Milio Mariño
En septiembre, que es un mes de cine, se estrena Elecciones, una película basada en hechos reales que resulta aburrida y no consiguen salvarla ni los actores; dos veteranos con barba que se esfuerzan en una interpretación voluntariosa pero poco brillante.
El final se intuye desde el principio, yo diría que se anticipa, es un episodio triste en el que no hay heroísmo ni mérito que avale la previsible victoria y sirva para ilusionar al público. Al contrario, los contendientes parece como que hubieran recobrado la cordura y sintieran vergüenza del espectáculo y de haber acribillado a sus rivales, y a los espectadores, con reiteradas alusiones al ahorro y la contención del gasto que, de tan trilladas, resultan vacuas, cómicas y hasta grotescas. Todo se reduce a un penoso discurso del miedo que, lejos de expresar algo nuevo, vuelve a repetir lo que dábamos por sabido. Y eso aburre, aburre muchísimo.
Avanzada la película, el protagonista adelgaza, muestra un aspecto más joven, otros modales y hasta sonríe, nadie sabe si porque ha vuelto de vacaciones o por mandato de su asesor de imagen. El resultado es que un día se presenta como si acabara de despertar de una pesadilla y se sintiera avergonzado de haber linchado a su rival y vecino, a quien se apresta a suceder en el cargo.
Después de una pesadilla es normal que cualquiera sienta vergüenza y se apresure a olvidarla. La capacidad humana para negar o sepultar lo insoportable es tan grande que, incluso, hemos inventado la amnesia. Y de eso se sirve el protagonista. No obstante, el eco de sus fantasmales lamentos y aquella capacidad para negar la realidad pavoneándose, allá por donde iba, de que seria capaz de arreglarlo todo con su majestuosa presencia y la confianza que, por si sola, genera, resuena en sus oídos y parece que fuera la causa de un balbuceo nervioso que le pone en evidencia y no puede disimular aunque quiera.
La impresión es que el público advierte esos cambios - de discurso, de actitud y hasta de imagen- y le cuesta más de lo acostumbrado ponerse del lado del protagonista y aceptarlo como un líder. No entusiasma, ni consigue ilusionar, quizá porque no logra desprenderse de un cinismo del que había echado mano, para justificarse y justificar su actitud, y en el que fue creciendo hasta que le resultó insoportable e inútil para articular una propuesta minimamente creíble.
El público no acaba de convencerse. Acepta, a regañadientes, lo que los guionistas le ofrecen pero, en el fondo, conserva la creencia de que, quien presentan como villano, no fue un incapaz sanguinario que arrasó las arcas del Estado y esquilmó a los más débiles por ignorancia y falta de escrúpulos. En su fuero interno, el espectador intuye que el protagonista, y virtual vencedor, se sirvió de las circunstancias, oculta la letra pequeña y sus palabras, no es ya que apenas convenzan, sino que suenan a falsas nada más salir de su boca.
La película tendrá su público, nadie lo duda, pero no podemos decir que ilusione ni genere muchos aplausos.
Hecha la crítica imagino cual será la pregunta: ¿Hay, acaso, alguna mejor en cartel? No mucho la verdad. Si, como digo, esta nos da cien patadas la siguiente no baja de noventa y ocho. Que son muchas, una barbaridad, pero habrá quien piense que, al menos, se ahorra dos puntapiés.
Milio Mariño / Artículo de Opinión
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