Milio Mariño
Cudillero es como un dibujo preciso que se difumina en el aire y parece estremecerse cuando las casas se aprietan, para caber todas juntas, en esa especie de embudo que desemboca en la Ribera. Un paisaje con duende que sedujo a muchos pintores engatusándolos para siempre.
Casto Plasencia y Tomás García Sampedro, impulsores de La Colonia de Muros a finales del XIX, participaron de ese embrujo enamorándose de Cudillero, pueblo que según dejó escrito Ortega es un terrible nido hincado en la peña, apto sólo para que de él se lancen al mar sus hombres, como recios cormoranes; el cuello tendido, el ala silbando…
José Ortega y Gasset conoció Cudillero, en el verano de 1914, y quedó tan impresionado por su belleza que pidió a Evaristo Valle que le pintara un cuadro para llevarlo a Madrid y tenerlo como recuerdo. El cuadro, “Escena marinera”, resultó una de las obras más evocadoras del insigne pintor gijonés y gozó de un lugar de excepción en el despacho del filósofo madrileño.
Valle engrosa, por tanto, la larga relación de excelentes pintores que pintaron Cudillero. Como Sir Edgar Thomas Ainger, sexto barón de Wigram y afamado acuarelista inglés, que llegó a Cudillero, en 1901, montado en su bicicleta Raleigh, alojándose en la Fonda El Comercio, a la que no dudó en calificar como un cuchitril. Menos exigentes debieron ser José Robles y Tomás Campuzano, pintores, y también acuarelistas, y Eduardo Chicharro, pintor y poeta, que, aunque era muy joven, eligió Cudillero para pintar y encontrarse a sí mismo.
El valenciano Salvador Martínez Cubells, su hijo Enrique, el conquense Manuel Domínguez y Francisco Esteve Botey, un gran pintor catalán que reunió, en una exposición, un total de 37 obras ejecutadas en Cudillero, forman parte, por méritos propios, de esa extensa relación de pintores que eligieron el pueblo pixueto como inspiración y modelo. También Dionisio Fierros, natural de Ballota, y Jesús Díaz “Zuco”, un “niño de la guerra” que cursó sus estudios de Bellas Artes en Leningrado y Moscú.
Jesús Casaus, fue otro pintor enamorado de Cudillero. Un pintor que, en 1986, realizó el mural “El pescador” de la plaza de La Ribera, por encargo del ayuntamiento. Casaus falleció el 29 de octubre de 2002 en Barcelona y, según su expreso deseo, fue enterrado en Cudillero.
El paisaje, en la pintura, ya no tiene el protagonismo que tuvo pero Cudillero sigue insinuándose cual obra de arte que reclama una especial atención. Igual que aquel cuadro de Valle, “Escena marinera” que muchos años después de que falleciera Ortega, su hijo no dejó que lo restauraran.
El cuadro estaba recubierto por una pátina de suciedad pero la negativa tenía su explicación. El hijo de Ortega y Gasset, José Ortega Spottorno, fundador del diario El País, sabía lo que aquel cuadro representaba para su padre, de modo quería conservarlo como él lo había dejado, pues Ortega era un gran fumador y solía reunirse, en su despacho, con tertulianos que también fumaban lo suyo, como Pío Baroja y Unamuno.
Ortega supo expresar, en “Notas de andar y ver”, lo que muchos pintores expresaron a pinceladas: que Cudillero es un pueblo único y que uno de los mayores encantos que nos ofrece la vida es la mar. La mar y esos cuadros inabarcables que acotan la realidad con el pretexto de que podamos gozarla evocándonos el recuerdo de un paisaje que nos emociona pintado y viéndolo al natural.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
martes, 30 de julio de 2013
Dando jabón a Pravia
Milio Mariño
Mientras desayunaba sin prisa, adormilado por una niebla que se volvía cada vez más espesa, recordé que en alguna parte había leído que solo el desayuno entra dentro de lo previsto, todo lo que viene después depende del destino.
No está mal traído. La vida, se mire por donde se mire, está tocada por lo azaroso, que es el disfraz del destino. Aquella mañana pensaba pasarla leyendo pero, de repente, sin saber por qué, me entraron unas ganas locas de escapar de allí como fuera. Total que, queriendo o sin querer, media hora más tarde estaba en Pravia buscando aventuras. Donde, por cierto, lucía un sol espléndido que invitaba a pasear sin rumbo, como lo haríamos por el famoso laberinto de Silo, aquel rey que hizo de Pravia la capital del reino asturiano.
Siempre que voy a Pravia me cuesta imaginar cómo sería cuando Silo y Adosinda establecieron allí su corte. O cuando aparecieron aquellos seis cuervos que graznaban por encima del caballero Arango y este, tomándolos por buen augurio, atravesó el río y venció a los árabes.
Los seis cuervos de su escudo, Silo y Adosinda, la vida efímera de la fábrica de azúcar y la afortunada equivocación de un vasco, aportan un plus de azar y misterio que aderezado con otros sucesos, como el que propició la famosa frase, “Y la música en Pravia”, invitan a plantearse qué es la realidad y cuáles son sus límites en el caso de que los tenga.
“Los músicos que quieran marcharse, que lo hagan. Pero los instrumentos, aquí se quedan, que son del pueblo.” Dijo Santiago López, cuando el alcalde ordenó a la banda municipal que fuera a Siero para amenizar un desfile.
De Pravia podríamos contar muchas cosas. Hoy quiero contarles una que tiene ver con lo que les decía al principio, con el azar y el destino.
Salvador Echeandía Gal, el vasco al que me refería antes, era propietario de una fábrica de perfumes en la madrileña calle de Ferraz y, como buen vasco, le gustaba comer bien, de modo que se hizo cliente y amigo de Agustín Lhardy Garrigues, pintor paisajista y cocinero propietario del restaurante Lhardy de Madrid.
Siempre que Salvador iba por el restaurante, Lhardy se deshacía en elogios hablando de la colonia de Pintores de Muros del Nalón, donde había estado, y de la extraordinaria belleza de la ría de San Esteban de Pravia.
Para promocionar sus productos, Salvador tuvo que viajar a Oviedo y, ya que estaba en Asturias, quiso aprovechar el viaje y conocer la maravilla de la que tanto hablaba su amigo.
Dicen que preguntando se llega a Roma, pero Salvador preguntó por Pravia y no llegó a San Esteban, llegó a Riberas, que también es de Pravia, aunque no está a la orilla del mar sino del Nalón.
Aquella equivocación resultaría trascendental pues el camino que llevaba a Pravia discurría rodeado de prados, donde los campesinos recogían la hierba, que habían puesto a secar, y aquel aroma, de la hierba recién cortada secándose al sol, cautivó de tal manera a Echeandía Gal que nada más llegar a Madrid puso a su hermano Eusebio a investigar cómo convertir el aroma que traía en mente en un producto que pudieran comercializar.
Tardaron dos años. Salvador estuvo en Pravia en el verano de 1903, y en 1905, con la ayuda de su hermano, consiguió recrear aquel “instante asturiano” en un jabón de tocador, Heno de Pravia, que enseguida se hizo famoso y marcó todo un hito.
Mientras desayunaba sin prisa, adormilado por una niebla que se volvía cada vez más espesa, recordé que en alguna parte había leído que solo el desayuno entra dentro de lo previsto, todo lo que viene después depende del destino.
No está mal traído. La vida, se mire por donde se mire, está tocada por lo azaroso, que es el disfraz del destino. Aquella mañana pensaba pasarla leyendo pero, de repente, sin saber por qué, me entraron unas ganas locas de escapar de allí como fuera. Total que, queriendo o sin querer, media hora más tarde estaba en Pravia buscando aventuras. Donde, por cierto, lucía un sol espléndido que invitaba a pasear sin rumbo, como lo haríamos por el famoso laberinto de Silo, aquel rey que hizo de Pravia la capital del reino asturiano.
Siempre que voy a Pravia me cuesta imaginar cómo sería cuando Silo y Adosinda establecieron allí su corte. O cuando aparecieron aquellos seis cuervos que graznaban por encima del caballero Arango y este, tomándolos por buen augurio, atravesó el río y venció a los árabes.
Los seis cuervos de su escudo, Silo y Adosinda, la vida efímera de la fábrica de azúcar y la afortunada equivocación de un vasco, aportan un plus de azar y misterio que aderezado con otros sucesos, como el que propició la famosa frase, “Y la música en Pravia”, invitan a plantearse qué es la realidad y cuáles son sus límites en el caso de que los tenga.
“Los músicos que quieran marcharse, que lo hagan. Pero los instrumentos, aquí se quedan, que son del pueblo.” Dijo Santiago López, cuando el alcalde ordenó a la banda municipal que fuera a Siero para amenizar un desfile.
De Pravia podríamos contar muchas cosas. Hoy quiero contarles una que tiene ver con lo que les decía al principio, con el azar y el destino.
Salvador Echeandía Gal, el vasco al que me refería antes, era propietario de una fábrica de perfumes en la madrileña calle de Ferraz y, como buen vasco, le gustaba comer bien, de modo que se hizo cliente y amigo de Agustín Lhardy Garrigues, pintor paisajista y cocinero propietario del restaurante Lhardy de Madrid.
Siempre que Salvador iba por el restaurante, Lhardy se deshacía en elogios hablando de la colonia de Pintores de Muros del Nalón, donde había estado, y de la extraordinaria belleza de la ría de San Esteban de Pravia.
Para promocionar sus productos, Salvador tuvo que viajar a Oviedo y, ya que estaba en Asturias, quiso aprovechar el viaje y conocer la maravilla de la que tanto hablaba su amigo.
Dicen que preguntando se llega a Roma, pero Salvador preguntó por Pravia y no llegó a San Esteban, llegó a Riberas, que también es de Pravia, aunque no está a la orilla del mar sino del Nalón.
Aquella equivocación resultaría trascendental pues el camino que llevaba a Pravia discurría rodeado de prados, donde los campesinos recogían la hierba, que habían puesto a secar, y aquel aroma, de la hierba recién cortada secándose al sol, cautivó de tal manera a Echeandía Gal que nada más llegar a Madrid puso a su hermano Eusebio a investigar cómo convertir el aroma que traía en mente en un producto que pudieran comercializar.
Tardaron dos años. Salvador estuvo en Pravia en el verano de 1903, y en 1905, con la ayuda de su hermano, consiguió recrear aquel “instante asturiano” en un jabón de tocador, Heno de Pravia, que enseguida se hizo famoso y marcó todo un hito.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
Playas con tesoros subacuáticos
Milio Mariño
Días pasados, mientras soportaba con agrado ese frio viento gallego que siempre nos trae buen tiempo, veía, desde lo alto, que la gente sigue bañándose en Santa María del Mar. Una playa preciosa que aún no ha podido sacudirse, del todo, de los restos de carbón. Lo mismo que Los Quebrantos, que fue playa minera donde las mujeres no iban a tomar el sol, iban a recoger carbón hasta que llenaban un cesto que luego cargaban en la cabeza con la elegancia de quien tiene más maña que fuerza.
A uno le tienta creer que aquel carbón de los lavaderos, que el Nalón vertía en la mar y la mar devolvía a las playas, lejos de ser catástrofe, era una estratagema de la propia naturaleza para mantener alejados a los turistas y los especuladores inmobiliarios, pues los nativos presumían, encantados, de que sus playas albergaran un tesoro subacuático que en unos casos venía de lejos y en otros estaba bajo sus aguas.
Arnao, por ejemplo, era una playa con planta baja de arena y sótano de carbón negro por el que paseó la excelsa reina de las Españas, Doña Isabel II, llevando de la mano al miedoso de su marido. Francisco de Asís, aquel a quien el pueblo llamaba “Paquito el Mariquito” porque, según contaba la Reina, meaba agachado, como las señoras, y llevaba más encajes y puntillas que ella misma.
Santa María del Mar, que acabaría por recibir restos de la gravilla que salía por San Esteban, tenía carbón propio, tanto o más que Arnao. Tenía para cargar, los menos, dos barcos, que fueron los que se cargaron, en 1.581, en El Puerto de La Llada, por mandato de Felipe II, con destino a Portugal.
El carbón, la hornaguera como llamaban entonces, lo había descubierto, en 1.569, un el fraile de Naveces llamado Agustín Montero. Fue la primera explotación de carbón en Asturias y en España. Era una veta de mucha anchura que situaron en Arancés, en un terreno propiedad de Francisco Garay, aunque es probable que estuviera cerca de la playa. Así lo indica Jovellanos quien, después de haber visitado Santa María del Mar el 13 de octubre de 1.791, escribió, en un informe, que la veta estaba a dos tiros de piedra de la playa abierta. Apuntando, en el mismo informe, que, con buen tiempo, el carbón podía cargarse en gabarras y remolcarlas hasta Avilés.
No es ningún secreto, por tanto, que teníamos, y tenemos, playas que cuentan con carbón propio y carbón ajeno pero, en ninguno de los dos casos, fue, ni es, impedimento para que los nativos, y algún forastero, disfruten de las citadas playas y de los terapéuticos baños en el Cantábrico. Ahí tienen a Rubén Darío, el poeta, periodista y diplomático nicaragüense que, allá por 1905, ya se bañaba, desnudo, en la playa de Los Quebrantos.
Rubén Darío solía bañarse de noche, y desnudo, en compañía de su amante “Tataya”, una campesina de Gredos a la que, él mismo, había enseñado a leer. Antes del baño, al atardecer, escribía, tocaba el piano y lo mismo le daba al ajenjo que al champán francés. Era un hombre, culto y refinado, al que no le importaba bañarse en una playa que, en aquella época, si tenía restos de carbón. Era, como se decía entonces de los intelectuales con dinero, un señor respetable que llevaba una vida moderna y cosmopolita.
Días pasados, mientras soportaba con agrado ese frio viento gallego que siempre nos trae buen tiempo, veía, desde lo alto, que la gente sigue bañándose en Santa María del Mar. Una playa preciosa que aún no ha podido sacudirse, del todo, de los restos de carbón. Lo mismo que Los Quebrantos, que fue playa minera donde las mujeres no iban a tomar el sol, iban a recoger carbón hasta que llenaban un cesto que luego cargaban en la cabeza con la elegancia de quien tiene más maña que fuerza.
A uno le tienta creer que aquel carbón de los lavaderos, que el Nalón vertía en la mar y la mar devolvía a las playas, lejos de ser catástrofe, era una estratagema de la propia naturaleza para mantener alejados a los turistas y los especuladores inmobiliarios, pues los nativos presumían, encantados, de que sus playas albergaran un tesoro subacuático que en unos casos venía de lejos y en otros estaba bajo sus aguas.
Arnao, por ejemplo, era una playa con planta baja de arena y sótano de carbón negro por el que paseó la excelsa reina de las Españas, Doña Isabel II, llevando de la mano al miedoso de su marido. Francisco de Asís, aquel a quien el pueblo llamaba “Paquito el Mariquito” porque, según contaba la Reina, meaba agachado, como las señoras, y llevaba más encajes y puntillas que ella misma.
Santa María del Mar, que acabaría por recibir restos de la gravilla que salía por San Esteban, tenía carbón propio, tanto o más que Arnao. Tenía para cargar, los menos, dos barcos, que fueron los que se cargaron, en 1.581, en El Puerto de La Llada, por mandato de Felipe II, con destino a Portugal.
El carbón, la hornaguera como llamaban entonces, lo había descubierto, en 1.569, un el fraile de Naveces llamado Agustín Montero. Fue la primera explotación de carbón en Asturias y en España. Era una veta de mucha anchura que situaron en Arancés, en un terreno propiedad de Francisco Garay, aunque es probable que estuviera cerca de la playa. Así lo indica Jovellanos quien, después de haber visitado Santa María del Mar el 13 de octubre de 1.791, escribió, en un informe, que la veta estaba a dos tiros de piedra de la playa abierta. Apuntando, en el mismo informe, que, con buen tiempo, el carbón podía cargarse en gabarras y remolcarlas hasta Avilés.
No es ningún secreto, por tanto, que teníamos, y tenemos, playas que cuentan con carbón propio y carbón ajeno pero, en ninguno de los dos casos, fue, ni es, impedimento para que los nativos, y algún forastero, disfruten de las citadas playas y de los terapéuticos baños en el Cantábrico. Ahí tienen a Rubén Darío, el poeta, periodista y diplomático nicaragüense que, allá por 1905, ya se bañaba, desnudo, en la playa de Los Quebrantos.
Rubén Darío solía bañarse de noche, y desnudo, en compañía de su amante “Tataya”, una campesina de Gredos a la que, él mismo, había enseñado a leer. Antes del baño, al atardecer, escribía, tocaba el piano y lo mismo le daba al ajenjo que al champán francés. Era un hombre, culto y refinado, al que no le importaba bañarse en una playa que, en aquella época, si tenía restos de carbón. Era, como se decía entonces de los intelectuales con dinero, un señor respetable que llevaba una vida moderna y cosmopolita.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
La Deva y La Ladrona, dos islas hermanas
Milio Mariño
Los que vivimos por estos pagos podemos disfrutar todo el año de montañas, playas y acantilados. Y, para que no falte de nada, también disfrutamos de dos islas hermanas, La Deva y La Ladrona, que son como aquellos tesoros que enterrábamos, en la infancia, y luego dibujábamos en un mapa por si, al día siguiente, no sabíamos dónde estaban.
Nuestras islas sí sabemos dónde están. Siguen ahí, en la costa de Santa María del Mar y frente al playón de Bayas, dejando que transcurra el tiempo y agradeciendo, no sin cierta nostalgia, que en un pasado reciente algunos escritores y artistas las inmortalizaran en sus obras como islas de verdad.
La Ladrona carga con una leyenda según la cual se le puso, popularmente, ese nombre porque allí solían aparecer los cadáveres de los ahogados. Al hilo de aquello tomó cuerpo la creencia de que, en la pequeña isla, había una cueva profunda en la que vivía un calamar gigante que atrapaba a los que osaban acercarse. En realidad, todo se debía a que las corrientes marinas, empujadas por la cercana desembocadura del Nalón, arrastraban hasta la isla los cuerpos de las personas ahogadas.
La mar alcanza para muchas historias. Historias como las que, a principios del siglo pasado, sirvieron para alimentar la fantasía de una niña de Oviedo que, entonces, llamaban Lolita y veraneaba en Santiago del Monte. Aquella niña, que años más tarde sería Dolores Medio, quedó fascinada por lo que contaban de La Ladrona. Prueba de ello es que la famosa escritora asturiana, ganadora de un premio Nadal, situó en aquellos parajes uno de los personajes de su novela “Juan sin tierra”.
Dolores le cambia el nombre, la llama La Volgona, pero es evidente que se refiere a La Ladrona. Dice, en su novela, que es una isla que te llama y te llama con su voz de sal y de algas, con la canción salada de una mujer que tiene pechos de roca, y cola de sirena, y promete lo que no puede darte.
La Deva, la isla hermana con nombre de diosa celta, no se me alcanza que fuera escenario de ninguna obra literaria pero sí que sirvió de inspiración para un pintor, nada menos que Sorolla, que venía buscando la luz del norte y los colores del Cantábrico.
Sorolla llegaba hasta Bayas, bordeando la costa desde San Juan de la Arena, para disfrutar de Malabaxada, una playa próxima a La Deva, muy rocosa y de difícil acceso, que era uno de los lugares que más le gustaban. Tocado con una gran boina y el caballete a cuestas, no se limitaba a los paisajes de La Deva y la costa de Bayas, llegaba caminando, incluso, hasta Avilés, donde pintó el puerto.
Uno de sus cuadros, quizá el más representativo de esa época: “Después del baño, Asturias”, fue pintado frente a La Deva y llevado, meses más tarde, a la exposición de París.
También Seamus Heaney, premio Nóbel de Literatura y reconocido como uno de los poetas más importantes del siglo XX, solía pasear por los acantilados, frente a las islas hermanas, La Deva y La Ladrona. Así lo expresa en “Cantares de Asturias”: El mar callaba y esplendía más allá de los bancos/ Y por la tarde, las gaviotas in excelsis/ saludaron al aire, cegadoras, igual que monaguillos/ con sus rápidas vueltas y cirios responsos.
Los que vivimos por estos pagos podemos disfrutar todo el año de montañas, playas y acantilados. Y, para que no falte de nada, también disfrutamos de dos islas hermanas, La Deva y La Ladrona, que son como aquellos tesoros que enterrábamos, en la infancia, y luego dibujábamos en un mapa por si, al día siguiente, no sabíamos dónde estaban.
Nuestras islas sí sabemos dónde están. Siguen ahí, en la costa de Santa María del Mar y frente al playón de Bayas, dejando que transcurra el tiempo y agradeciendo, no sin cierta nostalgia, que en un pasado reciente algunos escritores y artistas las inmortalizaran en sus obras como islas de verdad.
La Ladrona carga con una leyenda según la cual se le puso, popularmente, ese nombre porque allí solían aparecer los cadáveres de los ahogados. Al hilo de aquello tomó cuerpo la creencia de que, en la pequeña isla, había una cueva profunda en la que vivía un calamar gigante que atrapaba a los que osaban acercarse. En realidad, todo se debía a que las corrientes marinas, empujadas por la cercana desembocadura del Nalón, arrastraban hasta la isla los cuerpos de las personas ahogadas.
La mar alcanza para muchas historias. Historias como las que, a principios del siglo pasado, sirvieron para alimentar la fantasía de una niña de Oviedo que, entonces, llamaban Lolita y veraneaba en Santiago del Monte. Aquella niña, que años más tarde sería Dolores Medio, quedó fascinada por lo que contaban de La Ladrona. Prueba de ello es que la famosa escritora asturiana, ganadora de un premio Nadal, situó en aquellos parajes uno de los personajes de su novela “Juan sin tierra”.
Dolores le cambia el nombre, la llama La Volgona, pero es evidente que se refiere a La Ladrona. Dice, en su novela, que es una isla que te llama y te llama con su voz de sal y de algas, con la canción salada de una mujer que tiene pechos de roca, y cola de sirena, y promete lo que no puede darte.
La Deva, la isla hermana con nombre de diosa celta, no se me alcanza que fuera escenario de ninguna obra literaria pero sí que sirvió de inspiración para un pintor, nada menos que Sorolla, que venía buscando la luz del norte y los colores del Cantábrico.
Sorolla llegaba hasta Bayas, bordeando la costa desde San Juan de la Arena, para disfrutar de Malabaxada, una playa próxima a La Deva, muy rocosa y de difícil acceso, que era uno de los lugares que más le gustaban. Tocado con una gran boina y el caballete a cuestas, no se limitaba a los paisajes de La Deva y la costa de Bayas, llegaba caminando, incluso, hasta Avilés, donde pintó el puerto.
Uno de sus cuadros, quizá el más representativo de esa época: “Después del baño, Asturias”, fue pintado frente a La Deva y llevado, meses más tarde, a la exposición de París.
También Seamus Heaney, premio Nóbel de Literatura y reconocido como uno de los poetas más importantes del siglo XX, solía pasear por los acantilados, frente a las islas hermanas, La Deva y La Ladrona. Así lo expresa en “Cantares de Asturias”: El mar callaba y esplendía más allá de los bancos/ Y por la tarde, las gaviotas in excelsis/ saludaron al aire, cegadoras, igual que monaguillos/ con sus rápidas vueltas y cirios responsos.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
martes, 26 de marzo de 2013
Todos quieren robarnos
Milio Mariño
Cuando alguien se ofrezca para ayudarte llévate la mano al bolsillo, dijo un señor muy mayor que pasaba el rato en un banco, al que fui a parar mientras esperaba por un amigo. Estos viejos de los pueblos, pensaba yo, hay que ver lo desconfiados que son, creen que nadie hace nada por nadie y que todo el mundo se propone engañarlos. Acabé dándole un consejo, cosa que no suelo hacer. Me había confesado que tenía ochenta y seis años, así que después de mostrarme comprensivo con la época que le había tocado vivir, dije que comprendía que fuera desconfiado pero que cuando la vida se aleja es cuando más merece la pena dejarse querer.
Tú fíate y verás, sentenció con una sonrisa que revelaba que le hacía gracia mi ingenuidad. Volví a recordar su consejo, a los dos días o tres, mientras estaba en el aeropuerto y oí por el altavoz: Por su propia seguridad, rogamos mantengan sus pertenencias controladas en todo momento.
El viejo tenía razón. Hay que andar con cuidado, hay que estar, siempre, alerta porque, entre los fenómenos inexplicables, que se empeñan en complicarnos la vida, está la afición por el robo, el timo, el sablazo, el fraude y el choriceo. Prácticas que se han generalizado de modo que ya no roban al rico, que sería lo más productivo, roban al pobre, cuyo botín es exiguo y no se entiende que pueda pagar el tiro.
Llama la atención ese empeño, el de robar a los pobres, y también la actitud tan diferente que tienen pobres y ricos cuando se enfrentan a la tesitura de robar a sus semejantes. Seguro que habrán visto más de una vez a alguien sentado en el suelo con un cartón colgado del cuello que pone: Es triste tener que pedir, pero es más triste tener que robar.
Triste para los que se ven obligados a dar ese paso empuñando una pistola o un cuchillo, pero para quienes lo hacen enarbolando un bolígrafo hay pruebas de que les resulta muy divertido.
Entre uno y otro, entre el robo a mano armada y el robo a bolígrafo, hay otra categoría, también muy generalizada, que podríamos llamar robo por la cara. Una categoría que incluye, contemplando las excepciones, a dentistas, taxistas, fontaneros, inmobiliarias, comercios de todo tipo y, por supuesto, a esos restaurantes que por una botella de vino te cobran 20 euros, de los cuales 5 corresponden a su valor real y los 15 restantes te los quitan del bolsillo. También es robo que, en vez de cobrarnos por un piso lo que vale, nos cobren 70.000 euros más, que es lo que estiman deben robarnos. Y lo que decimos del piso, o la botella de vino, cuando comemos en un restaurante, podemos decirlo de una camisa que luego, en las rebajas, ponen, casi, a su precio.
Tenía razón el viejo, todos se empeñan en robarnos. Y cuando digo todos, me refiero a los banqueros y los políticos, pero también a los dentistas, los tenderos, los dueños de los restaurantes… Taxistas, fontaneros, etc, etc. Es decir a los que piensan que debemos procurar su felicidad y aceptar, además, que nos roben.
Lo curioso de todo esto es que ya lo habíamos aceptado. Aceptábamos que nos robaran un poco, solo hemos empezado a protestar cuando han dejado de ser razonables y quieren robarnos lo que no tenemos.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
Cuando alguien se ofrezca para ayudarte llévate la mano al bolsillo, dijo un señor muy mayor que pasaba el rato en un banco, al que fui a parar mientras esperaba por un amigo. Estos viejos de los pueblos, pensaba yo, hay que ver lo desconfiados que son, creen que nadie hace nada por nadie y que todo el mundo se propone engañarlos. Acabé dándole un consejo, cosa que no suelo hacer. Me había confesado que tenía ochenta y seis años, así que después de mostrarme comprensivo con la época que le había tocado vivir, dije que comprendía que fuera desconfiado pero que cuando la vida se aleja es cuando más merece la pena dejarse querer.
Tú fíate y verás, sentenció con una sonrisa que revelaba que le hacía gracia mi ingenuidad. Volví a recordar su consejo, a los dos días o tres, mientras estaba en el aeropuerto y oí por el altavoz: Por su propia seguridad, rogamos mantengan sus pertenencias controladas en todo momento.
El viejo tenía razón. Hay que andar con cuidado, hay que estar, siempre, alerta porque, entre los fenómenos inexplicables, que se empeñan en complicarnos la vida, está la afición por el robo, el timo, el sablazo, el fraude y el choriceo. Prácticas que se han generalizado de modo que ya no roban al rico, que sería lo más productivo, roban al pobre, cuyo botín es exiguo y no se entiende que pueda pagar el tiro.
Llama la atención ese empeño, el de robar a los pobres, y también la actitud tan diferente que tienen pobres y ricos cuando se enfrentan a la tesitura de robar a sus semejantes. Seguro que habrán visto más de una vez a alguien sentado en el suelo con un cartón colgado del cuello que pone: Es triste tener que pedir, pero es más triste tener que robar.
Triste para los que se ven obligados a dar ese paso empuñando una pistola o un cuchillo, pero para quienes lo hacen enarbolando un bolígrafo hay pruebas de que les resulta muy divertido.
Entre uno y otro, entre el robo a mano armada y el robo a bolígrafo, hay otra categoría, también muy generalizada, que podríamos llamar robo por la cara. Una categoría que incluye, contemplando las excepciones, a dentistas, taxistas, fontaneros, inmobiliarias, comercios de todo tipo y, por supuesto, a esos restaurantes que por una botella de vino te cobran 20 euros, de los cuales 5 corresponden a su valor real y los 15 restantes te los quitan del bolsillo. También es robo que, en vez de cobrarnos por un piso lo que vale, nos cobren 70.000 euros más, que es lo que estiman deben robarnos. Y lo que decimos del piso, o la botella de vino, cuando comemos en un restaurante, podemos decirlo de una camisa que luego, en las rebajas, ponen, casi, a su precio.
Tenía razón el viejo, todos se empeñan en robarnos. Y cuando digo todos, me refiero a los banqueros y los políticos, pero también a los dentistas, los tenderos, los dueños de los restaurantes… Taxistas, fontaneros, etc, etc. Es decir a los que piensan que debemos procurar su felicidad y aceptar, además, que nos roben.
Lo curioso de todo esto es que ya lo habíamos aceptado. Aceptábamos que nos robaran un poco, solo hemos empezado a protestar cuando han dejado de ser razonables y quieren robarnos lo que no tenemos.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
lunes, 4 de marzo de 2013
Falsificar palabras
Milio Mariño
Muchas de las medidas que adoptan desde el gobierno las justifican con el argumento de que el Presidente y los Ministros son realistas, pero la realidad parece como si no les hiciera caso ni evolucionara por los derroteros que habían pensado. No se rige ni se somete a sus propuestas ni a las leyes que ponen en práctica, funciona con sus propias reglas, importándole muy poco las consecuencias y los posibles excesos.
Así las cosas, nuestros políticos andan preocupados viendo que la realidad no acepta ser gobernada. Lo cual puede ser delicioso y perverso pues supone una pérdida de control que les obliga a devanarse los sesos y tener que elegir entre lo que ellos entienden por realidad y la verdad pura y dura, conceptos que están relacionados hasta el punto de que pueden parecer lo mismo, pero son distintos.
Deberían empezar por ahí, por entender que realidad es lo que cada uno percibe y, lo que percibimos, tiene poco o nada que ver con la verdad.
Lo que percibimos se acerca más a la ficción y eso es algo que comprobamos todas las mañanas al llegar al quiosco y ver que cada periódico nos ofrece una España y un mundo distintos. Como inventan una verdad a partir de un argumento común y la acercan a sus intereses. Cosa que se repite en esas tertulias televisivas, que parecen obras de teatro alternativo, y en los Telediarios, personalizados según indiquen las altas instancias de la empresa propietaria de la cadena o el gobierno que gobierne la televisión pública.
Con todo, aceptando que la objetividad no existe, media un trecho entre la objetividad imposible y la manipulación descarada. Un trecho que, para explicarlo de forma gráfica, es el que va del contorsionista que logra poner los pies en la cabeza al mago que, con su varita mágica, saca del sombrero tres conejos con las orejas tiesas. Quiere decirse que no es lo mismo partir de un hecho y enfocarlo de forma partidista que inventar ese hecho y difundirlo como cosa cierta.
Para ayudar en esa tarea, para procurar que realidad y verdad acerquen posturas, a nuestros políticos no se les ha ocurrido mejor idea que sacar de la chistera nuevas palabras para nombrar ciertas cosas. Y así tenemos que su lenguaje se está convirtiendo en una especie de neolengua imposible que confirma el poco respeto que sienten por la inteligencia ajena.
Estamos volviendo a los tiempos aquellos que ya teníamos olvidados, a cuando al ministro del ramo se le ocurrió llamar al 1 de mayo fiesta de San José Artesano. ¿Se acuerdan? Pues algo así viene a ser la propuesta del ministro de justicia Ruiz Gallardón, que quiere suprimir la palabra imputado y sustituirla por otra más suave que no induzca a la condena mediática. Siguiendo en la misma línea Cospedal ha prohibido la palabra desahucio y Rubalcaba, para no ser menos, sugiere la posibilidad de que su formación política cambie incluso de nombre. Ha propuesto que abandone la vieja palabra obrero y, aprovechando que las siglas coinciden, pase a llamarse Partido de los Socialistas Europeos-PSOE.
A las palabras les ocurre lo que a las monedas, que no siempre tienen el mismo valor, pero es muy diferente que pierdan valor por el paso del tiempo a que los políticos se dediquen a falsificarlas y, luego, intenten darnos el timo colándolas al descuido como si fueran auténticas.
Muchas de las medidas que adoptan desde el gobierno las justifican con el argumento de que el Presidente y los Ministros son realistas, pero la realidad parece como si no les hiciera caso ni evolucionara por los derroteros que habían pensado. No se rige ni se somete a sus propuestas ni a las leyes que ponen en práctica, funciona con sus propias reglas, importándole muy poco las consecuencias y los posibles excesos.
Así las cosas, nuestros políticos andan preocupados viendo que la realidad no acepta ser gobernada. Lo cual puede ser delicioso y perverso pues supone una pérdida de control que les obliga a devanarse los sesos y tener que elegir entre lo que ellos entienden por realidad y la verdad pura y dura, conceptos que están relacionados hasta el punto de que pueden parecer lo mismo, pero son distintos.
Deberían empezar por ahí, por entender que realidad es lo que cada uno percibe y, lo que percibimos, tiene poco o nada que ver con la verdad.
Lo que percibimos se acerca más a la ficción y eso es algo que comprobamos todas las mañanas al llegar al quiosco y ver que cada periódico nos ofrece una España y un mundo distintos. Como inventan una verdad a partir de un argumento común y la acercan a sus intereses. Cosa que se repite en esas tertulias televisivas, que parecen obras de teatro alternativo, y en los Telediarios, personalizados según indiquen las altas instancias de la empresa propietaria de la cadena o el gobierno que gobierne la televisión pública.
Con todo, aceptando que la objetividad no existe, media un trecho entre la objetividad imposible y la manipulación descarada. Un trecho que, para explicarlo de forma gráfica, es el que va del contorsionista que logra poner los pies en la cabeza al mago que, con su varita mágica, saca del sombrero tres conejos con las orejas tiesas. Quiere decirse que no es lo mismo partir de un hecho y enfocarlo de forma partidista que inventar ese hecho y difundirlo como cosa cierta.
Para ayudar en esa tarea, para procurar que realidad y verdad acerquen posturas, a nuestros políticos no se les ha ocurrido mejor idea que sacar de la chistera nuevas palabras para nombrar ciertas cosas. Y así tenemos que su lenguaje se está convirtiendo en una especie de neolengua imposible que confirma el poco respeto que sienten por la inteligencia ajena.
Estamos volviendo a los tiempos aquellos que ya teníamos olvidados, a cuando al ministro del ramo se le ocurrió llamar al 1 de mayo fiesta de San José Artesano. ¿Se acuerdan? Pues algo así viene a ser la propuesta del ministro de justicia Ruiz Gallardón, que quiere suprimir la palabra imputado y sustituirla por otra más suave que no induzca a la condena mediática. Siguiendo en la misma línea Cospedal ha prohibido la palabra desahucio y Rubalcaba, para no ser menos, sugiere la posibilidad de que su formación política cambie incluso de nombre. Ha propuesto que abandone la vieja palabra obrero y, aprovechando que las siglas coinciden, pase a llamarse Partido de los Socialistas Europeos-PSOE.
A las palabras les ocurre lo que a las monedas, que no siempre tienen el mismo valor, pero es muy diferente que pierdan valor por el paso del tiempo a que los políticos se dediquen a falsificarlas y, luego, intenten darnos el timo colándolas al descuido como si fueran auténticas.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
Quijote tenemos, nos falta Sancho
Milio Mariño
"Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla”.
El párrafo anterior figura en el prólogo del Quijote, libro que abrí cuando concluyó el debate del estado de la nación. Me había venido la idea de que Rajoy y Rubalcaba acababan de escenificar uno de aquellos diálogos entre el Ingenioso Hidalgo y su escudero Sancho. Un diálogo para oírlo porque físicamente, a menos que Rubalcaba engorde y se afeite, no se parecen, pero oyéndolos tengo que darle la razón a Vargas Llosa, que lleva años empeñado en demostrar que la novela de Cervantes prefigura el neoliberalismo iniciado por Ronald Reagan y Margareth Thatcher.
La comparación puede parecer estrambótica pero quizá merezca un vistazo si nos atenemos a las consecuencias de unos libros caballerescos, llamados hoy de economía, que nos han llevado a que cuanto mejor están los señores peor le va al pueblo llano. Un vistazo que se vuelve interesante al advertir que la España de ahora es muy parecida a la descrita por Cervantes, pues aquella era una época en la que corría el oro, que llegaba del expolio de las Américas, pero disminuía la posibilidad de ganarse el sustento, ejerciendo un oficio o dedicándose a trabajar la tierra. El peso de la economía estaba en lo que aportaban los conquistadores, de modo que se prescindía del trabajo y aumentaba la desocupación de la gente, propiciando la aparición de rufianes y lazarillos.
En aquella España, de grandezas y miserias, Don Quijote vivía de fantasías, era inconsciente el mundo real; en cambio Sancho, que pertenecía a una clase social más explotada, solo aspiraba a tener un salario que le permitiera vivir con un mínimo de decoro. Así se refleja en el capítulo VII de la segunda parte de la obra, donde dice Sancho:
“Voy a parar en que vuestra merced me señale salario conocido de lo que me ha de dar cada mes el tiempo que le sirviere, y que el tal salario se me pague de su hacienda; que no quiero estar a mercedes, que llegan tarde, o mal, o nunca”.
A lo cual don Quijote responde: “Mira, Sancho, yo bien te señalaría salario, si hubiera hallado en alguna de las historias de los caballeros andantes ejemplo; pero yo he leído todas o las más de sus historias, y no me acuerdo de haber leído que ningún caballero haya señalado salario a su escudero. De modo que si no queréis venir a merced conmigo, que Dios quede con vos y os haga un santo; que a mí no me faltarán escuderos más obedientes, más solícitos, y no tan empachados”.
La idea de nuestro hidalgo, el Presidente del Gobierno, viene a ser la misma: que vayamos a merced de lo que propone y que, si acaso, al final del tránsito y después de mucho sacrificio, igual alcanzamos la recompensa de alguna ínsula.
¿Qué se quiere decir con esto? Pues poco, o casi nada. Uno no llega a tanto como Vargas Llosa. Si acaso que Quijote tenemos, lo que no tenemos, y echamos en falta, es un Sancho fuerte que detenga los disparates y desvaríos del caballero. Un Sancho que, como en la obra de Cervantes, haga que don Quijote entre en razones.
"Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla”.
El párrafo anterior figura en el prólogo del Quijote, libro que abrí cuando concluyó el debate del estado de la nación. Me había venido la idea de que Rajoy y Rubalcaba acababan de escenificar uno de aquellos diálogos entre el Ingenioso Hidalgo y su escudero Sancho. Un diálogo para oírlo porque físicamente, a menos que Rubalcaba engorde y se afeite, no se parecen, pero oyéndolos tengo que darle la razón a Vargas Llosa, que lleva años empeñado en demostrar que la novela de Cervantes prefigura el neoliberalismo iniciado por Ronald Reagan y Margareth Thatcher.
La comparación puede parecer estrambótica pero quizá merezca un vistazo si nos atenemos a las consecuencias de unos libros caballerescos, llamados hoy de economía, que nos han llevado a que cuanto mejor están los señores peor le va al pueblo llano. Un vistazo que se vuelve interesante al advertir que la España de ahora es muy parecida a la descrita por Cervantes, pues aquella era una época en la que corría el oro, que llegaba del expolio de las Américas, pero disminuía la posibilidad de ganarse el sustento, ejerciendo un oficio o dedicándose a trabajar la tierra. El peso de la economía estaba en lo que aportaban los conquistadores, de modo que se prescindía del trabajo y aumentaba la desocupación de la gente, propiciando la aparición de rufianes y lazarillos.
En aquella España, de grandezas y miserias, Don Quijote vivía de fantasías, era inconsciente el mundo real; en cambio Sancho, que pertenecía a una clase social más explotada, solo aspiraba a tener un salario que le permitiera vivir con un mínimo de decoro. Así se refleja en el capítulo VII de la segunda parte de la obra, donde dice Sancho:
“Voy a parar en que vuestra merced me señale salario conocido de lo que me ha de dar cada mes el tiempo que le sirviere, y que el tal salario se me pague de su hacienda; que no quiero estar a mercedes, que llegan tarde, o mal, o nunca”.
A lo cual don Quijote responde: “Mira, Sancho, yo bien te señalaría salario, si hubiera hallado en alguna de las historias de los caballeros andantes ejemplo; pero yo he leído todas o las más de sus historias, y no me acuerdo de haber leído que ningún caballero haya señalado salario a su escudero. De modo que si no queréis venir a merced conmigo, que Dios quede con vos y os haga un santo; que a mí no me faltarán escuderos más obedientes, más solícitos, y no tan empachados”.
La idea de nuestro hidalgo, el Presidente del Gobierno, viene a ser la misma: que vayamos a merced de lo que propone y que, si acaso, al final del tránsito y después de mucho sacrificio, igual alcanzamos la recompensa de alguna ínsula.
¿Qué se quiere decir con esto? Pues poco, o casi nada. Uno no llega a tanto como Vargas Llosa. Si acaso que Quijote tenemos, lo que no tenemos, y echamos en falta, es un Sancho fuerte que detenga los disparates y desvaríos del caballero. Un Sancho que, como en la obra de Cervantes, haga que don Quijote entre en razones.
Milio Mariño/
Artículo de Opinión/ La Nueva España
martes, 19 de febrero de 2013
El deber indebido
Milio Mariño
La semana pasada la pasé a medias entre el Pitecantropus y el Homo erectus por culpa de un lumbago que hizo que algo tan sencillo como atar los zapatos fuera una hazaña. Para animarme, los buenos amigos dijeron que debía ser cosa del tiempo pero intuyo que debió ser del tiempo referido a la edad. Así que procuré llevarlo con dignidad y recordé lo que un día le oí decir a Juanjo Millas, que el lumbago es al cuerpo lo que la depresión al alma: un dolor indeterminado y muy difícil de curar.
Recuperé la vertical poco antes de escribir este artículo, y créanme si les digo que me sentí como esos héroes de las películas cuya vida comienza cuando comienza la acción. Estaba tan contento que se me ocurrió pensar que, quizá, hubiera sido una metáfora del antroxu que me disfrazó de simio para recordarme que las libertades están siempre en peligro. Las dos, la física y la otra, porque si la espalda está a merced de un aire traidor quién nos dice que en cualquier momento, ahora mismo, no pueda haber alguien que esté subrayando nuestro nombre con un lápiz rojo y que ese sea el inicio de un procedimiento que dará como resultado que nos rebajen la pensión, nos quiten la paga extra, nos hagan pagar los medicamentos, nos desahucien y nos echen a la calle o nos incluyan en un ERE que acabe en despido.
¿Cómo llegamos a conocer el origen de lo que sucede? Pues nada, que no llegamos. Y, cuando digo que no llegamos, me refiero a que esa ignorancia igual puede aplicarse al lumbago que a los motivos por los que un Presidente de Gobierno hace lo contrario de lo que prometió.
Si le preguntáramos a Rajoy qué quiso decir con eso de que no ha cumplido sus promesas pero sí con su deber, respondería como cuando le preguntan a uno por cómo fue que le dio el lumbago. Ni puta idea. Es decir que nos toca a nosotros establecer la relación causa efecto. Discurrir y especular cuál debería ser el deber primero, si ese que, al parecer, obligó a Rajoy a incumplir las promesas o el de mantenerlas contra viento y marea.
El dilema no es tontería, se parece bastante al del huevo y la gallina. Algo tan antiguo que ya traía de cabeza al filósofo Aristóteles. Desde entonces, hace 23 siglos, todo fueron conjeturas pero en 2001 aparecieron Stephen Hawking y Christopher Langan y concluyeron que lo primero fue el huevo. Fue el huevo sin discusión, dijeron los científicos, pero, claro, no aclararon si era de gallina.
Rajoy, pienso yo, se inclina más por hacerle caso a la Biblia, apuesta por la gallina. La gallina sería lo primero, sería el instrumento. Es decir, que estaría al servicio del huevo y no al revés.
De todas formas lo cuenta es el resultado, no el origen de la cuestión. Y, el resultado, ya lo están viendo, es doloroso. El deber que dice haber cumplido Rajoy es el deber malo, es el que se asemeja a ese bicho de dos patas y pico que solemos relacionar con el miedo. Claro que lo peor es que, el pollo, para mayor escarnio, se ufana de lo que ha hecho. Es como si yo presumiera de lumbago e intentara hacerles creer que caminar como un simio es mejor que caminar erguido.
La semana pasada la pasé a medias entre el Pitecantropus y el Homo erectus por culpa de un lumbago que hizo que algo tan sencillo como atar los zapatos fuera una hazaña. Para animarme, los buenos amigos dijeron que debía ser cosa del tiempo pero intuyo que debió ser del tiempo referido a la edad. Así que procuré llevarlo con dignidad y recordé lo que un día le oí decir a Juanjo Millas, que el lumbago es al cuerpo lo que la depresión al alma: un dolor indeterminado y muy difícil de curar.
Recuperé la vertical poco antes de escribir este artículo, y créanme si les digo que me sentí como esos héroes de las películas cuya vida comienza cuando comienza la acción. Estaba tan contento que se me ocurrió pensar que, quizá, hubiera sido una metáfora del antroxu que me disfrazó de simio para recordarme que las libertades están siempre en peligro. Las dos, la física y la otra, porque si la espalda está a merced de un aire traidor quién nos dice que en cualquier momento, ahora mismo, no pueda haber alguien que esté subrayando nuestro nombre con un lápiz rojo y que ese sea el inicio de un procedimiento que dará como resultado que nos rebajen la pensión, nos quiten la paga extra, nos hagan pagar los medicamentos, nos desahucien y nos echen a la calle o nos incluyan en un ERE que acabe en despido.
¿Cómo llegamos a conocer el origen de lo que sucede? Pues nada, que no llegamos. Y, cuando digo que no llegamos, me refiero a que esa ignorancia igual puede aplicarse al lumbago que a los motivos por los que un Presidente de Gobierno hace lo contrario de lo que prometió.
Si le preguntáramos a Rajoy qué quiso decir con eso de que no ha cumplido sus promesas pero sí con su deber, respondería como cuando le preguntan a uno por cómo fue que le dio el lumbago. Ni puta idea. Es decir que nos toca a nosotros establecer la relación causa efecto. Discurrir y especular cuál debería ser el deber primero, si ese que, al parecer, obligó a Rajoy a incumplir las promesas o el de mantenerlas contra viento y marea.
El dilema no es tontería, se parece bastante al del huevo y la gallina. Algo tan antiguo que ya traía de cabeza al filósofo Aristóteles. Desde entonces, hace 23 siglos, todo fueron conjeturas pero en 2001 aparecieron Stephen Hawking y Christopher Langan y concluyeron que lo primero fue el huevo. Fue el huevo sin discusión, dijeron los científicos, pero, claro, no aclararon si era de gallina.
Rajoy, pienso yo, se inclina más por hacerle caso a la Biblia, apuesta por la gallina. La gallina sería lo primero, sería el instrumento. Es decir, que estaría al servicio del huevo y no al revés.
De todas formas lo cuenta es el resultado, no el origen de la cuestión. Y, el resultado, ya lo están viendo, es doloroso. El deber que dice haber cumplido Rajoy es el deber malo, es el que se asemeja a ese bicho de dos patas y pico que solemos relacionar con el miedo. Claro que lo peor es que, el pollo, para mayor escarnio, se ufana de lo que ha hecho. Es como si yo presumiera de lumbago e intentara hacerles creer que caminar como un simio es mejor que caminar erguido.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
miércoles, 30 de enero de 2013
El frío antiguo
Milio Mariño
El frío es tan antiguo que mucha gente creía que estaba en vías de extinción. Por eso, a pesar de que los medios venían anunciando que volvería por estas fechas, pocos creían que pudiera volver. Pero volvió. Y, como llevábamos no sé cuánto hablando de dinero negro y cuentas en Suiza, agradecimos cambiar de tema y retomar el viejo discurso de que no hace ni la mitad de frio que cuando éramos niños. Que ya no caen aquellas heladas ni nieva como entonces.
A mí también me lo parece, de modo que soy de los que meten baza cuando oigo hablar de que los charcos eran cubiteras de hielo, los carámbanos colgaban de los tejados y las orejas cambiaban de color, convirtiéndose en berenjenas adornadas por unos sabañones que ríanse ustedes de los piercing exagerados. Aquello sí era frio, un frio como el que debe hacer en Suiza. Que, por cierto, no sé si será bueno para las personas pero al dinero le sienta de maravilla.
Imagino que muchos habrán reparado en que el frío depende mucho del sitio. El de Suiza, por poner un ejemplo, siempre fue un frio de prestigio, un frio elegante y aristocrático muy alejado del nuestro, que tuvo y tiene fama de pobre porque en lugar de traernos millonarios a esquiar trajo gripes y catarros y prendas tan horrorosas como la pelliza de paño y el pasamontañas negro.
Aquí hablamos de frio y, enseguida, nos viene el recuerdo del calor de la cocina. Lo cual, además de ser agradable, nos lleva a la reflexión sensata de que no conviene confundir el frio que haga con el que sentimos. Quiere decirse que no es lo mismo vivir en un piso con calefacción y pasear bien abrigado, con el estómago lleno, que vivir en un banco del parque o estar en el paro y dar vueltas por la calle tratando de encontrar trabajo. El frio es el mismo pero se siente distinto.
De todas maneras, para mí que es verdad que el clima ha cambiado, pero también hemos cambiado nosotros. La vida, ahora, es más fácil. Hablo desde la perspectiva de la gente de mi generación, aquellos que cuando éramos niños, el único calor que había en casa era el que salía del fuego de la cocina. Esa es la memoria que algunos tenemos del frío. Quienes, entonces, ya tenían calefacción quizá piensen de otra manera. Por eso nos parece que hace menos frio que antes. Nos parece aunque no sea del todo cierto pues mientras estaba dándole vueltas a esto, en la barra de un bar y con un caldo de pita delante, en la televisión apareció un reportero que le puso el micro a una madre que se lamentaba de que su hija tuviera que estudiar metida en la cama porque, ella y el padre, estaban en paro y el dinero no les llegaba para poner la calefacción.
Fue como volver al frío antiguo. Como darme cuenta, al instante, de que el frio había regresado y se había colado por las rendijas de un progreso desmemoriado que decidió acabar con el calor de las cocinas de carbón, convenciéndonos de que era un calor sentimental que no iba con estos tiempos. Quizá no haga el frio de entonces pero es, realmente, un atraso que la niña que estudia en la cama no pueda hacerlo en una de aquellas cocinas que algunos recordamos.
El frío es tan antiguo que mucha gente creía que estaba en vías de extinción. Por eso, a pesar de que los medios venían anunciando que volvería por estas fechas, pocos creían que pudiera volver. Pero volvió. Y, como llevábamos no sé cuánto hablando de dinero negro y cuentas en Suiza, agradecimos cambiar de tema y retomar el viejo discurso de que no hace ni la mitad de frio que cuando éramos niños. Que ya no caen aquellas heladas ni nieva como entonces.
A mí también me lo parece, de modo que soy de los que meten baza cuando oigo hablar de que los charcos eran cubiteras de hielo, los carámbanos colgaban de los tejados y las orejas cambiaban de color, convirtiéndose en berenjenas adornadas por unos sabañones que ríanse ustedes de los piercing exagerados. Aquello sí era frio, un frio como el que debe hacer en Suiza. Que, por cierto, no sé si será bueno para las personas pero al dinero le sienta de maravilla.
Imagino que muchos habrán reparado en que el frío depende mucho del sitio. El de Suiza, por poner un ejemplo, siempre fue un frio de prestigio, un frio elegante y aristocrático muy alejado del nuestro, que tuvo y tiene fama de pobre porque en lugar de traernos millonarios a esquiar trajo gripes y catarros y prendas tan horrorosas como la pelliza de paño y el pasamontañas negro.
Aquí hablamos de frio y, enseguida, nos viene el recuerdo del calor de la cocina. Lo cual, además de ser agradable, nos lleva a la reflexión sensata de que no conviene confundir el frio que haga con el que sentimos. Quiere decirse que no es lo mismo vivir en un piso con calefacción y pasear bien abrigado, con el estómago lleno, que vivir en un banco del parque o estar en el paro y dar vueltas por la calle tratando de encontrar trabajo. El frio es el mismo pero se siente distinto.
De todas maneras, para mí que es verdad que el clima ha cambiado, pero también hemos cambiado nosotros. La vida, ahora, es más fácil. Hablo desde la perspectiva de la gente de mi generación, aquellos que cuando éramos niños, el único calor que había en casa era el que salía del fuego de la cocina. Esa es la memoria que algunos tenemos del frío. Quienes, entonces, ya tenían calefacción quizá piensen de otra manera. Por eso nos parece que hace menos frio que antes. Nos parece aunque no sea del todo cierto pues mientras estaba dándole vueltas a esto, en la barra de un bar y con un caldo de pita delante, en la televisión apareció un reportero que le puso el micro a una madre que se lamentaba de que su hija tuviera que estudiar metida en la cama porque, ella y el padre, estaban en paro y el dinero no les llegaba para poner la calefacción.
Fue como volver al frío antiguo. Como darme cuenta, al instante, de que el frio había regresado y se había colado por las rendijas de un progreso desmemoriado que decidió acabar con el calor de las cocinas de carbón, convenciéndonos de que era un calor sentimental que no iba con estos tiempos. Quizá no haga el frio de entonces pero es, realmente, un atraso que la niña que estudia en la cama no pueda hacerlo en una de aquellas cocinas que algunos recordamos.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
viernes, 25 de enero de 2013
Pensando en España S.A.
Milio Mariño
Una de estas noches que llovió con ganas desperté de madrugada y permanecí entre las sábanas por miedo a que el sueño fuera la realidad. Acababa de soñar que España había dejado de existir como país para constituirse en una empresa que se llamaba igual. Es decir que ya no éramos un estado social y democrático de derecho que propugnaba, como valores del ordenamiento jurídico, la libertad, la justicia y la igualdad, sino que habíamos pasado a ser España SA, una sociedad anónima que cotizaba en la Bolsa de Berlín y tenía un consejo de administración presidido por un Registrador de la propiedad llamado Mariano Rajoy.
Estuve un buen rato, quieto en la cama, dilucidando si aquella idea vendría de lo soñado o del recuerdo de una película que viera la noche anterior. Llegué a pensar que quizá fuera una fantasía de esas que se le ocurren a uno cuando intenta escribir un artículo y no da con el tema adecuado. No paraba de darle vueltas porque era pronto para levantarme pero la incertidumbre se hizo insoportable y los nervios me empujaron, primero al baño y luego a la cocina, donde preparé el desayuno y encendí la radio, a la espera de que las noticias me devolvieran al mundo real.
El primer informativo llegó cuando la cocina ya olía a café. Dijeron que un señor, que había sido tesorero del PP, tenía veintidós millones de euros en Suiza, que un hijo de Jordi Pujol había vendido su colección de coches antiguos y que un kamikaze, condenado a trece años de cárcel, había sido indultado por el gobierno. Nadie dijo nada de que España fuera una empresa pero entrevistaron a un mandamás que habló de que era necesario prescindir de las urgencias médicas para reducir el gasto. Por el tono daba a entender que la decisión no tenía marcha atrás, de modo que todo apuntaba a que debía de haber sido tomada por el consejo de administración.
Tuve la certeza entonces de que, al margen de lo que hubiera podido soñar, España había dejado de ser un Estado para convertirse en una sociedad anónima. Lo curioso era que, al contrario de lo que había sucedido cuando estaba en la cama, no me supuso ninguna inquietud. Tal vez, pienso yo, porque no soy lo bastante listo como para calibrar el alcance de un cambio de tal magnitud. De ahí que solo me preocupara por cuál sería mi papel en la España SA, pues descartado que pudiera ser accionista solo quedaba ser empleado o cliente. No tenía más opciones, pero tampoco encajaba en ninguna. Empleado no podía ser porque ya estoy jubilado. Y cliente menos aún. Mis necesidades básicas están cubiertas por lo que estuve pagando durante cuarenta años, así es que no estoy dispuesto a pagar dos veces y comprar nada de lo que ofrecen.
Cuando acabé de desayunar llegué a la conclusión de que soy un crónico de los desajustes orgánicos. Tuve que jubilarme por exceso de personal y ahora quedo fuera de esta empresa, que era mi país, por un reajuste contable. A saber lo que me espera de aquí en adelante pues al no ser accionista ni empleado ni cliente, deduzco que debo ser un ente virtual. Tal vez sea esa la única forma de sobrevivir. Sería peligroso que supieran que existo y que no estoy dispuesto a cambiar de hábitos.
Una de estas noches que llovió con ganas desperté de madrugada y permanecí entre las sábanas por miedo a que el sueño fuera la realidad. Acababa de soñar que España había dejado de existir como país para constituirse en una empresa que se llamaba igual. Es decir que ya no éramos un estado social y democrático de derecho que propugnaba, como valores del ordenamiento jurídico, la libertad, la justicia y la igualdad, sino que habíamos pasado a ser España SA, una sociedad anónima que cotizaba en la Bolsa de Berlín y tenía un consejo de administración presidido por un Registrador de la propiedad llamado Mariano Rajoy.
Estuve un buen rato, quieto en la cama, dilucidando si aquella idea vendría de lo soñado o del recuerdo de una película que viera la noche anterior. Llegué a pensar que quizá fuera una fantasía de esas que se le ocurren a uno cuando intenta escribir un artículo y no da con el tema adecuado. No paraba de darle vueltas porque era pronto para levantarme pero la incertidumbre se hizo insoportable y los nervios me empujaron, primero al baño y luego a la cocina, donde preparé el desayuno y encendí la radio, a la espera de que las noticias me devolvieran al mundo real.
El primer informativo llegó cuando la cocina ya olía a café. Dijeron que un señor, que había sido tesorero del PP, tenía veintidós millones de euros en Suiza, que un hijo de Jordi Pujol había vendido su colección de coches antiguos y que un kamikaze, condenado a trece años de cárcel, había sido indultado por el gobierno. Nadie dijo nada de que España fuera una empresa pero entrevistaron a un mandamás que habló de que era necesario prescindir de las urgencias médicas para reducir el gasto. Por el tono daba a entender que la decisión no tenía marcha atrás, de modo que todo apuntaba a que debía de haber sido tomada por el consejo de administración.
Tuve la certeza entonces de que, al margen de lo que hubiera podido soñar, España había dejado de ser un Estado para convertirse en una sociedad anónima. Lo curioso era que, al contrario de lo que había sucedido cuando estaba en la cama, no me supuso ninguna inquietud. Tal vez, pienso yo, porque no soy lo bastante listo como para calibrar el alcance de un cambio de tal magnitud. De ahí que solo me preocupara por cuál sería mi papel en la España SA, pues descartado que pudiera ser accionista solo quedaba ser empleado o cliente. No tenía más opciones, pero tampoco encajaba en ninguna. Empleado no podía ser porque ya estoy jubilado. Y cliente menos aún. Mis necesidades básicas están cubiertas por lo que estuve pagando durante cuarenta años, así es que no estoy dispuesto a pagar dos veces y comprar nada de lo que ofrecen.
Cuando acabé de desayunar llegué a la conclusión de que soy un crónico de los desajustes orgánicos. Tuve que jubilarme por exceso de personal y ahora quedo fuera de esta empresa, que era mi país, por un reajuste contable. A saber lo que me espera de aquí en adelante pues al no ser accionista ni empleado ni cliente, deduzco que debo ser un ente virtual. Tal vez sea esa la única forma de sobrevivir. Sería peligroso que supieran que existo y que no estoy dispuesto a cambiar de hábitos.
Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
jueves, 10 de enero de 2013
Palabras del año pasado
Milio Mariño
En el primer periódico de 2013, leí que el año pasado habían surgido palabras nuevas como chaturbarse (masturbarse mientras se participa en un chat), tróspido (raro y negativo además de hortera) o yayoflauta (persona de la tercera edad que defiende activamente los derechos de sus hijos y sus nietos).
Estas palabras y hasta un total de veinte son las que, al parecer, se han colado en nuestro vocabulario, a lo largo de 2012. Lo cual, de ser cierto, demostraría que el lenguaje evoluciona, como nosotros, hacia el empobrecimiento y que casi siempre lo hace por cuestiones extralingüísticas. Por temor a que las palabras que conocemos no basten para designar la nueva realidad que se impone y nos empuja a pensar que esto de ahora no va a cabernos en la cabeza. Por eso surgen palabras nuevas como las que dijimos y otras que venimos usando, aunque nadie sepa qué significan ni se ajusten a ninguna regla. Ahí está decrecimiento, palabra inventada por los economistas y los políticos, que no tiene que ver con la construcción española derivada del prefijo des, pues lo correcto sería decir descrecimiento igual que se dice desvestir, deshacer o descomponer.
Todo esto lo digo con la prudencia de quien no es, ni mucho menos, lingüista pero entiende que no hace falta ser un experto para darse cuenta de que los poderosos han prescindido de los poetas por qué piensan que son prescindibles. Piensan que cualquiera puede hacer lo que ellos hacen, pero no es fácil meter esta nueva realidad que tenemos en una o varias palabras. Recuerdo que hace tiempo leí un libro en el que Giovani Papini relataba su encuentro, en un manicomio, con un multimillonario aburrido que había decidido entretenerse entrevistando a personalidades de la época, a las que intentaba sonsacar lo peor de sí mismas y de la sociedad en que vivían. El resultado final, después de haber recogido todo lo que dijeron, fue que intentó resumirlo en un único verbo y se encontró con la sorpresa de que le salió un sustantivo. Le salió estupor, como síntesis de lo real.
Estupor es palabra antigua que apenas ya ni se usa. Los medios, y la sociedad, la han apartado de nuestro vocabulario pero creo que es la que mejor podría definir el momento que vivimos. Quizá se preste a confusión. Quizá se confunda, a veces, con asombro pero, aunque de asombro tiene bastante, lo principal, de su significado, es que añade la renuncia. El estupefacto se sorprende y se asombra pero, a la vez, se siente incapaz de reaccionar porque entiende que los acontecimientos violan todos los principios en los que se funda su concepción de la sociedad y enfrentarse a ellos sería absurdo.
Aún estamos en esa fase, de modo que habría motivos para el revival de esa palabra pero sospecho que estupor no estará entre elegidas, al final de este año. Antes inventarán otra que sea más confusa e ininteligible. Alguna palabra nueva que defina estas realidades difíciles que no nos caben en la cabeza.
Ya ven en qué quedan las nuevas palabras de 2012: charturbarse, tróspido y yayoflauta. Bueno y esa otra, decrecimiento, a la que atribuyen un significado que no corresponde.
Jodorowsky dijo que las palabras forjan la realidad pero no la son. Y Saramago añadió que hay que darles la vuelta y arrancarles la piel para entender de qué están hechas.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España.
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En el primer periódico de 2013, leí que el año pasado habían surgido palabras nuevas como chaturbarse (masturbarse mientras se participa en un chat), tróspido (raro y negativo además de hortera) o yayoflauta (persona de la tercera edad que defiende activamente los derechos de sus hijos y sus nietos).
Estas palabras y hasta un total de veinte son las que, al parecer, se han colado en nuestro vocabulario, a lo largo de 2012. Lo cual, de ser cierto, demostraría que el lenguaje evoluciona, como nosotros, hacia el empobrecimiento y que casi siempre lo hace por cuestiones extralingüísticas. Por temor a que las palabras que conocemos no basten para designar la nueva realidad que se impone y nos empuja a pensar que esto de ahora no va a cabernos en la cabeza. Por eso surgen palabras nuevas como las que dijimos y otras que venimos usando, aunque nadie sepa qué significan ni se ajusten a ninguna regla. Ahí está decrecimiento, palabra inventada por los economistas y los políticos, que no tiene que ver con la construcción española derivada del prefijo des, pues lo correcto sería decir descrecimiento igual que se dice desvestir, deshacer o descomponer.
Todo esto lo digo con la prudencia de quien no es, ni mucho menos, lingüista pero entiende que no hace falta ser un experto para darse cuenta de que los poderosos han prescindido de los poetas por qué piensan que son prescindibles. Piensan que cualquiera puede hacer lo que ellos hacen, pero no es fácil meter esta nueva realidad que tenemos en una o varias palabras. Recuerdo que hace tiempo leí un libro en el que Giovani Papini relataba su encuentro, en un manicomio, con un multimillonario aburrido que había decidido entretenerse entrevistando a personalidades de la época, a las que intentaba sonsacar lo peor de sí mismas y de la sociedad en que vivían. El resultado final, después de haber recogido todo lo que dijeron, fue que intentó resumirlo en un único verbo y se encontró con la sorpresa de que le salió un sustantivo. Le salió estupor, como síntesis de lo real.
Estupor es palabra antigua que apenas ya ni se usa. Los medios, y la sociedad, la han apartado de nuestro vocabulario pero creo que es la que mejor podría definir el momento que vivimos. Quizá se preste a confusión. Quizá se confunda, a veces, con asombro pero, aunque de asombro tiene bastante, lo principal, de su significado, es que añade la renuncia. El estupefacto se sorprende y se asombra pero, a la vez, se siente incapaz de reaccionar porque entiende que los acontecimientos violan todos los principios en los que se funda su concepción de la sociedad y enfrentarse a ellos sería absurdo.
Aún estamos en esa fase, de modo que habría motivos para el revival de esa palabra pero sospecho que estupor no estará entre elegidas, al final de este año. Antes inventarán otra que sea más confusa e ininteligible. Alguna palabra nueva que defina estas realidades difíciles que no nos caben en la cabeza.
Ya ven en qué quedan las nuevas palabras de 2012: charturbarse, tróspido y yayoflauta. Bueno y esa otra, decrecimiento, a la que atribuyen un significado que no corresponde.
Jodorowsky dijo que las palabras forjan la realidad pero no la son. Y Saramago añadió que hay que darles la vuelta y arrancarles la piel para entender de qué están hechas.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España.
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