Milio Mariño
Mientras daba una vuelta por nuestra más que centenaria exposición de ganado, que ya visitaba en Las Meanas y sigo haciéndolo en La Magdalena, me vi, allí mismo, atado al pesebre como un toro manso al que lo traen y lo llevan sin que le esté permitido poner reparos a la voluntad del granjero.
Hay que ver hasta donde hemos llegado, pensaba acordándome de lo que había leído en el periódico que llevaba en la mano. Los ricos que, salvo unos pocos, no son tontos, se han dado cuenta de que la vaca se está quedando sin leche y les ha faltado tiempo para proclamar a bombo y platillo que están dispuestos a pagar más impuestos para que los gobiernos compren pienso y los animales vuelvan a ser rentables. Hablo de los ricos extranjeros, que los españoles siempre fueron más partidarios de las ovejas y los corderos que de las vacas lecheras. Algunos muestran cierta afición por los toros, pero solo desde el punto de vista taurino, es decir para disfrutar con la faena de llevarlos al ruedo, y que los toreen y acaben con ellos previa estocada y posterior descabello. Así se explica que no hayan seguido el ejemplo de sus colegas pues, en su opinión, la solución a esta crisis, antes que por aflojar la pasta para que las vacas tengan pienso y puedan seguir dando leche, pasa por sacrificar a los borregos.
Ateniéndonos al más estricto liberalismo están en su derecho. Cada cual puede gestionar la granja según su criterio. Es más, habrá quien defienda que las prioridades han de establecerse de acuerdo con las circunstancias. En Asturias, por ejemplo, los toros y las vacas son mayoría pero en el conjunto de España las ovejas y los borregos ganan por goleada. Hasta en Madrid, que ya es decir, las ovejas y los corderos duplican la población de vacuno.
Pero bueno, a lo que iba, que a mí se me va el santo al cielo y comienzo hablando de economía y acabo hablándoles de animales. A lo que iba, cuando les contaba que paseando por La Magdalena me había sentido animal de granja, era a comentarles la noticia de que 16 directivos de grandes empresas habían sugerido a sus Gobiernos la conveniencia de que les subieran los impuestos para superar la difícil coyuntura de esta crisis económica. Lo cual a usted y a mí, que no somos atletas mentales, ya se nos había ocurrido. Pero no es eso lo que me da rabia. Que no nos hagan caso entra dentro de lo sensato, pero que nadie del gobierno ni de la oposición hubiera tenido la idea de que antes de seguir apretándonos el cuello mejor sería que los ricos se aflojaran el bolso, es para correrlos a gorrazos.
¿Qué quienes podrían hacer ese gesto? No me gusta señalar pero podrían ser los cien que el pasado mes de noviembre fueron a ver al Rey y, a la salida, exigían reformas y ajustes de todo tipo sin mencionar que estuvieran dispuestos a rascarse el bolsillo. Recuerdo que iniciaban su manifiesto con un proverbio asiático: «Cuando empieza a soplar el viento, algunos corren a esconderse y otros construyen molinos». Es lo que hacen mientras nuestros políticos siguen haciendo el Quijote. Mire vuestra merced que aquellos que lo parece no son gigantes, son molinos, les decimos. Pero nada, ni caso.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
lunes, 29 de agosto de 2011
martes, 23 de agosto de 2011
Muerte accidental de un ciclista
Milio Mariño
Que haya empezado La Vuelta, que los futbolistas estén en huelga y que tengamos todavía recientes las declaraciones de ese futbolista del Sporting que se declaraba antisistema, me trajo a la memoria una trágica y bonita historia que leí hace años. La de un ciclista que ganó dos Tours de Francia y se manifestaba, radicalmente, de izquierdas.
Son casos distintos que no tienen nada en común, pero como estamos en verano, se corre La Vuelta a España, me gusta contar historias y supongo que no conocen la de Ottavio Bottecchia, me tomo la libertad de contarla.
Ottavio Bottecchia era un ciclista italiano que, cuando ganaba una carrera, aprovechaba para decir que era antifascista y radicalmente de izquierdas, lo cual molestaba a Mussolini hasta el punto de que llegó a prohibirle correr en el Giro de Italia. Así es que Botteccia acabó por emigrar a Francia, donde ganó dos Tours y murió en circunstancias extrañas. Un día lo encontraron inconsciente, tirado en el suelo, al borde de un viñedo. Dijeron que se había caído mientras entrenaba. Esa fue la versión oficial, una versión que corroboraron dos médicos certificando que había muerto de insolación. Sin embargo ciertos indicios, como la posición de su cuerpo y que la bicicleta estuviera alejada, motivaron algunas sospechas. Hubo quien sospechó que podía haber sido asesinado por su abierta oposición al régimen de Mussolini, que ya le había supuesto muchos problemas y varias amenazas de muerte.
Veinte años después se descubrió que Bottecchia había muerto asesinado y, aunque la causa de su muerte no cabe atribuirla a la ideología política, el asesinato quedó impune por ser Bottecchia quien era.
A Bottecchia lo mató un rico terrateniente, el propietario de la viña, que lo sorprendió comiendo uvas y le asestó un bastonazo en la nuca que lo dejo medio muerto. Acabó de morir en el hospital de Gemona pero, curiosamente, el móvil del crimen tampoco fue que estuviera robando uvas, fueron los celos. El terrateniente conocía a Ottavio y sospechaba que se entendía con su mujer.
Los hechos que figuraban en el dossier inicial ya hacían presuponer que el ciclista no había muerto de insolación pero la policía archivó el caso cuando conoció la identidad del posible asesino y la del asesinado.
Ottavio Bottecchia era casi analfabeto. Aprendió a leer cuando se hizo ciclista profesional, a los 28 años, ayudado por un amigo y movido por la curiosidad de saber qué decían de él los periódicos. Hasta entonces había trabajado de albañil para poder ganarse la vida. Llegó a ser lo que hoy llaman un «hombre Tour». Un ciclista insensible a las inclemencias del tiempo, inmune a la enfermedad y con una resistencia y un coraje excepcionales. No tenía ningún punto débil: rodaba, sprintaba, y sobre todo escalaba. Ganó el Tour dos veces, un Tour al que se dedicaba con una entrega total ya que Mussolini no le dejaba correr en Italia.
Soy un obrero de la bicicleta, llegó a decir Bottecchia en lo alto del podio de París, con la fiereza propia de sus orígenes. Tenía muy clara su condición. Más clara que la mayoría de los ciclistas y futbolistas de ahora que, mejor o peor pagados, se olvidan de sus raíces y trabajan para un equipo que no deja de ser una empresa, que los emplea como obreros, aunque crean que son ellos los empresarios.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
Que haya empezado La Vuelta, que los futbolistas estén en huelga y que tengamos todavía recientes las declaraciones de ese futbolista del Sporting que se declaraba antisistema, me trajo a la memoria una trágica y bonita historia que leí hace años. La de un ciclista que ganó dos Tours de Francia y se manifestaba, radicalmente, de izquierdas.
Son casos distintos que no tienen nada en común, pero como estamos en verano, se corre La Vuelta a España, me gusta contar historias y supongo que no conocen la de Ottavio Bottecchia, me tomo la libertad de contarla.
Ottavio Bottecchia era un ciclista italiano que, cuando ganaba una carrera, aprovechaba para decir que era antifascista y radicalmente de izquierdas, lo cual molestaba a Mussolini hasta el punto de que llegó a prohibirle correr en el Giro de Italia. Así es que Botteccia acabó por emigrar a Francia, donde ganó dos Tours y murió en circunstancias extrañas. Un día lo encontraron inconsciente, tirado en el suelo, al borde de un viñedo. Dijeron que se había caído mientras entrenaba. Esa fue la versión oficial, una versión que corroboraron dos médicos certificando que había muerto de insolación. Sin embargo ciertos indicios, como la posición de su cuerpo y que la bicicleta estuviera alejada, motivaron algunas sospechas. Hubo quien sospechó que podía haber sido asesinado por su abierta oposición al régimen de Mussolini, que ya le había supuesto muchos problemas y varias amenazas de muerte.
Veinte años después se descubrió que Bottecchia había muerto asesinado y, aunque la causa de su muerte no cabe atribuirla a la ideología política, el asesinato quedó impune por ser Bottecchia quien era.
A Bottecchia lo mató un rico terrateniente, el propietario de la viña, que lo sorprendió comiendo uvas y le asestó un bastonazo en la nuca que lo dejo medio muerto. Acabó de morir en el hospital de Gemona pero, curiosamente, el móvil del crimen tampoco fue que estuviera robando uvas, fueron los celos. El terrateniente conocía a Ottavio y sospechaba que se entendía con su mujer.
Los hechos que figuraban en el dossier inicial ya hacían presuponer que el ciclista no había muerto de insolación pero la policía archivó el caso cuando conoció la identidad del posible asesino y la del asesinado.
Ottavio Bottecchia era casi analfabeto. Aprendió a leer cuando se hizo ciclista profesional, a los 28 años, ayudado por un amigo y movido por la curiosidad de saber qué decían de él los periódicos. Hasta entonces había trabajado de albañil para poder ganarse la vida. Llegó a ser lo que hoy llaman un «hombre Tour». Un ciclista insensible a las inclemencias del tiempo, inmune a la enfermedad y con una resistencia y un coraje excepcionales. No tenía ningún punto débil: rodaba, sprintaba, y sobre todo escalaba. Ganó el Tour dos veces, un Tour al que se dedicaba con una entrega total ya que Mussolini no le dejaba correr en Italia.
Soy un obrero de la bicicleta, llegó a decir Bottecchia en lo alto del podio de París, con la fiereza propia de sus orígenes. Tenía muy clara su condición. Más clara que la mayoría de los ciclistas y futbolistas de ahora que, mejor o peor pagados, se olvidan de sus raíces y trabajan para un equipo que no deja de ser una empresa, que los emplea como obreros, aunque crean que son ellos los empresarios.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
lunes, 15 de agosto de 2011
Barato de fiestas
Milio Mariño
Al filo de la semana pasada, decía Pepe Monteserín que nuestra inflación de Piraguas, Xiringüelos y Romerías era síntoma de crisis. Casi a la vez, la concejala de Festejos de Avilés, apuntaba que la reducción del gasto, a consecuencia de la crisis, haría que las fiestas fueran más populares y menos contemplativas.
Estamos en lo de siempre, en si la función hace al órgano o es al revés. Da igual porque lo que tenemos es menos dinero y las mismas ganas de divertirnos, así que la alternativa la pintan tan simple como volver a los festejos antiguos o inventar nuevos festejos que tendrían que ser más baratos.
Apuesto por seguir como estamos. Sería un atraso que volviéramos a tirar una cabra desde lo alto del campanario. Y un atraso mayor que optáramos por esos otros festejos que se empeñan en demostrar que seguimos siendo animales. Animales todos somos un poco pero, por extraño que parezca, España ocupa un lugar muy discreto dentro del ranking mundial de festejos tontos y absurdos. El segundo lugar de ese ranking es para la procesión de ataúdes de Santa Marta de Ribarteme y bastante más abajo, en mitad de la tabla, aparecen La Tomatina de Buñol y las Fallas de Valencia. No figuran, dentro del ranking, el Colacho de Castrillo, los encierros, o el Toro de Vega. En cambio ocupan un lugar destacado la Carrera de Quesos Rodantes, de Gloucester, la Carrera de los Hombres Pájaro, de Bognor, y el Campeonato Mundial de Levantamiento de Esposa, con sede en Sonkajärvi, Finlandia. Levantamiento físico, que nadie entienda que se trata de levantarle la señora al prójimo, la prueba consiste en cargar con una mujer a la espalda y recorrer medio kilómetro por un camino embarrado.
Los datos que hemos recopilado confirman que España no es una potencia en cuanto a festejos tontos y absurdos. En eso, como en casi todo, los americanos nos llevan ventaja. No obstante conviene ser precavidos porque como se ha puesto de moda ahorrar a toda costa, no me extrañaría que alguno de los nuevos concejales, que acaban de llegar a los Ayuntamientos, se mostrara dispuesto a importar el «Mooning- Amtrak»; un festejo, a coste cero, que en USA está haciendo furor.
El «Mooning-Amtrak» se celebra, desde hace ya treinta años, el segundo sábado de julio, en Laguna Niguel, un pueblo de California. Consiste, simple y sencillamente, en que la gente se sitúa a lo largo de una pequeña ladera, frente a las vías del tren, y enseña el culo a los pasajeros que viajan en el ferrocarril.
La iniciativa ha tenido tanto éxito, en sus dos vertientes, en cuanto al número de personas que se suben al tren para disfrutar viendo culos, como al de quienes se bajan faldas y pantalones para regalar la vista a los viajeros, que las autoridades se han visto obligadas a poner orden pues los participantes, llevados por el entusiasmo, no solo enseñan el culo sino que orinan y defecan en público para regocijo de todos.
Las Piraguas, Romerías, Xiringüelos y Sardinadas, cierto que salen más caras que el popular y, al parecer, divertido festejo americano. Lo malo es que si reducimos el gasto hasta lo que proponen algunos, corremos el riesgo de quedar con el culo al aire. Los programas de Begoña y San Agustín apuntan en ese sentido pero, como hay gente para todo, habrá a quien no le importe.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
Al filo de la semana pasada, decía Pepe Monteserín que nuestra inflación de Piraguas, Xiringüelos y Romerías era síntoma de crisis. Casi a la vez, la concejala de Festejos de Avilés, apuntaba que la reducción del gasto, a consecuencia de la crisis, haría que las fiestas fueran más populares y menos contemplativas.
Estamos en lo de siempre, en si la función hace al órgano o es al revés. Da igual porque lo que tenemos es menos dinero y las mismas ganas de divertirnos, así que la alternativa la pintan tan simple como volver a los festejos antiguos o inventar nuevos festejos que tendrían que ser más baratos.
Apuesto por seguir como estamos. Sería un atraso que volviéramos a tirar una cabra desde lo alto del campanario. Y un atraso mayor que optáramos por esos otros festejos que se empeñan en demostrar que seguimos siendo animales. Animales todos somos un poco pero, por extraño que parezca, España ocupa un lugar muy discreto dentro del ranking mundial de festejos tontos y absurdos. El segundo lugar de ese ranking es para la procesión de ataúdes de Santa Marta de Ribarteme y bastante más abajo, en mitad de la tabla, aparecen La Tomatina de Buñol y las Fallas de Valencia. No figuran, dentro del ranking, el Colacho de Castrillo, los encierros, o el Toro de Vega. En cambio ocupan un lugar destacado la Carrera de Quesos Rodantes, de Gloucester, la Carrera de los Hombres Pájaro, de Bognor, y el Campeonato Mundial de Levantamiento de Esposa, con sede en Sonkajärvi, Finlandia. Levantamiento físico, que nadie entienda que se trata de levantarle la señora al prójimo, la prueba consiste en cargar con una mujer a la espalda y recorrer medio kilómetro por un camino embarrado.
Los datos que hemos recopilado confirman que España no es una potencia en cuanto a festejos tontos y absurdos. En eso, como en casi todo, los americanos nos llevan ventaja. No obstante conviene ser precavidos porque como se ha puesto de moda ahorrar a toda costa, no me extrañaría que alguno de los nuevos concejales, que acaban de llegar a los Ayuntamientos, se mostrara dispuesto a importar el «Mooning- Amtrak»; un festejo, a coste cero, que en USA está haciendo furor.
El «Mooning-Amtrak» se celebra, desde hace ya treinta años, el segundo sábado de julio, en Laguna Niguel, un pueblo de California. Consiste, simple y sencillamente, en que la gente se sitúa a lo largo de una pequeña ladera, frente a las vías del tren, y enseña el culo a los pasajeros que viajan en el ferrocarril.
La iniciativa ha tenido tanto éxito, en sus dos vertientes, en cuanto al número de personas que se suben al tren para disfrutar viendo culos, como al de quienes se bajan faldas y pantalones para regalar la vista a los viajeros, que las autoridades se han visto obligadas a poner orden pues los participantes, llevados por el entusiasmo, no solo enseñan el culo sino que orinan y defecan en público para regocijo de todos.
Las Piraguas, Romerías, Xiringüelos y Sardinadas, cierto que salen más caras que el popular y, al parecer, divertido festejo americano. Lo malo es que si reducimos el gasto hasta lo que proponen algunos, corremos el riesgo de quedar con el culo al aire. Los programas de Begoña y San Agustín apuntan en ese sentido pero, como hay gente para todo, habrá a quien no le importe.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
lunes, 8 de agosto de 2011
La buena sombra
Milio Mariño
Si hay algo que este verano echo de menos no es el sol, es no haber disfrutado de una buena sombra debajo de un árbol. Estamos en la fecha que estamos y ni un solo día, ni uno, pude gozar de ese placer tan barato. Y no pido tanto, la sombra no tendría que ser, necesariamente, la de un nogal, que al decir de los entendidos es la mejor, a mediados de agosto.
Esto que les cuento se me ocurrió comentarlo mientras tomaba un vino con los amigos. Y, al hijo de uno, un joven listísimo que va por las dos carreras y pico, le pareció una extravagancia propia de una generación de prejubilados ociosos que cobran el doble de lo que gana un universitario y les importa un carajo que el país vaya a la ruina.
Estuve por contestarle una grosería pero me contuve y respondí que esa afición por la sombra quizá se deba a que los de mi generación, la misma que la de su padre, damos por hecho que hubo un día en que descendimos de los árboles mientras que los de la suya todavía están calculando la altura y reconociendo el terreno.
Todos estamos nerviosos. Las cosas no mejoran y quizá fuera más propio que les hablara de la prima de riesgo y no de placeres baratos, pero me gusta la sombra y me disgusta que nos amarguen la vida, incluso en agosto. También me disgusta que asesinen árboles. Lo llamo así porque asesinato, y no tala, es como debería llamarse cuando, como sucedió en mi pueblo, se cargan unos cuantos para facilitar el paso de un carril bici. Hace bien la asociación de vecinos de Salinas en denunciar dos, tres o las veces que hagan falta. La tropelía no debería quedar impune. Sobre todo teniendo en cuenta que a los árboles les pasa como a nosotros con los bancos y las agencias de calificación, que están a merced del que manda y tiene la motosierra.
Más le valdría, a quien fuera el que dio la orden de talar esos árboles, tomar nota de lo que hacen en Cheraw, Carolina del Norte, donde el Ayuntamiento impone la multa, a cualquiera que sorprenda borracho o portándose de manera incívica, de plantar un árbol y cuidarlo hasta que empiece a crecer sin problemas.
Habrán advertido, supongo, que los árboles son mi debilidad; me gustan todos. Aunque, bueno, tampoco les oculto que tengo mis preferencias; me gustan más unos que otros. De todas maneras no llego a tanto como Carlos Navarrete, aquel diputado del PSOE que, en una sesión del Congreso, dijo que el eucalipto era un árbol de derechas. Cierto que no lo escogería para cobijarme bajo su sombra, pero lo acepto y hasta informo de su presencia a quienes están confundidos. De veras que sí. Prueba de lo que digo es que hará dos o tres años estaba en un área recreativa, cercana a la costa, cuando dos señoras se bajaron de un coche y una le dijo a la otra: «Ves que distinto es Asturias, ves lo raros que son aquí los chopos».
Y tanto señora. Eso que usted llama chopos son eucaliptos, advertí de forma amable, sin extenderme en la adscripción política que les atribuye el señor Navarrete, ni alertarlas del peligro que supone confundirlos con otros árboles. Eran otros tiempos, de aquella nadie imaginaba lo de Álvarez-Cascos.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
Si hay algo que este verano echo de menos no es el sol, es no haber disfrutado de una buena sombra debajo de un árbol. Estamos en la fecha que estamos y ni un solo día, ni uno, pude gozar de ese placer tan barato. Y no pido tanto, la sombra no tendría que ser, necesariamente, la de un nogal, que al decir de los entendidos es la mejor, a mediados de agosto.
Esto que les cuento se me ocurrió comentarlo mientras tomaba un vino con los amigos. Y, al hijo de uno, un joven listísimo que va por las dos carreras y pico, le pareció una extravagancia propia de una generación de prejubilados ociosos que cobran el doble de lo que gana un universitario y les importa un carajo que el país vaya a la ruina.
Estuve por contestarle una grosería pero me contuve y respondí que esa afición por la sombra quizá se deba a que los de mi generación, la misma que la de su padre, damos por hecho que hubo un día en que descendimos de los árboles mientras que los de la suya todavía están calculando la altura y reconociendo el terreno.
Todos estamos nerviosos. Las cosas no mejoran y quizá fuera más propio que les hablara de la prima de riesgo y no de placeres baratos, pero me gusta la sombra y me disgusta que nos amarguen la vida, incluso en agosto. También me disgusta que asesinen árboles. Lo llamo así porque asesinato, y no tala, es como debería llamarse cuando, como sucedió en mi pueblo, se cargan unos cuantos para facilitar el paso de un carril bici. Hace bien la asociación de vecinos de Salinas en denunciar dos, tres o las veces que hagan falta. La tropelía no debería quedar impune. Sobre todo teniendo en cuenta que a los árboles les pasa como a nosotros con los bancos y las agencias de calificación, que están a merced del que manda y tiene la motosierra.
Más le valdría, a quien fuera el que dio la orden de talar esos árboles, tomar nota de lo que hacen en Cheraw, Carolina del Norte, donde el Ayuntamiento impone la multa, a cualquiera que sorprenda borracho o portándose de manera incívica, de plantar un árbol y cuidarlo hasta que empiece a crecer sin problemas.
Habrán advertido, supongo, que los árboles son mi debilidad; me gustan todos. Aunque, bueno, tampoco les oculto que tengo mis preferencias; me gustan más unos que otros. De todas maneras no llego a tanto como Carlos Navarrete, aquel diputado del PSOE que, en una sesión del Congreso, dijo que el eucalipto era un árbol de derechas. Cierto que no lo escogería para cobijarme bajo su sombra, pero lo acepto y hasta informo de su presencia a quienes están confundidos. De veras que sí. Prueba de lo que digo es que hará dos o tres años estaba en un área recreativa, cercana a la costa, cuando dos señoras se bajaron de un coche y una le dijo a la otra: «Ves que distinto es Asturias, ves lo raros que son aquí los chopos».
Y tanto señora. Eso que usted llama chopos son eucaliptos, advertí de forma amable, sin extenderme en la adscripción política que les atribuye el señor Navarrete, ni alertarlas del peligro que supone confundirlos con otros árboles. Eran otros tiempos, de aquella nadie imaginaba lo de Álvarez-Cascos.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
lunes, 1 de agosto de 2011
El mes de Augusto
Milio Mariño
Quienes llevan la cuenta del tiempo, y ya son viejos, aseguran que no vieron, nunca, un verano como este. Sostienen que nuestros veranos no son para dormir en pelota y con la ventana abierta pero, entre eso y tiritar ateridos, exigen usar manga corta a la hora del vermú y dejar el jersey para las verbenas. Son fáciles de contentar, solo piden que agosto sea igual que otros años, que coincida, a ratos, con el calendario.
La meteorología no es una ciencia exacta, advierten quienes se encargan de predecir que en agosto tendremos, de nuevo, chubascos. Y, aunque a veces aciertan, insisten en que jamás hacen pronósticos considerando ciertos indicios como la aparición de hormigas con alas, que se lave la cara el gato, que el gallo cante durante el día, o que nos piquen las cicatrices y las antiguas heridas. Tampoco hacen caso del Calendario Zaragozano, que además de hacer sus predicciones con un año de antelación y tener un índice de aciertos similar al de los meteorólogos, informa de cosas tan útiles como que el periodo de gestación de una burra es de trescientos ochenta días.
Aun caben las sorpresas. Y dándole vueltas a esto -al verano friolero, no a lo de la burra- encontré que nuestros antepasados, los primitivos, predecían el tiempo mirando al cielo y rigiéndose por un calendario sencillo basado en la salida y entrada del sol, y las fases de la luna. Así fue en principio pero, a medida que nos fuimos civilizando, todo se fue complicando. Prueba de ello es que hace siglos todos los meses pares, excepto febrero, tenían 30 días y los impares 31, cosa fácil de recordar. Pero Augusto, el emperador, exigió que el octavo mes del año llevara su nombre y, para no ser menos que Julio Cesar, que también tuviera 31 días. Y los tiene pero a costa de que quitarle un día a febrero.
Hicieron tantos apaños que agosto era entonces el sexto mes del año y no como ahora que es el octavo, así que quién sabe si nuestros reproches no serán injustificados. Otro tanto se puede decir de las predicciones meteorológicas que se empeñan en revestirlas con un halo científico pero quizá sean como comentan en ese cuento que no sé si conocen. Ese que se refiere a unos indios que vivían en una remota reserva y preguntaron a su joven y nuevo jefe si el invierno sería frío o templado. Y el jefe, que había ido a la universidad pero nadie le había enseñado los viejos secretos de la naturaleza, por más que miraba al cielo, no lograba arrancarle ni una pista sobre el tiempo que haría en invierno. Así que, para salir del paso, les dijo que el invierno seria frío y debían recoger mucha leña. No obstante, cuando quedó a solas, telefoneó al Servicio de Meteorología y preguntó como pensaban que iba a venir el invierno. Bastante frío, respondió el meteorólogo, de modo que el jefe volvió con su gente y les ordenó que juntaran todavía más leña, porque el invierno seria tremendo.
Dos semanas más tarde, llamó nuevamente al Servicio de Meteorología para preguntarles si estaban absolutamente seguros de que el invierno seria muy frío. Absolutamente, sin duda alguna, respondió el meteorólogo. ¿Y cómo pueden estar tan seguros? Volvió a preguntar, extrañado. Pues muy sencillo… Porque los indios no paran de recoger leña.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
Quienes llevan la cuenta del tiempo, y ya son viejos, aseguran que no vieron, nunca, un verano como este. Sostienen que nuestros veranos no son para dormir en pelota y con la ventana abierta pero, entre eso y tiritar ateridos, exigen usar manga corta a la hora del vermú y dejar el jersey para las verbenas. Son fáciles de contentar, solo piden que agosto sea igual que otros años, que coincida, a ratos, con el calendario.
La meteorología no es una ciencia exacta, advierten quienes se encargan de predecir que en agosto tendremos, de nuevo, chubascos. Y, aunque a veces aciertan, insisten en que jamás hacen pronósticos considerando ciertos indicios como la aparición de hormigas con alas, que se lave la cara el gato, que el gallo cante durante el día, o que nos piquen las cicatrices y las antiguas heridas. Tampoco hacen caso del Calendario Zaragozano, que además de hacer sus predicciones con un año de antelación y tener un índice de aciertos similar al de los meteorólogos, informa de cosas tan útiles como que el periodo de gestación de una burra es de trescientos ochenta días.
Aun caben las sorpresas. Y dándole vueltas a esto -al verano friolero, no a lo de la burra- encontré que nuestros antepasados, los primitivos, predecían el tiempo mirando al cielo y rigiéndose por un calendario sencillo basado en la salida y entrada del sol, y las fases de la luna. Así fue en principio pero, a medida que nos fuimos civilizando, todo se fue complicando. Prueba de ello es que hace siglos todos los meses pares, excepto febrero, tenían 30 días y los impares 31, cosa fácil de recordar. Pero Augusto, el emperador, exigió que el octavo mes del año llevara su nombre y, para no ser menos que Julio Cesar, que también tuviera 31 días. Y los tiene pero a costa de que quitarle un día a febrero.
Hicieron tantos apaños que agosto era entonces el sexto mes del año y no como ahora que es el octavo, así que quién sabe si nuestros reproches no serán injustificados. Otro tanto se puede decir de las predicciones meteorológicas que se empeñan en revestirlas con un halo científico pero quizá sean como comentan en ese cuento que no sé si conocen. Ese que se refiere a unos indios que vivían en una remota reserva y preguntaron a su joven y nuevo jefe si el invierno sería frío o templado. Y el jefe, que había ido a la universidad pero nadie le había enseñado los viejos secretos de la naturaleza, por más que miraba al cielo, no lograba arrancarle ni una pista sobre el tiempo que haría en invierno. Así que, para salir del paso, les dijo que el invierno seria frío y debían recoger mucha leña. No obstante, cuando quedó a solas, telefoneó al Servicio de Meteorología y preguntó como pensaban que iba a venir el invierno. Bastante frío, respondió el meteorólogo, de modo que el jefe volvió con su gente y les ordenó que juntaran todavía más leña, porque el invierno seria tremendo.
Dos semanas más tarde, llamó nuevamente al Servicio de Meteorología para preguntarles si estaban absolutamente seguros de que el invierno seria muy frío. Absolutamente, sin duda alguna, respondió el meteorólogo. ¿Y cómo pueden estar tan seguros? Volvió a preguntar, extrañado. Pues muy sencillo… Porque los indios no paran de recoger leña.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
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