lunes, 24 de octubre de 2011

Culpable, aunque se demuestre lo contrario

Milio Mariño

A menudo pienso que soy culpable. Es un sentimiento que me quedó de la educación que me dieron los curas y luego, en la mili, completaron los militares. Para ampliar mi formación, posgrado, pasé cuarenta años en una fábrica, donde la presunción de inocencia consiste en que el empresario te manda a la calle porque llevas una corbata a rayas y eres tú el que tiene que demostrar que las rayas eran lunares. Pero eso no es todo porque, aun en el caso de que demuestres, y el juez sentencie, que la corbata era como decías, el empresario compra tu culpabilidad, paga cuatro perras y te sigue dejando en la calle.

Así es la historia; entre el colegio, la mili y la fábrica, uno cumple 60 años y resulta que, en lo que lleva de vida, nunca ha sido inocente. Y entonces piensa que algo raro debe estar ocurriendo con su percepción del tiempo o, aún peor, con su comprensión de la vida y la suerte de haber pasado de una dictadura despreciable a un régimen de libertades.

Ahora es la mía, dices cuando te prejubilas y cobras una pensión que no es para tirar cohetes, pero te permite disfrutar, lo que te quede de vida, como si vivieras en una isla ajena a lo que sucede en un continente de políticos derrochadores, estrategas de chicha y nabo, especuladores, estafadores de guante blanco y ladrones avariciosos que se sirven del dinero público para fijarse sueldos millonarios e indemnizaciones escandalosas. Piensas que, a pesar de tu indefensión, has logrado sobrevivir a la catástrofe. Y te alegras. Te alegras tanto que casi te sientes en deuda, de modo que al verte vivo y rodeado de escombros, y aún a pesar de que ni siquiera puedes apoyarte en el bastón de tus convicciones, pues han caído en el descrédito y se tienen por obsoletas, inservibles y anticuadas, vuelves a lo que hacías de joven. Vuelves a la calle para acompañar a los que la ocupan por creer que tienen razones más que sobradas y merecen que sacrifiques tu tiempo libre para echarles una mano. Vuelves sintiéndote casi invisible, pero quienes estaban, y están, arriba consideran que has cometido un delito de insubordinación intolerable contra el que sólo cabe la carga policial sin contemplaciones y la rebaja de tu condición de persona a la de animal perro flauta.

Sigues siendo culpable. Creías que habías pagado tus culpas cumpliendo con la condena que la sociedad impone a los que son de tu condición y que incluso, siendo agnóstico, habías aceptado lo que sentencia ese dios al que adoran los poderosos por su empeño en que la gente se gane el pan sudando a raudales. Pensabas que, aunque sólo fuera al final de la vida, ibas a sentirte libre, pero adviertes que no has dejado de ser culpable y que esa libertad, que creías disfrutar, es una libertad condicional que puede ser retirada, en cualquier momento, por orden de una superioridad que tú mismo has votado. Una superioridad que pone tanta vehemencia en sus mentiras que esa certeza tuya, de que te roban y te mienten, carece de consecuencias objetivas y reales. De modo que tanto da que te convoquen a las urnas que a un concierto de los «Rolling». Hagas lo que hagas, sólo te queda aceptar que eres culpable y atenerte a las consecuencias.

Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión

lunes, 17 de octubre de 2011

Los números cantan

Milio Mariño

Desde muy antiguo he oído decir que los números cantan. Yo me lo creo. Estoy convencido a pesar de que hubo quien hizo la prueba, cogió un puñado de números, los metió en una jaula, les puso lechuga, agua y alpiste, los sacó al sol, y no dijeron ni pío. Nada, ni un trino. No sé, quizá tuvieran un mal día, pero sigo creyendo que cantan. Habría que ver quien era el dueño, como era la jaula y que razones tendrían para no abrir el pico. Habría que saber el motivo, pues hay números que se arrancan por Pedro Guerra, cantando Contra el Poder, y resulta que el dueño quiere que canten España cañí.

Los míos, unos que el otro día se dejaron ver de improviso, me cantaron que destinamos 9.000 millones de euros para las fuerzas armadas y 6.800 para la iglesia católica. Es decir que entre curas y soldados se nos van 15.800 millones de euros.
Es lo que tiene sentarse a la sombra y oír cantar a los números. Sobre todo si, como en mi caso, uno se limita a escuchar y les deja cantar lo que quieran. Así fue que siguieron cantando cosas como que el Gobierno le dio, de propina, a la iglesia una subvención de veinticinco millones de euros, para la visita del Papa, y acabaron con el estribillo de que la iglesia casi nos cuesta lo que nos cuestan las fuerzas armadas.

Los números, en contra de lo que algunos piensan, y quieren hacernos creer, no son caprichosos, son de una racionalidad pasmosa. Se me ocurrió advertir que no entendía por qué juntaban al ejército con la iglesia y respondieron con una lógica que me dejo estupefacto: los metemos en el mismo saco porque son gastos de defensa. El ejército nos defiende contra una hipotética invasión externa y la iglesia contra los ataques del diablo y los enemigos de la fe cristiana.

No se me había ocurrido pero tiene sentido. Eso explica que ninguno de los candidatos, de los principales partidos que se presentan a las elecciones, hable de recortar lo que se destina al ejército y a la iglesia católica, más allá de un porcentaje simbólico. Nada de tijeretazo, la defensa es lo primero, primero que la sanidad, la enseñanza, las pensiones y el gasto social.

Sorprendido de que los números cantaran de ese modo, eché en falta que no hicieran referencia al rescate de los bancos y lo incluyeran también como gasto de defensa. Ahí se les vio el plumero, no obstante sigo pensando que es preferible dejarlos que canten a tapar la jaula y decir que es mejor tenerlos tapados hasta que escampe la crisis. Entre cante y cante uno se entera de lo que no sabia, se entera de que Cáritas consta como una ONG y se financia con cargo a la casilla del 0'7, entre otros ingresos, y no, como yo creía, por donaciones de la iglesia católica. La Iglesia apenas destina recursos a paliar la crisis social. En el pasado ejercicio obtuvo 250 millones de euros, de quienes la consignaron en su casilla del IRPF, y solo aportó 4, a Cáritas.

La sensación que uno tiene es que los números están ahí y siguen cantando como cantaron toda la vida pero hay tanto ruido que unas veces no los oímos y otras estamos tan distraídos que no sabemos de qué va la copla.

Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 10 de octubre de 2011

Eficacia policial

Milio Mariño

Cuando uno descubre que le cuesta entender alguno de esos discursos que clausuran las celebraciones, no suele ser, desde luego, por la complejidad de su contenido. Abunda lo insulso, la simpleza y lo ya sabido de modo que siempre cabe la duda de si merece la pena interesarse o es mejor olvidarlo. En mi caso ganan los olvidos, pero uno también se cansa de ejercer la autocensura y pasar por alto lo que luego acaba dándole la matraca. Cosas como lo que leí que dijo nuestra autoridad policial, la semana pasada: que la gran mayoría de los delincuentes que actúan en Avilés son de casa y que no tenemos tantos malos.

No sé por qué, pero lo suponía. Lo que no suponía era que contando con que tenemos pocos malos, y que los malos son de casa, pudiera darse por bueno que la tasa de esclarecimiento sea del 56,8 por ciento.

El dato, aunque a uno le extrañe, debe ser óptimo. No tendría sentido que lo citaran en un discurso si no fuera para atribuirse el mérito de una eficacia que, comparándola con lo que normalmente se tiene por eficaz, deja mucho que desear. De todas maneras no se me ocurrió, ni se me va a ocurrir, indagar si la estadística, en otras localidades, da como resultado que la policía apenas resuelve la mitad de los casos. Prefiero no saberlo. Prefiero seguir con aquella idea infantil de que el delincuente, por mucho que se las ingenie, siempre acaba en la cárcel.

Mi extrañeza de que, en una localidad pequeña como Avilés que no importa malos de otros sitios, los casos resueltos sean, solo, el 56,8 por ciento, debe tener su origen, además de en mis creencias infantiles, en qué este verano me di un atracón leyendo a Henning Mankel, Hammett Dashiell y Andrea Camilleri, escritores todos de genero negro y creadores, cada uno en su estilo, de una saga de comisarios, eficaces y astutos, a los que es muy difícil engañar, pues están al tanto de todo. Mi sorpresa, al conocer el dato estadístico, debe entenderse en ese contexto y no en el de la crítica ya que si podía tener alguna duda queda disipada, de facto, por el hecho de que a nuestra autoridad policial tampoco se le escapa una. Prueba de ello es que sin desatender su trabajo y con todo lo que supone preparar la fiesta de la policía, los diplomas y los discursos, aún tuvo tiempo de interesarse por las actividades del movimiento ciudadano y advertir que, a la reciente manifestación a favor del Niemeyer, quizá le faltaran algunos papeles.

La tarea de la policía, me consta que no es moco de pavo. Que haya más o menos delincuentes no depende de la sociedad, ni de las fuerzas del orden. Depende de quien dicta las leyes y decide lo qué es y no es delito y, por tanto, lo que debe perseguirse. A este respecto, el campo es tan amplio y la confusión tan grande que uno puede verse en la cárcel por fumar dentro de una cafetería y, en cambio, no tener ningún problema si levanta 10 millones de euros de una Caja de Ahorros en quiebra. Es por eso que me atrevo a sugerir que, en lo sucesivo, la policía debería abstenerse de dar el dato estadístico de los casos resueltos. La gente honrada estaría más tranquila y los delincuentes más preocupados.

Milio Mariño Artículo de Opinión/ La Nueva España

lunes, 3 de octubre de 2011

Otoño antipático

Milio Mariño

A la vuelta de quince días en una cala de Ibiza, sin ver la televisión ni leer el periódico, retorné a la realidad cotidiana y tuve la impresión de que algo había cambiado. Quince días son nada pero me pareció como que la gente ya no distinguía entre lo regular y lo malo a rabiar. Es como si lo detestara todo. Como si escuchara con aburrimiento y siguiera a lo suyo convencida de que, después de las elecciones, iremos, inevitablemente, a peor.

Esa impresión me dio. Y no solo eso, también creí advertir que los políticos que se presentan y parecen destinados a tomar el relevo y ocupar cargos de relevancia lo hacen convencidos de que si resultan elegidos será por desgracia de sus antecesores, no porque la población se entusiasme y los perciba como personas capaces de sacar esto adelante con el menor daño posible para el cautivo y desarmado estado de bienestar que, aún, disfrutamos.

Quizá influyera que uno venía de estar tumbado, a la sombra, escuchando «chill-out» pero la impresión fue como si, por encima de todo, se hubiera impuesto el modelo Mouriño. Como si lo que estuviera de moda fuera la antipatía y el dedo en el ojo. No hay respeto por las instituciones, ni por lo que otros hicieron, ni por el adversario político. Hay desprecio, desdén y un afán de revancha que evidencia que algunos entienden la utilidad de la democracia, únicamente, cuando son ellos los que gobiernan. Solo así se explica que aprovechen cualquier ocasión para el exabrupto, el talante pendenciero, el comentario despreciativo, la burla y hasta el insulto.

En esas estamos. Estamos en un otoño lleno de broncas y salidas de tono, en el que los rostros ceñudos sobresalen por encima de la amabilidad y el buen gusto. Ser antipático, además de los tonos marrones, es lo que se lleva. En diciembre quizá cambie la moda y se lleve otra cosa. No obstante, corremos el peligro de que acabe por parecernos normal lo que no deja de ser anómalo; ese el alarde de mala leche que se ha convertido en la principal ocupación de quienes hace poco llegaron a las comunidades autónomas y los ayuntamientos y de los que aspiran a llegar al Gobierno después de las elecciones.

Lejos de estar contentos, siempre están enfadados. En cuanto tienen la menor oportunidad, despliegan una mala leche descomunal para con sus antecesores, quizá porque acaban de darse cuenta de que, ahora, son ellos los que tendrán que hacer lo que no se cansaban de criticar.

Ignoro si el saber estar y el buen humor cotizan en algún mercado de valores o sirven para rebajar la prima de riesgo, aunque sólo sea de infarto, pero tengo el convencimiento de que nada ayuda tanto como la simpatía y los buenos modales para obtener beneficios, sobre todo en relación a la convivencia entre los seres humanos.

Con el optimismo que regala el Mediterráneo, en el aeropuerto, ya de regreso a casa, compré tres periódicos y me puse a leer con ganas, pero al subir al avión tuve la sensación como si los que viajaban en business class fueran los que aspiran a gobernar y el resto fuéramos, a granel, de la cortina hacia atrás. Debe ser que, en el fondo, uno todavía conserva lo que, ahora, se cuidan de pronunciar y antes llamábamos conciencia de clase. De clase turista, por supuesto.

Milio Mariño /La Nueva España / Artículo de Opinión