Milio Mariño
Hace un par de semanas, un juez de Oviedo dictó una sentencia en la que declaraba que los funcionarios no pueden dirigir escritos en bable a los órganos administrativos en los que prestan sus servicios. Cuestión que el Tribunal Constitucional había resuelto, hacía apenas un mes, reconociendo la validez del artículo 4 de la ley de Uso del Asturiano y, por tanto, el derecho a que cualquier ciudadano pueda utilizar dicha lengua para expresarse de forma verbal, o por escrito, ante las autoridades, los políticos o quien considere oportuno. Es por eso que la sentencia de Oviedo ha sido objeto de numerosas críticas y comentarios, pues a la vista de lo que el juez resuelve parece desprenderse que cuando un funcionario actúa como tal, deja de ser ciudadano.
Sorprenderá que lo diga un juez, pero algunos ya lo sospechábamos, lo que pasa que no nos atrevíamos a manifestarlo por miedo a incurrir en malos entendidos y ser tildados de sectarios, xenófobos y cosas por el estilo. Dije algunos y posiblemente me quede corto porque la sospecha se me antoja bastante extendida y la razón de que muchos pensemos así no se debe, sólo, al hecho de habernos topado, alguna vez, con esos, y esas, perdonavidas de ventanilla que te hablan como si fueras tonto, si es que te hablan, o simplemente te gruñen. Tampoco por el trato que uno recibe, y la sensación que le queda en el cuerpo cuando el mismo médico de la Seguridad Social que te despacha con dos palabras se vuelve superamable y se deshace en explicaciones si acudes a su consulta privada. Todo eso influye, claro que influye, pero, por si fuera poco, lo que determina el convencimiento, casi definitivo, de que los funcionarios no deben ser ciudadanos, a semejanza del resto, es el trato que reciben de su patrono el Estado. Un Estado que nos exige lo que no está escrito pero permite que quienes trabajan para él, y para nosotros, sigan haciéndolo sin que les afecte la crisis ni las exigencias de productividad, responsabilidad, horario y todas las que rigen para quienes trabajan en cualquier empresa que no sea pública.
España necesita, de forma urgente, una reforma de la Administración. Pero no una reforma en el sentido de reducir el número de empleos, pues en eso aún estamos por debajo de la media europea, sino en el de que los funcionarios tengan los mismos derechos y las mismas obligaciones que el resto de los ciudadanos. Que sean, de verdad, aquello que decían los atenienses de los suyos, allá por el siglo IV a. de C., «sirvientes» de la ciudadanía.
La sospecha, como dije al principio, parte de que nuestra percepción, hablando siempre en términos generales, es que los funcionarios se aprovechan de su condición para servirse antes que para servirnos. Por eso que no considero que la controvertida sentencia del Juzgado numero 3 de Oviedo sea ningún escándalo. Imagino que el juez debió pensar, porque los jueces también piensan y, a veces, tienen incluso arrebatos de lucidez, que ya está bien. Que los funcionarios ya disfrutan de bastantes privilegios como para permitirles que puedan expresar una queja nada menos que en asturiano.
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