Vuelve septiembre y sigo a vueltas con algo a lo que ya me referí hace semanas y en lo que insisto por ese empecinamiento que evidenciamos los testarudos. Y también, todo hay que decirlo, porque hubo quién me paró en la calle y me acusó de ser excesivamente parcial cuando escribo de la política y los políticos. No se lo tomé en cuenta; supongo que tendrá razón. Los imparciales, todos los que presumen de ser, siempre, objetivos y aquellos que manifiestan que les da igual quien gobierne, suelen proclamarse neutrales pero ponen velas a diario para que gobiernen los suyos. Aspiración que considero legítima y que nunca entenderé cómo es que la ocultan cuando, además, se les nota muchísimo.
Presumir de imparcial, de ser, siempre, objetivo y de mantener una postura equidistante entre la izquierda y la derecha, lejos de situar, a quién lo proclama, en el centro, lo escora del lado diestro en su posición más extrema. Así que nunca entenderé por qué los hay que se disimulan a si mismos, y enseñan la patita blanca, cuando todos sabemos del pie que cojean. Debe ser cuestión de estilo. Un estilo que no comparto, entre otras cosas, porque me parece más honesto que cada cual diga lo que piensa sin vestirlo de una supuesta imparcialidad con la que, tratando de cubrir sus espaldas, suelen quedar con el culo al aire.
Reconozcámoslo, o no, todos somos más parciales que imparciales. Dicho esto voy a lo que iba cuando advertía que mi testarudez me llevaba a insistir sobre lo dicho; sobre la tristeza de una clase política que ha vuelto a suspender, en septiembre, esa asignatura que lleba sin aprobar ni se sabe: la falta de estilo.
El estilo, no está por demás recordarlo, es un modo peculiar de conducta que huye de la moda y se asienta en los cimientos de la elegancia. Una elegancia de la que no hacen gala la mayoría de nuestros políticos porque ser elegante supone renunciar a lo ocasional, lo pintoresco, el accidente o el chascarrillo, para conducirse de forma sobria, rigurosa y, al mismo tiempo, amable.
Por eso digo, y aquí tal vez vuelvan a acusarme de parcialidad, que no es elegante que en el PP abunden las caras largas, los malos modos y esa especie de odio y desafio permanente del que tanto presumen cuando hacen declaraciones a cualquier medio.
Viene de largo que el PP utilice el enfado contra todos los que no son de su cuerda. Es costumbre que, cuando están en la oposición, utilicen la agresividad y no les duelan prendas a la hora de implicar a las más altas instituciones del Estado, incluido la utilización del terrorismo con fines partidistas. Lo hicieron en la legislatura pasada, alentando y sosteniendo sospechas falsas sobre el 11-M, y han vuelto a las andadas ahora que se han dado cuenta de que tienen a más de cien cargos políticos imputados por corrupción.
El truco es tan viejo, y tan vulgar, que causa sonrrojo que vuelvan a usarlo. En política, y en la vida, el enfado es una maniobra intimidatoria que parte del supuesto de que, quién se muestra enfadado, intimida a su interlocutor de modo que siempre se arruga un poco. La táctica es tan primitiva que ya la utilizaban los que llegaban a su casa a las tantas, con dos copas de más, y se ponían a echar pestes contra todo para que la parienta no les preguntara de dónde venían ni que habían hecho para llegar a esas horas.
Milio Mariño
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