Milio Mariño
A la vuelta de quince días en una cala de Ibiza, sin ver la televisión ni leer el periódico, retorné a la realidad cotidiana y tuve la impresión de que algo había cambiado. Quince días son nada pero me pareció como que la gente ya no distinguía entre lo regular y lo malo a rabiar. Es como si lo detestara todo. Como si escuchara con aburrimiento y siguiera a lo suyo convencida de que, después de las elecciones, iremos, inevitablemente, a peor.
Esa impresión me dio. Y no solo eso, también creí advertir que los políticos que se presentan y parecen destinados a tomar el relevo y ocupar cargos de relevancia lo hacen convencidos de que si resultan elegidos será por desgracia de sus antecesores, no porque la población se entusiasme y los perciba como personas capaces de sacar esto adelante con el menor daño posible para el cautivo y desarmado estado de bienestar que, aún, disfrutamos.
Quizá influyera que uno venía de estar tumbado, a la sombra, escuchando «chill-out» pero la impresión fue como si, por encima de todo, se hubiera impuesto el modelo Mouriño. Como si lo que estuviera de moda fuera la antipatía y el dedo en el ojo. No hay respeto por las instituciones, ni por lo que otros hicieron, ni por el adversario político. Hay desprecio, desdén y un afán de revancha que evidencia que algunos entienden la utilidad de la democracia, únicamente, cuando son ellos los que gobiernan. Solo así se explica que aprovechen cualquier ocasión para el exabrupto, el talante pendenciero, el comentario despreciativo, la burla y hasta el insulto.
En esas estamos. Estamos en un otoño lleno de broncas y salidas de tono, en el que los rostros ceñudos sobresalen por encima de la amabilidad y el buen gusto. Ser antipático, además de los tonos marrones, es lo que se lleva. En diciembre quizá cambie la moda y se lleve otra cosa. No obstante, corremos el peligro de que acabe por parecernos normal lo que no deja de ser anómalo; ese el alarde de mala leche que se ha convertido en la principal ocupación de quienes hace poco llegaron a las comunidades autónomas y los ayuntamientos y de los que aspiran a llegar al Gobierno después de las elecciones.
Lejos de estar contentos, siempre están enfadados. En cuanto tienen la menor oportunidad, despliegan una mala leche descomunal para con sus antecesores, quizá porque acaban de darse cuenta de que, ahora, son ellos los que tendrán que hacer lo que no se cansaban de criticar.
Ignoro si el saber estar y el buen humor cotizan en algún mercado de valores o sirven para rebajar la prima de riesgo, aunque sólo sea de infarto, pero tengo el convencimiento de que nada ayuda tanto como la simpatía y los buenos modales para obtener beneficios, sobre todo en relación a la convivencia entre los seres humanos.
Con el optimismo que regala el Mediterráneo, en el aeropuerto, ya de regreso a casa, compré tres periódicos y me puse a leer con ganas, pero al subir al avión tuve la sensación como si los que viajaban en business class fueran los que aspiran a gobernar y el resto fuéramos, a granel, de la cortina hacia atrás. Debe ser que, en el fondo, uno todavía conserva lo que, ahora, se cuidan de pronunciar y antes llamábamos conciencia de clase. De clase turista, por supuesto.
Milio Mariño /La Nueva España / Artículo de Opinión
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