Milio Mariño
Cuando Serrat cantaba aquello de: «niño deja ya de joder con la pelota», los niños eran más educados que ahora. Había algunos, como el que, seguramente, inspiró a Juan Manuel, que molestaban y daban la vara pero usted iba a un restaurante y los encontraba sentados, portándose como personas. Ahora no, ahora van cargados de juguetes y juegan a sus anchas mientras sus padres comen sin inmutarse y los demás echan pestes. Toca joderse porque si les reclama un mínimo de educación le acusan de intolerante. Lo civilizado es aceptar que los niños tomen el comedor por un parque de atracciones y que usted les aplauda.
Lo del restaurante vale, también, para los aviones, los aeropuertos o cualquier recinto cerrado. No sé quién, pero alguien debería hacerles ver a esos padres la diferencia entre un niño inquieto, educado, y otro asilvestrado o semi salvaje.
La culpa, claro está, no es de los niños, es de los padres. De algunos, por supuesto, pero algunos bastantes porque la excepción confirma lo que no debería ser regla, que los padres entiendan que sus hijos tienen derecho a portarse como les venga en gana.
Con todo, eso no es lo peor. Lo peor viene cuando los niños, a juicio de los padres, se portan mejor de lo que debieran. Y ahí quería llegar porque cualquiera que vaya a ver un partido de fútbol entre alevines o infantiles sabrá de qué hablo. Habrá comprobado que muchos padres reclaman de sus hijos una conducta que nada tiene que ver con la práctica del deporte. «Dale fuerte», o «Machácalo», son gritos que abundan y se mezclan con órdenes de hazle esto o lo otro, insultos al arbitro, y a los contrarios, y estallidos histéricos de las madres que, en ocasiones, son incluso más radicales, posiblemente porque entienden como una agresión contra su hijo cualquier lance normal de juego.
Esto que les comento viene siendo una queja constante de los responsables del fútbol modesto, que se las ven y se las desean para tratar con algunos padres. Y lo que te rondaré morena porque si lo traigo aquí es por la sorpresa que me llevé al leer una noticia que apareció estos días, en letra pequeña, pero que, en mi opinión, tiene una gran trascendencia.
Brahim Abdelkader Díaz, es un niño, de 11 años de edad, que la semana pasada ha sido fichado por el Málaga CF, mediante un contrato suscrito con su padre, a razón de 10.000 euros este año y 20.000 el que viene, más la puesta a disposición de la familia de una confortable vivienda y todos los gastos que la misma conlleve, así como los que correspondan a la educación del chico. No se incluye en el contrato pero también ha tenido que ver, en la decisión final, la promesa de un nuevo contrato laboral para el padre y alguna propina para el abuelo, que es quien lleva al niño a entrenar y lo acompaña en las salidas del equipo.
Seguramente que en ese espejo se mirarán muchos padres. Ahí lo tienen: con 11 años, ganando una pasta y facilitando la vida a su familia. Y todo por darle patadas a la pelotita. Esperemos que el triunfo inmediato y la obtención de dinero no hagan que el niño desarrolle un sentimiento de superioridad y un estilo de vida que lo conviertan en un energúmeno.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
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