Ahora que casi se nos ha ido el verano se me ocurre que para inventar deportes raros no los hay como los ingleses. Lon ingleses, seguramente que por efecto del clima - diez días nublados y uno de sol- inventaron el sport: el fútbol, el críket, el polo y eso de correr prado abajo detrás de un queso o atravesar por el fango con una señora a cuestas. Pero, claro, no solo los ingleses tienen ingenio para inventar deportes nuevos, también nosotros inventamos. Y, cómo muestra, ahí están los partidos de solteros contra casados y el concurso de lanzamiento de azadón, en Jumilla, que ya va por la edición catorce y cuenta con unas categorias de participantes que son para ponerlas en un cuadro: machotes, marías, mozicos, chaches y zagalitos.
El ingenio español no tiene límites porque además de las animaladas que adornan las fiestas de no pocos pueblos también es nuestro el concurso de romper sandias con la cabeza; prueba organizada durante años en la localidad de Chinchilla y copiada por un país tan civilizado como Australia que es, en este momento, quien ostenta el record mundial, pues John Allwood, un joven australiano de 29 años, fue capaz, hace poco, de romper 40 sandias con la cabeza en apenas un minuto.
No debe extrañarnos que proliferen éstas y otras competiciones de lo más absurdo. Viene de largo que el ser humano quiera superarse y llegar cada vez más lejos. Por eso inventó la competición, para poner a prueba sus habilidades comparándolas con las de otros. Comparación en la que uno, además de salir perdiendo, queda con la moral por los suelos. No fue el caso que paso a comentarles porque hace ya ni se sabe que no estoy en edad de competir pero, tal vez por eso, no deja de maravillarme que el ser humano sea capaz de conseguir lo que nunca nadie hubiera imaginado. A las pruebas me remito porque no hubiera imaginado, ni en un sueño raro, que en Londres, San Francisco y Copenhague se celebre, desde hace años, el Masturbatón. Prueba que va por su novena edición y que, cómo su nombre indica, consiste en qué los concursantes se masturben de cara al público todo lo que humanamente puedan. Y vaya que si pueden porque el campeón actual, Masanobu Sato, que se desplazó desde Tokio para defender su título mundial, estuvo dándole al manubrio nada menos que durante 9 horas y 33 minutos. Una exageración, pienso yo. Un record que parece imposible y más cuando uno se entera de que los participantes son sometidos a un control antidoping que ríase usted del que pasan los ciclistas cuando corren el Tour de Francia. Nada de pastillas ni de hierbas o brebajes estimulantes; compiten limpios de polvo y paja.
Compiten cómo hay que competir. El secreto, según declaró a la prensa el afamado sex-coach Ed Ehrgott, entrenador del campeón actual, es mucho entrenamiento, esmerarse en el calentamiento previo, ir despacio y controlar la respiración. Siguiendo esas pautas, opina el señor Ehrgott que cualquiera puede llegar muy lejos, aunque no se yo si tanto como Flint Grasewood, que cuando eyaculó lo hizo a la impresionante distancia de 1,63 metros, alzándose con el título mundial en una de las disciplinas del campeonato pues no solo se compite en cuanto a la duración, también cuenta el estilo y la potencia final.
La prueba, cuentan las crónicas, fue seguida por un numeroso y entusiasta público lo cual demuestra, si no es que no estaba claro, que hay gente pa too.
Milio Mariño
domingo, 27 de septiembre de 2009
domingo, 13 de septiembre de 2009
La crisis, de la industria del chiste, es cosa seria
Los sociólogos, y quienes estudian los comportamientos sociales, aun no han sido capaces de sacudirse ciertos prejuicios que mediatizan sus investigaciones hasta el punto de que solo se ocupan de lo que, equivocadamente, entienden por temas serios. Una limitación absurda que está privándonos de conocer estadísticas, y datos fiables, en cuanto a cómo y en qué medida la industria del chiste se ha visto afectada por esta crisis.
A falta de esos datos no cabe otra que recurrir a nuestro entorno y el resultado no puede ser más desolador pues son legión quienes afirman que este verano, nadie, ni siquiera ese amigo gracioso que todos tenemos, les ha contado un chiste.
Hace apenas un año no digo a diario pero, al menos, los viernes y los sábados, siempre te contaban alguno. Hubo épocas, incluso, cuando la economía estaba de cine, que no esperaban a verte para contarlo, te lo contaban por teléfono. No se desanimaban ni aunque insistieras diciendo que ya te lo habían contado. Te lo contaban igual. Y tenías que reirte, claro, porque queda feo poner cara de palo y más cuando todo el mundo sabe que quien disfruta realmente de los chistes es el que los cuenta, no quien los escucha.
El caso es que todo apunta a que la industria del chiste se ha visto especialmente afectada por esta crisis y si aun no han saltado las alarmas se debe, unicamente, a que, al no disponer de datos oficiales, no podemos saber con certeza cual ha sido el impacto real. Circunstancia a la que conviene añadir que se trata de una industria de muy difícil localización pues, al igual que yo, supongo que también ustedes se habrán preguntado dónde se fabrican los chistes.
Que se fabrican no caabe duda, ahora dónde sigue siendo un misterio. Especulaciones se hicieron muchas pero nunca se llegó a consenso alguno. Se habló del sur y de varias industrias que tendrían allí sus talleres de fabricación y hasta sus laboratorios de I+D, pero el hecho de que el mismo chiste, con algunas matizaciones, aparezca, al mismo tiempo en varios sitios a la vez dificulta su localización.
El asunto no es para reirse. Se me antoja tan serio cómo que si preguntáramos al Gobierno seguramente que tampoco sabría decirnos dónde se fabrican los chistes. Seguro que no lo sabe y para disimular nos despacharía diciendo que los tiempos no están para esas cosas. Yo no lo veo así. La historia es testigo de que los mejores chistes han provenido siempre de los lugares sumidos en la adversidad.
¿ Qué pudo haber pasado entonces para que, en España, un país que siempre ha sido lider, ya no se fabriquen chistes? ¿ Ha bajado tanto la demanda que las fábricas han cerrado o han solicitado EREs, como en el caso de la industria del automóvil o las empresas inmobiliarias ?
Plantearse estos interrogantes no es ninguna frivolidad pues el hecho de que la gente haya dejado de contar chistes arroja, posiblemente, más luz sobre nuestra situación real que los datos del PIB o las recomendaciones del Banco de España. Los chistes son el barómetro ideal para saber cómo van las cosas. Son el mejor indicador pues la industria del chiste precisa, incluso más que otras, de unas condiciones propicias - sociales, políticas, económicas y de actitud, para recuperar su actividad y volver a lo que fue. Así que bien podrían olvidarse de los brotes verdes y empezar a preguntar si en los bares y las tertulias, aunque sea timidamente, alguien ha vuelto a contar un chiste.
Milio Mariño
A falta de esos datos no cabe otra que recurrir a nuestro entorno y el resultado no puede ser más desolador pues son legión quienes afirman que este verano, nadie, ni siquiera ese amigo gracioso que todos tenemos, les ha contado un chiste.
Hace apenas un año no digo a diario pero, al menos, los viernes y los sábados, siempre te contaban alguno. Hubo épocas, incluso, cuando la economía estaba de cine, que no esperaban a verte para contarlo, te lo contaban por teléfono. No se desanimaban ni aunque insistieras diciendo que ya te lo habían contado. Te lo contaban igual. Y tenías que reirte, claro, porque queda feo poner cara de palo y más cuando todo el mundo sabe que quien disfruta realmente de los chistes es el que los cuenta, no quien los escucha.
El caso es que todo apunta a que la industria del chiste se ha visto especialmente afectada por esta crisis y si aun no han saltado las alarmas se debe, unicamente, a que, al no disponer de datos oficiales, no podemos saber con certeza cual ha sido el impacto real. Circunstancia a la que conviene añadir que se trata de una industria de muy difícil localización pues, al igual que yo, supongo que también ustedes se habrán preguntado dónde se fabrican los chistes.
Que se fabrican no caabe duda, ahora dónde sigue siendo un misterio. Especulaciones se hicieron muchas pero nunca se llegó a consenso alguno. Se habló del sur y de varias industrias que tendrían allí sus talleres de fabricación y hasta sus laboratorios de I+D, pero el hecho de que el mismo chiste, con algunas matizaciones, aparezca, al mismo tiempo en varios sitios a la vez dificulta su localización.
El asunto no es para reirse. Se me antoja tan serio cómo que si preguntáramos al Gobierno seguramente que tampoco sabría decirnos dónde se fabrican los chistes. Seguro que no lo sabe y para disimular nos despacharía diciendo que los tiempos no están para esas cosas. Yo no lo veo así. La historia es testigo de que los mejores chistes han provenido siempre de los lugares sumidos en la adversidad.
¿ Qué pudo haber pasado entonces para que, en España, un país que siempre ha sido lider, ya no se fabriquen chistes? ¿ Ha bajado tanto la demanda que las fábricas han cerrado o han solicitado EREs, como en el caso de la industria del automóvil o las empresas inmobiliarias ?
Plantearse estos interrogantes no es ninguna frivolidad pues el hecho de que la gente haya dejado de contar chistes arroja, posiblemente, más luz sobre nuestra situación real que los datos del PIB o las recomendaciones del Banco de España. Los chistes son el barómetro ideal para saber cómo van las cosas. Son el mejor indicador pues la industria del chiste precisa, incluso más que otras, de unas condiciones propicias - sociales, políticas, económicas y de actitud, para recuperar su actividad y volver a lo que fue. Así que bien podrían olvidarse de los brotes verdes y empezar a preguntar si en los bares y las tertulias, aunque sea timidamente, alguien ha vuelto a contar un chiste.
Milio Mariño
domingo, 6 de septiembre de 2009
Alargar la vida con vino
Mientras los torpes disfrutábamos del verano, los espabilados siguieron trajando sin tomarse un respiro para beber una caña y comer un pincho. Ni siquiera eso porque informaba el New York Times, hace poco, que allá por Wisconsin, haciendo experimentos con monos, los científicos habían conseguido lo que llevaban intentando desde mucho antes de que reinara Carolo. La formula para vivir cien años lo menos.
El experimento ha funcionado con monos pero ahora toca probarlo en los hombres, y supongo que también en las mujeres, pues no se puede asegurar con certeza que vayamos a responder como nuestros parientes peludos. Dicen que es muy probable, pero está por ver que seamos capaces de superar lo que han dicho que puede alargarnos la vida: comer el 30 por ciento de lo que normalmente comemos.
Pues vaya invento ese de pasar hambre para vivir más tiempo. Algo así debieron pensar los científicos, pues convencidos de la dificultad que supondría, para los que vivimos en el mundo rico, prescindir del 70 por ciento de lo que comemos a diario, comenzaron a trabajar en una droga que nos permita seguir comiendo lo mismo y que el cuerpo solo asimile un tercio. Es decir que la clave pasa por encontrar un atajo químico que sea capaz de prolongarnos la vida sin que tengamos que renunciar a una buena fabada o un plato de "berces con tucu". Cosa que parece harto difícil, pero como la ciencia no tiene limites, después de probar vaya usted a saber que potingues, los sabios llegaron a la conclusión de que lo más eficaz es el resveratrol, una sustancia, muy presente en el vino tinto, que consigue activar los sirtuinos; protínas que forman parte de los organismos simples y tienen el poder de regular el nivel energético de las células.
Ya sé lo que están pensando. Que si los científicos consiguieron alargar la vida de los monos dándoles de comer a porrillo y regando sus comidas con buen vino de California se ha obrado el milagro porque ustedes podrán hacer lo que quieran, pero yo paso de esperar por esas pastillas y empiezo, desde ya mismo, a darme homenajes con vistas a vivir cien años.
Ni más ni menos. Lo malo que como todo no iban a ser buenas noticias, el punto negativo lo puso la Agencia de Alimentación y Medicamentos de los Estados Unidos ( la Foot and Drug Administration) que pasa olimpicamente de las investigaciones porque considera que la vejez no es una enfermedad. Y en esa línea están los biólogos evolucionistas, para los cuales pretender burlar el envejecimiento sería un disparate. Argumentan que la selección natural de la especie ni se preocupa por la longevidad, que lo suyo, y lo normal, es la fecundidad.
También alegan que prolongar la esperanza de vida en un laboratorio tiene escaso mérito, pues lo verdaderamente importante es vérselas con la célula humana, mucho más sofisticada, arriesgada y expuesta a complicaciones. La vejez, dicen, es el precio que pagamos por la alta especialización de nuestras células.
Total que la cosa no está nada clara. Hay quien da por conseguido que podamos aumentar nuestra esperanza de vida y hay quien tiene sus dudas. Si nos atenemos a cómo parece que los científicos lo consiguieron, dándole al morapio y pasándoselo pipa con los monos de Wisconsin, resulta poco creíble. De todas maneras, a las malas, si no conseguimos alargar la vida comiendo lo que nos apetezca y bebiendo buen vino, hacerla más divertida seguro.
Milio Mariño
El experimento ha funcionado con monos pero ahora toca probarlo en los hombres, y supongo que también en las mujeres, pues no se puede asegurar con certeza que vayamos a responder como nuestros parientes peludos. Dicen que es muy probable, pero está por ver que seamos capaces de superar lo que han dicho que puede alargarnos la vida: comer el 30 por ciento de lo que normalmente comemos.
Pues vaya invento ese de pasar hambre para vivir más tiempo. Algo así debieron pensar los científicos, pues convencidos de la dificultad que supondría, para los que vivimos en el mundo rico, prescindir del 70 por ciento de lo que comemos a diario, comenzaron a trabajar en una droga que nos permita seguir comiendo lo mismo y que el cuerpo solo asimile un tercio. Es decir que la clave pasa por encontrar un atajo químico que sea capaz de prolongarnos la vida sin que tengamos que renunciar a una buena fabada o un plato de "berces con tucu". Cosa que parece harto difícil, pero como la ciencia no tiene limites, después de probar vaya usted a saber que potingues, los sabios llegaron a la conclusión de que lo más eficaz es el resveratrol, una sustancia, muy presente en el vino tinto, que consigue activar los sirtuinos; protínas que forman parte de los organismos simples y tienen el poder de regular el nivel energético de las células.
Ya sé lo que están pensando. Que si los científicos consiguieron alargar la vida de los monos dándoles de comer a porrillo y regando sus comidas con buen vino de California se ha obrado el milagro porque ustedes podrán hacer lo que quieran, pero yo paso de esperar por esas pastillas y empiezo, desde ya mismo, a darme homenajes con vistas a vivir cien años.
Ni más ni menos. Lo malo que como todo no iban a ser buenas noticias, el punto negativo lo puso la Agencia de Alimentación y Medicamentos de los Estados Unidos ( la Foot and Drug Administration) que pasa olimpicamente de las investigaciones porque considera que la vejez no es una enfermedad. Y en esa línea están los biólogos evolucionistas, para los cuales pretender burlar el envejecimiento sería un disparate. Argumentan que la selección natural de la especie ni se preocupa por la longevidad, que lo suyo, y lo normal, es la fecundidad.
También alegan que prolongar la esperanza de vida en un laboratorio tiene escaso mérito, pues lo verdaderamente importante es vérselas con la célula humana, mucho más sofisticada, arriesgada y expuesta a complicaciones. La vejez, dicen, es el precio que pagamos por la alta especialización de nuestras células.
Total que la cosa no está nada clara. Hay quien da por conseguido que podamos aumentar nuestra esperanza de vida y hay quien tiene sus dudas. Si nos atenemos a cómo parece que los científicos lo consiguieron, dándole al morapio y pasándoselo pipa con los monos de Wisconsin, resulta poco creíble. De todas maneras, a las malas, si no conseguimos alargar la vida comiendo lo que nos apetezca y bebiendo buen vino, hacerla más divertida seguro.
Milio Mariño
viernes, 4 de septiembre de 2009
El enfado como estilo político
Vuelve septiembre y sigo a vueltas con algo a lo que ya me referí hace semanas y en lo que insisto por ese empecinamiento que evidenciamos los testarudos. Y también, todo hay que decirlo, porque hubo quién me paró en la calle y me acusó de ser excesivamente parcial cuando escribo de la política y los políticos. No se lo tomé en cuenta; supongo que tendrá razón. Los imparciales, todos los que presumen de ser, siempre, objetivos y aquellos que manifiestan que les da igual quien gobierne, suelen proclamarse neutrales pero ponen velas a diario para que gobiernen los suyos. Aspiración que considero legítima y que nunca entenderé cómo es que la ocultan cuando, además, se les nota muchísimo.
Presumir de imparcial, de ser, siempre, objetivo y de mantener una postura equidistante entre la izquierda y la derecha, lejos de situar, a quién lo proclama, en el centro, lo escora del lado diestro en su posición más extrema. Así que nunca entenderé por qué los hay que se disimulan a si mismos, y enseñan la patita blanca, cuando todos sabemos del pie que cojean. Debe ser cuestión de estilo. Un estilo que no comparto, entre otras cosas, porque me parece más honesto que cada cual diga lo que piensa sin vestirlo de una supuesta imparcialidad con la que, tratando de cubrir sus espaldas, suelen quedar con el culo al aire.
Reconozcámoslo, o no, todos somos más parciales que imparciales. Dicho esto voy a lo que iba cuando advertía que mi testarudez me llevaba a insistir sobre lo dicho; sobre la tristeza de una clase política que ha vuelto a suspender, en septiembre, esa asignatura que lleba sin aprobar ni se sabe: la falta de estilo.
El estilo, no está por demás recordarlo, es un modo peculiar de conducta que huye de la moda y se asienta en los cimientos de la elegancia. Una elegancia de la que no hacen gala la mayoría de nuestros políticos porque ser elegante supone renunciar a lo ocasional, lo pintoresco, el accidente o el chascarrillo, para conducirse de forma sobria, rigurosa y, al mismo tiempo, amable.
Por eso digo, y aquí tal vez vuelvan a acusarme de parcialidad, que no es elegante que en el PP abunden las caras largas, los malos modos y esa especie de odio y desafio permanente del que tanto presumen cuando hacen declaraciones a cualquier medio.
Viene de largo que el PP utilice el enfado contra todos los que no son de su cuerda. Es costumbre que, cuando están en la oposición, utilicen la agresividad y no les duelan prendas a la hora de implicar a las más altas instituciones del Estado, incluido la utilización del terrorismo con fines partidistas. Lo hicieron en la legislatura pasada, alentando y sosteniendo sospechas falsas sobre el 11-M, y han vuelto a las andadas ahora que se han dado cuenta de que tienen a más de cien cargos políticos imputados por corrupción.
El truco es tan viejo, y tan vulgar, que causa sonrrojo que vuelvan a usarlo. En política, y en la vida, el enfado es una maniobra intimidatoria que parte del supuesto de que, quién se muestra enfadado, intimida a su interlocutor de modo que siempre se arruga un poco. La táctica es tan primitiva que ya la utilizaban los que llegaban a su casa a las tantas, con dos copas de más, y se ponían a echar pestes contra todo para que la parienta no les preguntara de dónde venían ni que habían hecho para llegar a esas horas.
Milio Mariño
Presumir de imparcial, de ser, siempre, objetivo y de mantener una postura equidistante entre la izquierda y la derecha, lejos de situar, a quién lo proclama, en el centro, lo escora del lado diestro en su posición más extrema. Así que nunca entenderé por qué los hay que se disimulan a si mismos, y enseñan la patita blanca, cuando todos sabemos del pie que cojean. Debe ser cuestión de estilo. Un estilo que no comparto, entre otras cosas, porque me parece más honesto que cada cual diga lo que piensa sin vestirlo de una supuesta imparcialidad con la que, tratando de cubrir sus espaldas, suelen quedar con el culo al aire.
Reconozcámoslo, o no, todos somos más parciales que imparciales. Dicho esto voy a lo que iba cuando advertía que mi testarudez me llevaba a insistir sobre lo dicho; sobre la tristeza de una clase política que ha vuelto a suspender, en septiembre, esa asignatura que lleba sin aprobar ni se sabe: la falta de estilo.
El estilo, no está por demás recordarlo, es un modo peculiar de conducta que huye de la moda y se asienta en los cimientos de la elegancia. Una elegancia de la que no hacen gala la mayoría de nuestros políticos porque ser elegante supone renunciar a lo ocasional, lo pintoresco, el accidente o el chascarrillo, para conducirse de forma sobria, rigurosa y, al mismo tiempo, amable.
Por eso digo, y aquí tal vez vuelvan a acusarme de parcialidad, que no es elegante que en el PP abunden las caras largas, los malos modos y esa especie de odio y desafio permanente del que tanto presumen cuando hacen declaraciones a cualquier medio.
Viene de largo que el PP utilice el enfado contra todos los que no son de su cuerda. Es costumbre que, cuando están en la oposición, utilicen la agresividad y no les duelan prendas a la hora de implicar a las más altas instituciones del Estado, incluido la utilización del terrorismo con fines partidistas. Lo hicieron en la legislatura pasada, alentando y sosteniendo sospechas falsas sobre el 11-M, y han vuelto a las andadas ahora que se han dado cuenta de que tienen a más de cien cargos políticos imputados por corrupción.
El truco es tan viejo, y tan vulgar, que causa sonrrojo que vuelvan a usarlo. En política, y en la vida, el enfado es una maniobra intimidatoria que parte del supuesto de que, quién se muestra enfadado, intimida a su interlocutor de modo que siempre se arruga un poco. La táctica es tan primitiva que ya la utilizaban los que llegaban a su casa a las tantas, con dos copas de más, y se ponían a echar pestes contra todo para que la parienta no les preguntara de dónde venían ni que habían hecho para llegar a esas horas.
Milio Mariño
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