lunes, 19 de abril de 2010

Memoria histérica

Esta semana pasada, coincidiendo con el aniversario de la República, hemos vuelto a lo que decía Franco cuando pescaba salmones en Cornellana: somos el asombro de Europa. De Europa y parte del extranjero, pues cuanto más lejos de nuestras fronteras menos se explican que aún haya gente en España que se pone de los nervios cuando oye hablar de la Guerra y los cuarenta años de dictadura. Un asunto que fue despachado, al final de los setenta, con una ley de borrón y cuenta nueva por aquello de no liarla y tener la fiesta en paz con la democracia. Actitud que volvió a repetirse cuando el pueblo decidió tirar por la calle de en medio y darle el primer Gobierno a un partido que no era de izquierdas ni de derechas, sino una mezcla que resultó menos franquista y más democrática que quienes ahora se proclaman de centro.

La causa de que hayamos vuelto a ser noticia por lo mismo que cuando Franco se mojaba el culo para pescar peces en nuestros ríos se debe a que una buena parte de la derecha sigue considerándose heredera de aquellos tiempos y aún no se ha atrevido a romper con el franquismo ni a reconocer que para instaurar y mantener dicho régimen se cometieron atrocidades que cualquier persona decente condenaría sin paliativos. Dejar que aquellos hechos sigan impunes supone una prevaricación manifiesta contra la honradez ética y contra lo que en Francia, Alemania, Italia y otros muchos países hicieron al respecto de quienes, por ideología y conducta, eran hermanos gemelos de los que aquí camparon a sus anchas.

No se trata, pues, como algunos pretenden hacer creer, de alimentar viejos rencores ni venganzas o revanchismo. Se trata, simple y llanamente, de un acto de justicia que, a estas alturas, no tendría otro efecto que el simbólico. Puro simbolismo, pero parece que hasta eso molesta. Molesta que, aunque sólo sea en el papel, treinta y tantos años después de aquella ley que se firmó con el ruido de sables como música de fondo, alguien se atreva siquiera a plantear que deberíamos cerrar ese triste capítulo de nuestra historia devolviendo el honor a quienes nunca debieron perderlo.

Eso es lo que está en juego. A mí, y supongo que a bastantes más, lo que le suceda a Garzón nos importa un bledo. Por encima de si hay o no razones para enjuiciarlo, está la nueva condena que se infringe a los vencidos. No es extraño, por tanto, que la prensa extranjera comentara que se ha señalado como penalti lo que no deja de ser una caída en el área, similar a otras muchas en las que el árbitro miró para otro lado. Digo esto porque, aplicando el mismo criterio, habría que enjuiciar, por prevaricadores, a todos los que juraron defender los Principios del Movimiento y luego se lo cargaron. Todavía hay por ahí unos cuantos y alguno ocupando las más altas jerarquías del Estado. Así que menos cogérsela con papel de fumar y más sensatez y sentido común. Será difícil, lo sé. Sobre todo si los jueces insisten, como parece, en ser protagonistas y se sienten más a gusto como poder dictatorial que como poder democrático.

Milio Mariño / La Nueva España /Opinión/ 19-04-2010

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