenta mucho. Así que no puedo quejarme ni sentir envidia de los que amasan grandes fortunas y nos miran con esa sonrisa amable que los pobres nunca entendemos. Nosotros somos más de fruncir el ceño. Somos desconfiados, escépticos y amantes del piñón fijo. Si fuéramos audaces podríamos hacer grandes cosas.
Así es la vida. La vida es de los que se arriesgan y lo juegan todo a una carta. No como yo, que podría haber ganado una pasta jugando al chinchón on line y aquí me tienen. Cierto que también podía perder, pero como no me arriesgo, no juego, no compro ni vendo acciones, ni se de qué va la Bolsa, entiendo el reproche de que si no me hago rico es porque no quiero. No vale la disculpa de que los ahorros son cuatro duros. Con cuatro duros empezó Rockefeller y acabó millonario perdido.
Hay que arriesgarse, hay que mojar el culo y aceptar que por algo se empieza. Es lo que dice el presidente de la CEOE, que un salario de 400 euros no da para mucho, pero menos es nada. Demuestra que es un tipo brillante y con ideas innovadoras. Dice que trabajar tiene que ser como jugar al fútbol, que empiezas en Segunda regional, jugando gratis, y a la vuelta de dos o tres años, si vales, igual te ficha un equipo y puedes ganarte la vida. Así piensan muchos de sus colegas, empresarios que, al fin y al cabo, no tienen puestos de trabajo que ofrecer a los parados, pero bueno, si los sueldos se ponen a 400 euros y el esfuerzo supone ayudar al país, no les importaría arriesgarse y contratar a unos cuantos. Yo lo entiendo, el riesgo tiene que tener recompensa. De ahí que por los cuatro duros que tengo en el banco me den una miseria. No quiero arriesgarme, voy a lo seguro, y así es imposible que contribuya a paliar la crisis y aproveche las oportunidades. Que las hay, vaya que si las hay. Pero, en lugar de arriesgar invirtiendo o jugar al chinchón on line, ¿quieren saber lo que hice? Pues nada, cogí un disco de vinilo y me puse a escucharlo mientras llovía y ventaba como si alguien quisiera anunciarnos que vuelve el Diluvio.
El disco era «Animals», de «Pink Floyd», ése que en la carátula trae la foto de un cerdo volando sobre las chimeneas de una central termoeléctrica. Un gigantesco cerdo sobre un paisaje surrealista. Seguro que los de mi edad lo recuerdan. Buena música y unas canciones en las que Roger Waters, líder del grupo, hace suyo un cuento de Orwell y retrata, en forma de sátira, una sociedad en la que los cerdos representan a la clase dominante, los perros a los cuerpos represivos y las ovejas al ciudadano común. Está un poco rayado, pero nadie diría que es música de otro tiempo, que tiene 34 años.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
El viernes pasado abrí el ordenador con desgana y salió este anuncio: Juegue al chinchón on line y gane estupendos premios. Estuve por jugar, al final no lo hice porque soy un cagón. Tengo cuatro duros ahorrados y los coloqué, a plazo fijo, en un banco para que vivan a cuerpo de rey, como cualquier funcionario que ficha y a fin de mes pone el cazo. Me dan una miseria, pero el dinero tiene un empleo seguro. Y eso, para mí, cuenta mucho. Así que no puedo quejarme ni sentir envidia de los que amasan grandes fortunas y nos miran con esa sonrisa amable que los pobres nunca entendemos. Nosotros somos más de fruncir el ceño. Somos desconfiados, escépticos y amantes del piñón fijo. Si fuéramos audaces podríamos hacer grandes cosas.
Así es la vida. La vida es de los que se arriesgan y lo juegan todo a una carta. No como yo, que podría haber ganado una pasta jugando al chinchón on line y aquí me tienen. Cierto que también podía perder, pero como no me arriesgo, no juego, no compro ni vendo acciones, ni se de qué va la Bolsa, entiendo el reproche de que si no me hago rico es porque no quiero. No vale la disculpa de que los ahorros son cuatro duros. Con cuatro duros empezó Rockefeller y acabó millonario perdido.
Hay que arriesgarse, hay que mojar el culo y aceptar que por algo se empieza. Es lo que dice el presidente de la CEOE, que un salario de 400 euros no da para mucho, pero menos es nada. Demuestra que es un tipo brillante y con ideas innovadoras. Dice que trabajar tiene que ser como jugar al fútbol, que empiezas en Segunda regional, jugando gratis, y a la vuelta de dos o tres años, si vales, igual te ficha un equipo y puedes ganarte la vida. Así piensan muchos de sus colegas, empresarios que, al fin y al cabo, no tienen puestos de trabajo que ofrecer a los parados, pero bueno, si los sueldos se ponen a 400 euros y el esfuerzo supone ayudar al país, no les importaría arriesgarse y contratar a unos cuantos. Yo lo entiendo, el riesgo tiene que tener recompensa. De ahí que por los cuatro duros que tengo en el banco me den una miseria. No quiero arriesgarme, voy a lo seguro, y así es imposible que contribuya a paliar la crisis y aproveche las oportunidades. Que las hay, vaya que si las hay. Pero, en lugar de arriesgar invirtiendo o jugar al chinchón on line, ¿quieren saber lo que hice? Pues nada, cogí un disco de vinilo y me puse a escucharlo mientras llovía y ventaba como si alguien quisiera anunciarnos que vuelve el Diluvio.
El disco era «Animals», de «Pink Floyd», ése que en la carátula trae la foto de un cerdo volando sobre las chimeneas de una central termoeléctrica. Un gigantesco cerdo sobre un paisaje surrealista. Seguro que los de mi edad lo recuerdan. Buena música y unas canciones en las que Roger Waters, líder del grupo, hace suyo un cuento de Orwell y retrata, en forma de sátira, una sociedad en la que los cerdos representan a la clase dominante, los perros a los cuerpos represivos y las ovejas al ciudadano común. Está un poco rayado, pero nadie diría que es música de otro tiempo, que tiene 34 años.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
lunes, 12 de diciembre de 2011
La Navidad de la tristeza
Milio Mariño
De toda la vida, estas fiestas siempre tuvieron ese halo de tristeza que trae la nostalgia de los que ya no pueden sentarse a la mesa el día de Nochebuena. Siempre fue así y siempre lográbamos superarlo. Quiero decir que, aunque en algún momento se nos escapara una lagrima, recuperábamos la sonrisa y pasábamos unos días en los que la felicidad salía ganando con creces. Había alegría, pero estas Navidades parecen distintas. Parece como que tuviéramos la sensación de que estamos en vísperas de unas fiestas que tienen poco de fiesta. Como si diéramos por sabido que, a la vuelta de Reyes, nos espera la tragedia.
Hace unos días me decía un amigo que no recordaba unas Navidades con tanto corazón en un puño; con tanta tristeza y pesimismo juntos. Es verdad y, aunque me cuesta echarle la culpa a un gobierno que, todavía, no se ha constituido, lo cierto es que sin hacer o decir nada, solo con insinuaciones y silencios, ha conseguido que la mayoría de la gente esté apesadumbrada y no disfrute las navidades como las disfrutaba otros años.
¿Qué pudo pasar para que, la tradicional, alegría se tornara en tristeza? Pues muy sencillo, que los dirigentes del Partido Popular han venido esmerándose en añadir un estado de gravedad al país que les ha llevado a provocarle un coma inducido. Piensan que cuanto peor sea el diagnostico más posibilidades habrá de que demos nuestro consentimiento para que adopten unas medidas extremas que lo devuelvan a una gravedad llevadera y lo alejen de la muerte. Es decir, sufriremos pero si aceptamos la cura de caballo que piensan proponernos podremos salvarnos.
Movidos por ese afán, la primera medida ha sido invertir en tristeza. Están convencidos de que la tristeza aporta rigor y la alegría es un desinhibidor peligroso, de modo que han empezado a correr la voz de que la crisis tiene una causa concreta y, por supuesto, explicable. La causa es que no podemos gastar el dinero comprando regalos y poniendo bombillas en las calles porque ese dinero no nos pertenece. Quizá lo hayamos ganado con el sudor de nuestra frente, pero aunque sea producto de nuestro trabajo no nos podemos permitir el lujo de gastarlo alegremente y destruirlo comprando. Tenemos que ahorrarlo y dárselo a los bancos para que ellos lo inviertan y lo multipliquen como saben hacerlo. Así es que toca estar triste porque el país no está para fiestas ni para permitirse alegrías. Toca fruncir el ceño y volcar nuestros deseos en una carta al Rey Mago Mariano, que con su saco de silencios y sus recortes necesarios, dispondrá lo que proceda para sacar al país de la crisis y hacer que prospere esta tierra de bandoleros y pobres que creían ser ricos y se atrevían a manifestarlo con una alegría insultante.
Lo están consiguiendo. Basta salir a la calle para ver que estas Navidades no son como las de otros años. No se percibe ilusión ni alegría, hay un ambiente depresivo que nace del convencimiento de que van a darnos para el pelo y no tenemos quien nos proteja ni defienda nuestros derechos. Pensarán, como yo, que si con todo lo que nos han quitado, y lo que piensan quitarnos, también nos quitan la alegría ya seria el colmo. Pero ahí lo tienen, han empezado por lo que siempre se dijo que nadie podría quitarnos.
Artículo de Opinión/ Milio Mariño
De toda la vida, estas fiestas siempre tuvieron ese halo de tristeza que trae la nostalgia de los que ya no pueden sentarse a la mesa el día de Nochebuena. Siempre fue así y siempre lográbamos superarlo. Quiero decir que, aunque en algún momento se nos escapara una lagrima, recuperábamos la sonrisa y pasábamos unos días en los que la felicidad salía ganando con creces. Había alegría, pero estas Navidades parecen distintas. Parece como que tuviéramos la sensación de que estamos en vísperas de unas fiestas que tienen poco de fiesta. Como si diéramos por sabido que, a la vuelta de Reyes, nos espera la tragedia.
Hace unos días me decía un amigo que no recordaba unas Navidades con tanto corazón en un puño; con tanta tristeza y pesimismo juntos. Es verdad y, aunque me cuesta echarle la culpa a un gobierno que, todavía, no se ha constituido, lo cierto es que sin hacer o decir nada, solo con insinuaciones y silencios, ha conseguido que la mayoría de la gente esté apesadumbrada y no disfrute las navidades como las disfrutaba otros años.
¿Qué pudo pasar para que, la tradicional, alegría se tornara en tristeza? Pues muy sencillo, que los dirigentes del Partido Popular han venido esmerándose en añadir un estado de gravedad al país que les ha llevado a provocarle un coma inducido. Piensan que cuanto peor sea el diagnostico más posibilidades habrá de que demos nuestro consentimiento para que adopten unas medidas extremas que lo devuelvan a una gravedad llevadera y lo alejen de la muerte. Es decir, sufriremos pero si aceptamos la cura de caballo que piensan proponernos podremos salvarnos.
Movidos por ese afán, la primera medida ha sido invertir en tristeza. Están convencidos de que la tristeza aporta rigor y la alegría es un desinhibidor peligroso, de modo que han empezado a correr la voz de que la crisis tiene una causa concreta y, por supuesto, explicable. La causa es que no podemos gastar el dinero comprando regalos y poniendo bombillas en las calles porque ese dinero no nos pertenece. Quizá lo hayamos ganado con el sudor de nuestra frente, pero aunque sea producto de nuestro trabajo no nos podemos permitir el lujo de gastarlo alegremente y destruirlo comprando. Tenemos que ahorrarlo y dárselo a los bancos para que ellos lo inviertan y lo multipliquen como saben hacerlo. Así es que toca estar triste porque el país no está para fiestas ni para permitirse alegrías. Toca fruncir el ceño y volcar nuestros deseos en una carta al Rey Mago Mariano, que con su saco de silencios y sus recortes necesarios, dispondrá lo que proceda para sacar al país de la crisis y hacer que prospere esta tierra de bandoleros y pobres que creían ser ricos y se atrevían a manifestarlo con una alegría insultante.
Lo están consiguiendo. Basta salir a la calle para ver que estas Navidades no son como las de otros años. No se percibe ilusión ni alegría, hay un ambiente depresivo que nace del convencimiento de que van a darnos para el pelo y no tenemos quien nos proteja ni defienda nuestros derechos. Pensarán, como yo, que si con todo lo que nos han quitado, y lo que piensan quitarnos, también nos quitan la alegría ya seria el colmo. Pero ahí lo tienen, han empezado por lo que siempre se dijo que nadie podría quitarnos.
Artículo de Opinión/ Milio Mariño
lunes, 5 de diciembre de 2011
El chollo chino
Milio Mariño
Por alguna razón misteriosa, de esas que nos hacen repetir una frase tonta aunque nos produzca sonrojo, circulan desde hace tiempo una serie de historias sobre los chinos de los negocios que, a fuerza de oírlas, se han convertido en certezas. Poco importa que algunos intentemos racionalizar esos bulos y reconducirlos de forma sensata. Al final claudicamos y acabamos encogiéndonos de hombros, incapaces de aportar argumentos que logren rebatir la supuesta inmortalidad de los chinos, basada en que nadie ha visto nunca un entierro, la ausencia de gatos y perros en las inmediaciones de sus negocios y eso de que no pagan impuestos, abren sin licencia y se les exige menos que a cualquier compatriota nuestro que quiera poner un quiosco.
Los chinos de los negocios tienen mala prensa pero también muchos clientes. Gente que compra y luego los pone de vuelta y media. Es más, si a uno se le ocurre decir que no será para tanto, nos abruman con nuevos datos. Apelan a que nadie ha visto, nunca, a un chino en la cola del paro y empiezan a contar comercios que han cerrado y negocios chinos que han abierto, sin que los expertos consigan explicar el truco de que los chinos hagan rentable lo que para nosotros es una ruina.
Comentarios de este tipo abundan en cualquier tertulia, pero esta semana se han recrudecido, llegando a la indignación, cuando se conoció la noticia de que los chinos de los negocios se habían manifestado en Madrid pidiendo no ser discriminados y exigiendo las mismas condiciones de trato que los comerciantes españoles.
Los organizadores de la protesta aseguraron que habían logrado reunir a más de 400 chinos, pero la Policía Municipal, demostrando que les dispensa el mismo trato que al resto de manifestantes, rebajó la cifra situándola en torno a 300. Lo cual no tiene mayor importancia porque lo que causó asombro no fue el número, fue que se atrevieran a manifestarse, y a exigir que les apliquen las leyes españolas, quienes, en sus negocios, se rigen por la legislación china en cuanto a salario y condiciones de trabajo.
Ese es el truco, no las falsas leyendas de que no pagan impuestos o abren sin licencia. La clave son los horarios, los precios baratos y unos empleados que nadie sabe las horas que trabajan ni lo que ganan. Eso es lo que ha hecho que los negocios de los chinos sean un éxito para sus promotores y un quebradero de cabeza para la competencia, que debería centrar sus quejas en que, lo que dice la ley, es de obligado cumplimiento para cualquier empresario, sea chino, español o rumano.
El chollo de los chinos de los negocios es pagar el salario que quieran, horario el que les apetezca, despido cuando les venga en gana y unas condiciones de trabajo que las impone el dueño. Más o menos lo que reclaman los empresarios españoles para crear empleo y que la economía prospere. Eso quieren, quieren que seamos chinos en el trabajo y españoles a la hora de gastarnos los cuartos. Pero, claro, con un salario de todo a cien es imposible que luego gastemos mil. Alguien debería decírselo porque si no podemos gastarnos mil, a ver quien paga la hipoteca, se compra un coche o sale a tomar un vino. Para los empresarios, como para los chinos, será un chollo, pero para el país es una ruina.
Por alguna razón misteriosa, de esas que nos hacen repetir una frase tonta aunque nos produzca sonrojo, circulan desde hace tiempo una serie de historias sobre los chinos de los negocios que, a fuerza de oírlas, se han convertido en certezas. Poco importa que algunos intentemos racionalizar esos bulos y reconducirlos de forma sensata. Al final claudicamos y acabamos encogiéndonos de hombros, incapaces de aportar argumentos que logren rebatir la supuesta inmortalidad de los chinos, basada en que nadie ha visto nunca un entierro, la ausencia de gatos y perros en las inmediaciones de sus negocios y eso de que no pagan impuestos, abren sin licencia y se les exige menos que a cualquier compatriota nuestro que quiera poner un quiosco.
Los chinos de los negocios tienen mala prensa pero también muchos clientes. Gente que compra y luego los pone de vuelta y media. Es más, si a uno se le ocurre decir que no será para tanto, nos abruman con nuevos datos. Apelan a que nadie ha visto, nunca, a un chino en la cola del paro y empiezan a contar comercios que han cerrado y negocios chinos que han abierto, sin que los expertos consigan explicar el truco de que los chinos hagan rentable lo que para nosotros es una ruina.
Comentarios de este tipo abundan en cualquier tertulia, pero esta semana se han recrudecido, llegando a la indignación, cuando se conoció la noticia de que los chinos de los negocios se habían manifestado en Madrid pidiendo no ser discriminados y exigiendo las mismas condiciones de trato que los comerciantes españoles.
Los organizadores de la protesta aseguraron que habían logrado reunir a más de 400 chinos, pero la Policía Municipal, demostrando que les dispensa el mismo trato que al resto de manifestantes, rebajó la cifra situándola en torno a 300. Lo cual no tiene mayor importancia porque lo que causó asombro no fue el número, fue que se atrevieran a manifestarse, y a exigir que les apliquen las leyes españolas, quienes, en sus negocios, se rigen por la legislación china en cuanto a salario y condiciones de trabajo.
Ese es el truco, no las falsas leyendas de que no pagan impuestos o abren sin licencia. La clave son los horarios, los precios baratos y unos empleados que nadie sabe las horas que trabajan ni lo que ganan. Eso es lo que ha hecho que los negocios de los chinos sean un éxito para sus promotores y un quebradero de cabeza para la competencia, que debería centrar sus quejas en que, lo que dice la ley, es de obligado cumplimiento para cualquier empresario, sea chino, español o rumano.
El chollo de los chinos de los negocios es pagar el salario que quieran, horario el que les apetezca, despido cuando les venga en gana y unas condiciones de trabajo que las impone el dueño. Más o menos lo que reclaman los empresarios españoles para crear empleo y que la economía prospere. Eso quieren, quieren que seamos chinos en el trabajo y españoles a la hora de gastarnos los cuartos. Pero, claro, con un salario de todo a cien es imposible que luego gastemos mil. Alguien debería decírselo porque si no podemos gastarnos mil, a ver quien paga la hipoteca, se compra un coche o sale a tomar un vino. Para los empresarios, como para los chinos, será un chollo, pero para el país es una ruina.
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