Milio Mariño
Los anuncios, las ofertas y toda la propaganda que nos inunda estos días me ha devuelto la nostalgia por aquella Semana Santa que abolía la diversión mundana y nos obligaba a cambiar de vida hasta que Cristo resucitaba. Era, como recordarán, una imposición de la dictadura pero los pobres salíamos de la rutina sin gastarnos una peseta. Salíamos gratis, cosa que ahora resulta imposible porque si uno quiere cambiar de vida, aunque solo sea de Jueves Santo a Lunes de Pascua, necesita una fortuna. Necesita lo que no tiene, de modo que tocará resignarse y recurrir a lo de siempre: a pasear para mejorar nuestra salud y comer el plato del día en un chigre de alta montaña donde, con un poco de suerte, evitaremos tropezarnos con algún conocido, incluido ese vecino que, no sabemos como lo hace pero se las arregla para vivir mejor que nadie.
Difícil, muy difícil, se puesto para el común de los mortales y los damnificados por esta crisis superar la Semana Santa y regresar a lo cotidiano sin contraer una depresión de caballo. La televisión volverá, seguramente, a mostrarnos imágenes de playas abarrotadas, colas en las autopistas, aeropuertos de bote en bote y gente pasándolo pipa como si este país fuera Jauja. Como si disfrutar a cuerpo de rey estos días hubiera dejado de ser un lujo para convertirse en una obligación inexcusable. Algo a lo que uno está obligado si no quiere ingresar, por méritos propios, en el club de los marginados.
Hace falta mucha imaginación, muchísima, para darles un toque exótico a las jornadas gastronómicas de turno, las procesiones de Asturias, las carrozas de todos los años y comer en la calle el lunes de Pascua, de modo que parezca la opción elegida y no una imposición más detestable que aquella que recordamos de la odiosa dictadura.
Deseábamos tanto la abolición de las imposiciones que no imaginábamos, ni por asomo, que la libertad pusiera como condición, para poder disfrutarla, la exigencia de tener en caja más dinero que el indispensable para cubrir nuestras necesidades. Estábamos, como en otras muchas cosas, equivocados. La libertad, no recuerdo si lo leí en algún sitio o lo invente yo mismo, es como un huevo frito, demanda la presencia de cierta guarnición, presumiblemente patatas fritas acompañadas de un buen chorizo, que complemente su presencia cromática y redefina su contexto dotándolo de más sabor y de un marco referencial que reafirme su presencia.
Antes, cuando estos días nos preparábamos para ver películas de historia sagrada y escuchar música clásica, pensábamos que la libertad traería una Semana Santa distinta, pero resulta que el dinero es quien hace la Pascua. El dinero justifica el sufrimiento de esta y todas las semanas del año. Esas son las reglas. Unas reglas que aceptamos aun a sabiendas de que el sacrificio colectivo sirve, únicamente, para engrosar el botín de unos pocos que se siguen divirtiendo como se divertían cuando nosotros pensábamos que estaba al caer el día en qué podríamos festejar la Semana Santa con la libertad del que hace lo que le viene en gana sin que nada le coarte.
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