lunes, 25 de julio de 2011

Tonto de verano

Milio Mariño

Si aceptáramos que tonto es el que hace tonterías, y que la vida es como una caja de bombones, quedaría por definir cómo llamaríamos al que las padece y las sufre sin rechistar. Merecería que lo llamáramos imbécil pero uno se mira al espejo y se contiene. A lo mejor no es para tanto. Podemos enfadarnos y creer que nos toman el pelo, pero también cabe pasar de largo y tomar las tonterías por lo que son. Sobre todo las que aparecen en los periódicos así que llega el verano.

En verano, los periódicos publican tonterías para dar y tomar. En portada o en las páginas interiores, eso lo decide el director y el consejo de redacción, que, por lo visto, coinciden en el criterio de que el tonto de verano refresca la letra impresa y entretiene más que otra cosa, pues raro es el día que, a lo largo de julio y agosto, sea cual sea el periódico, no encontramos noticias de alguna competición irrisoria, como el Rally de Caracoles de Tricio, o entrevistan a un tipo como aquel pastor de Gerona que el verano pasado, en una entrevista difundida por Europa-press, afirmaba: Si me roban unas cuantas ovejas acepto que las maten y se las coman pero no que graben y me envíen un video en el que se ve como practican zoofilia con una de ellas. Lo hacen para fastidiarme.

Algunos directores se justifican diciendo que estas cosas se publican porque, en verano, escasean las noticias y los periódicos se llenan de becarios pero, por mucho que las noticias escaseen y los becarios sean legión, no creo que sea para llegar a lo que publicaba El Norte de Castilla el pasado 7 de julio: “Una mujer sufre un mareo en su domicilio”. Si esto alcanza a ser noticia no me extrañaría que cualquier día publicaran que nos hemos cortado al afeitarnos.

La disculpa es que estamos en verano y como, en verano, todo tiene sentido se insiste en que los lectores para eso compran el periódico, para leer tonterías o noticias intrascendentes que les entretengan y no les causen problemas. Noticias como la que aparecía hace unos días, la de ese chino, Chen De, que a pesar de sus 71 años y de que no supera el metro y medio de estatura, se mete unos lingotazos de gasolina y queroseno, para aliviar el catarro y la carraspera, que no baja de los tres o cuatro litros al mes.

Las tonterías parece que están de moda y, ahora, en verano copan las páginas de los periódicos en detrimento del reportaje o el relato. Ya verán como, de aquí a septiembre, volvemos a leer noticias, como aquella del verano pasado, en la que se daba cuenta de lo sucedido a un artista enano, de nombre Capitán Dan, que atascó su miembro viril en el tubo de una aspiradora. O, aquella otra que hablaba de un gato que vivía en un asilo y sabía cuando los ancianos iban a morir.

Nadie discute que, en verano, puedan suceder tonterías dignas de ser contadas, pero no más que en invierno. Sirva como ejemplo lo que le ocurrió al genial Tennessee Williams, que murió en el baño cuando, tratando de abrir con la boca un bote de pastillas, el tapón salió hacia su garganta y le produjo la muerte por asfixia. Una muerte tonta que no sucedió en verano, sucedió un 25 de febrero.

Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 18 de julio de 2011

Probatio diabólica

Milio Mariño

Después de desayunar un café con leche y una tostada con miel, leí, asombrado, que don Andrés García Torres, cura de la parroquia de Nuestra Señora de Fátima, en Fuenlabrada, había dicho, para demostrar que no le gustan los hombres, que estaba dispuesto a que le hicieran una prueba rectal. «Que me hagan la prueba, que midan mi ano a ver si lo tengo dilatado», dijo, en tono desafiante, dirigiéndose a Don Joaquín, obispo de la diócesis de Getafe, que insistía en apartarlo del cargo sospechando que es gay y utilizando, como prueba, una foto en la que el cura aparece abrazado, y con el torso desnudo, a Yannik Delgado, un supuesto seminarista que, por lo visto, no lo es. Y aunque lo fuera, pensaría el obispo, en voz baja, razonando que la prueba, en el caso de que fuera superada y confirmara que el ano del señor cura no sobrepasa los limites de lo masculinamente correcto, tampoco demostraría que la imputación carece de fundamento pues, según la ley de Mahoma, adaptada, por imperativo legal, al lenguaje de nuestros tiempos, tan homosexual es el que da como el que toma.

Tal vez lo pensara pero no me consta que el obispo haya hecho referencia a la citada ley ni es previsible que lo haga. Puede echar mano de argumentaciones tan sólidas como la teoría de Ockam, un principio filosófico según el cual cuando dos teorías tienen las mismas consecuencias, la más simple tiene más probabilidades de ser correcta que la compleja. De cualquier manera, el caso no viene aquí por la repercusión social de una prueba, hasta ahora, insólita que se ha convertido en la comidilla del verano. El caso merece nuestra atención porque, una vez más, estamos ante otro atropello de lo que se considera fundamental en un Estado de derecho. La carga de la prueba, sobre los hechos constitutivos de la pretensión punible, corresponde exclusivamente a la acusación, sin que sea exigible a la defensa que demuestre su inocencia y menos que acepte ser sometida a una «probatio diabólica».

Algunos de ustedes, a los que supongo legos en la materia, se estarán preguntando si la «probatio diabólica» tendrá que ver con la iglesia. A mi no me cabe duda pues consiste en qué si usted confiesa, es culpable. Y si no confiesa, ni aun en el caso de que le sometan a la tortura de la bañera, o le claven palillos entre las uñas, es que el diablo le ha dado fuerzas para soportar esas perrerías y, por tanto, también es culpable.

En resumidas cuentas que, don Andrés, lo tenía tan crudo que ni pidiendo que le midieran el culo podía salvarse. Y así fue, al final claudicó. Entregó las llaves de la parroquia y se armó la de Dios es Cristo. Los feligreses, visiblemente indignados, acamparon frente a la iglesia y amenazan con rezar rosarios hasta que repongan al cura en su puesto de párroco.

El conflicto va para largo y lo que me sorprende es que no veo el problema. ¿Qué más le dará, al obispo, que al cura de Fuenlabrada, o al de donde sea, le gusten las mujeres o los hombres? ¿No están sometidos al voto de castidad? Pues entonces. ¿No les parece una contradicción, o una probatio diabólica, que a los curas, para ser titulares de una parroquia, les exijan que tienen que gustarles las mujeres?


Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión

lunes, 11 de julio de 2011

Estar pez y comer pescado

Milio Mariño

No me da reparo decirlo: he llegado a la edad que tengo por ignorancia. Hay que ser honestos, hay que decir la verdad. Cuando era niño, y hasta hace bien poco, no había autoridades sanitarias, así que como no sabíamos lo que era bueno, o malo, para la salud comíamos de todo. Lo que no mata engorda decían entonces. Y venga platos de cocido, venga chorizo, chuletas de cerdo y arroz con leche a la plancha. Y pescado, por supuesto. Bocarte, bonito, alguna merluza? Lo que pillaran. Dependía de la costera, que es a la mar lo que en tierra llamamos cosecha. Una época del año en la que se da esto o lo otro y no como ahora que lo mismo hay lechugas en diciembre que besugos en agosto.

Fíjense si éramos ignorantes que solo sabíamos que las lentejas tenían hierro y el pescado azul mucho fósforo. Ahora, en cambio, sabemos que el pescado tiene fósforo, mercurio y bifenilos policlorados, que no sé lo que serán pero, al oído, dan menos miedo que el e-coli del pepino.

Ya sé que eran otros tiempos, más duros que estos de ahora, y que los peces comían lo que pillaban. Lo cual explica que no se le ocurriera a nadie pedirles a las sardinas que tuvieran Omega-3. Tenían lo que tenían, por eso estaban tan baratas. Pero los tiempos cambian y al precio que está hoy el bonito solo faltaba que siguiera teniendo los mismos minerales y las mismas propiedades de entonces que, por lo que decían, mejoraba la visión nocturna y la resistencia a las infecciones. Eso está superado, ahora tenemos antibióticos y tocamos a farola y media por habitante. Es comprensible, por tanto, que, en su afán por aportar cosas nuevas, los peces y los crustáceos se hayan atiborrado de las sustancias que vertemos impunemente al mar, y que las autoridades sanitarias hayan puesto el grito en el cielo, advirtiendo de que las embarazadas han de tener cuidado con el bonito y las madres no deberían dárselo, ni a la plancha ni con tomate, a los niños lactantes.

Algunos responderán, seguramente, que siempre han comido bonito y que, además, les miraban la fiebre con un termómetro de mercurio. Bueno ya, pero las cosas se descubren cuando se descubren. Hace unos años el aceite de oliva era poco recomendable y el de girasol una bendición para la salud. Luego se supo que todo obedecía a una campaña de marketing ¿Quién nos dice que, en la próxima década, no descubran que cocinar con soplete, además de ser malo para la espalda, provoca estreñimiento y meteorismo descontrolado?

No me parece mal que las autoridades sanitarias alerten sobre el consumo excesivo de ciertos pescados. Lo que les reprocho es que carguen impunemente contra el bonito, el emperador? no sé, contra los peces en general. Lo digo porque, de todos los animales, los peces pasan por ser los más ignorantes y los más denostados. De ahí que cuando queremos señalar la torpeza de alguien, digamos que está pez.

Los peces nunca fueron apreciados, recuerden que se utilizaban, y se siguen utilizando, como penitencia allá por Cuaresma y en las vigilias y las témporas. Así es que pueden llamarme suicida, irresponsable o lo que quieran pero pienso seguir comiendo pescado. Si no como más, no será por lo que digan las autoridades sanitarias, será por su precio.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España

lunes, 4 de julio de 2011

El niño con la pelota

Milio Mariño

Cuando Serrat cantaba aquello de: «niño deja ya de joder con la pelota», los niños eran más educados que ahora. Había algunos, como el que, seguramente, inspiró a Juan Manuel, que molestaban y daban la vara pero usted iba a un restaurante y los encontraba sentados, portándose como personas. Ahora no, ahora van cargados de juguetes y juegan a sus anchas mientras sus padres comen sin inmutarse y los demás echan pestes. Toca joderse porque si les reclama un mínimo de educación le acusan de intolerante. Lo civilizado es aceptar que los niños tomen el comedor por un parque de atracciones y que usted les aplauda.

Lo del restaurante vale, también, para los aviones, los aeropuertos o cualquier recinto cerrado. No sé quién, pero alguien debería hacerles ver a esos padres la diferencia entre un niño inquieto, educado, y otro asilvestrado o semi salvaje.

La culpa, claro está, no es de los niños, es de los padres. De algunos, por supuesto, pero algunos bastantes porque la excepción confirma lo que no debería ser regla, que los padres entiendan que sus hijos tienen derecho a portarse como les venga en gana.

Con todo, eso no es lo peor. Lo peor viene cuando los niños, a juicio de los padres, se portan mejor de lo que debieran. Y ahí quería llegar porque cualquiera que vaya a ver un partido de fútbol entre alevines o infantiles sabrá de qué hablo. Habrá comprobado que muchos padres reclaman de sus hijos una conducta que nada tiene que ver con la práctica del deporte. «Dale fuerte», o «Machácalo», son gritos que abundan y se mezclan con órdenes de hazle esto o lo otro, insultos al arbitro, y a los contrarios, y estallidos histéricos de las madres que, en ocasiones, son incluso más radicales, posiblemente porque entienden como una agresión contra su hijo cualquier lance normal de juego.

Esto que les comento viene siendo una queja constante de los responsables del fútbol modesto, que se las ven y se las desean para tratar con algunos padres. Y lo que te rondaré morena porque si lo traigo aquí es por la sorpresa que me llevé al leer una noticia que apareció estos días, en letra pequeña, pero que, en mi opinión, tiene una gran trascendencia.

Brahim Abdelkader Díaz, es un niño, de 11 años de edad, que la semana pasada ha sido fichado por el Málaga CF, mediante un contrato suscrito con su padre, a razón de 10.000 euros este año y 20.000 el que viene, más la puesta a disposición de la familia de una confortable vivienda y todos los gastos que la misma conlleve, así como los que correspondan a la educación del chico. No se incluye en el contrato pero también ha tenido que ver, en la decisión final, la promesa de un nuevo contrato laboral para el padre y alguna propina para el abuelo, que es quien lleva al niño a entrenar y lo acompaña en las salidas del equipo.

Seguramente que en ese espejo se mirarán muchos padres. Ahí lo tienen: con 11 años, ganando una pasta y facilitando la vida a su familia. Y todo por darle patadas a la pelotita. Esperemos que el triunfo inmediato y la obtención de dinero no hagan que el niño desarrolle un sentimiento de superioridad y un estilo de vida que lo conviertan en un energúmeno.

Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión