Milio Mariño
Eso me siento, una insignificancia de nada en esta España, al borde del precipicio económico, en la que todo el mundo sale corriendo de casa para disfrutar de apenas tres días que luego son un agobio, cuestan una fortuna y, encima, llueve. Ya, pero a pesar de la crisis, el precio de la gasolina y que el tiempo no ayuda, la gente sale pitando y los pocos que no salimos, que debemos ser cuatro gatos, no dejamos de asombrarnos viendo las colas de coches, los aeropuertos abarrotados y las terrazas a rebosar.
Qué coño crisis, aquí lo que hay es dinero a manta. No sé, quizá lo justo o un poco menos, pero si uno no puede tomar el sol, bañarse en la playa, comer langostinos y disfrutar cuatro días? ¿para qué vive? Eso dicen los que aparecen en el telediario mientras los de la otra España, la que pinta Salgado y sobre todo Rajoy, vemos la televisión, avergonzados de que el sueldo, o la pensión, no den para más. Llevan razón los que salen. No tienen culpa de que, a unos cuantos, nos parezca inverosímil que otros sepan administrarse de forma que aun les sobre para darse la vida padre en el puente de mayo, el de septiembre, la inmaculada, vacaciones, navidades, semana santa y cuando se tercie.
¿Cómo lo hacen? Pues no sé, imagino que como apuntaba antes, de forma inverosímil. Como en esas películas en las que el protagonista siempre tiene el dinero exacto para pagar el taxi o la cuenta del restaurante. Si se fijan, nunca se para a recibir el vuelto, sale pitando y allá se las compongan.
Es otra forma de entender la vida. Nosotros, los de la generación de mayo del 68, debemos estar influenciados por la tristeza activa, aquello que decía Cioran de la peligrosa pasión por tomarnos la vida en serio. Así nos va porque lo verdaderamente hermoso es tomarse la vida a broma, vivir en contradicción con la forma en qué nos dicen que tenemos que vivir. Si nos aconsejan que no podemos gastar alegremente y seguir viviendo como si no pasara nada y todos fuéramos ricos, hay que hacer lo contrario. Que se jodan. Que lo hagan ellos, que disfrutan amenazándonos con predicciones catastrofistas. Que nos dejen vivir en paz y se tomen, ahora que ya es primavera, una infusión de trébol. Del trébol común de los prados, que era lo que recomendaba Santa Hildegarda, para la ofuscación de la vista.
Hacen bien. Si todos hiciéramos como ellos, si cogiéramos la maleta y saliéramos pitando, sin preocuparnos de nada ni reparar en gastos, seguro que la cosa iba mejor. Es más, estoy por apostar que si aún no hemos caído en el pozo del rescate económico se lo debemos a esos valientes que son capaces de lo inverosímil. Es decir, de aquello que no parece que nadie pueda hacer y, luego, nos enteramos que hay gente que si lo hace.
Tres días pasan volando pero palabra que me he sentido pulga. Ahora, con todos en casa, ya me siento mejor. Pienso, incluso, que tengo que recuperar la ilusión y embarcarme en algo inverosímil. En algo como aquello que contaba, no recuerdo si Mihura o Jardiel Poncela, de un pueblo de la meseta castellana que reclamaba a las autoridades la llegada del mar para hacer realidad lo que siempre habían soñado: ser pescadores.
lunes, 25 de abril de 2011
martes, 19 de abril de 2011
Pedir el certificado de buena conducta
Milio Mariño
Cenando con unos amigos salió a relucir el tema de que para entrar en Ensidesa, allá por los años sesenta, pedían un certificado de buena conducta. Era lo primero y quizá lo más importante. Ya podías saber álgebra y tener un master en pico y pala que si el cura, o el sargento de la Guardia Civil, no certificaban que eras de fiar no entrabas en la fabricona.
Lo que, entonces, llamaban buena conducta ya saben lo que era, pero el tema vino al caso de que, ahora, para ser candidato y optar a un cargo público no sólo no piden nada sino que la mala conducta parece un valor en alza, un as en la bocamanga de quienes, presuntamente, han cometido delito y amenazan con tirar de la manta.
La discusión giraba en torno a si estar imputado, o implicado en alguna causa, supone suficiente motivo que impida ser candidato. Muchos pensamos que sí, que basta y sobra para que los partidos políticos aparten a esas personas de sus candidaturas pero, por lo visto, nuestra opinión cuenta poco. Así que sólo nos queda indignarnos. Y nos indignamos, pero como la indignación cansa muchísimo, acabamos por desahogarnos en el círculo de los amigos y buscamos algún motivo para no salir a la calle gritando que estamos hasta la coronilla de chulerías, abusos, desvergüenzas, jactancias y un largo etcétera de razonamientos absurdos que nos llevan a la conclusión de que nunca, como ahora, se había caído tan bajo. Nunca se había visto tanta manipulación, tantos imputados presumiendo de ser candidatos, tantos jueces haciendo de su capa un sayo y tantos empresarios y banqueros poniéndose chulos mientras exigen que se modifiquen las leyes y nos rebajen a la condición de esclavos porque, de lo contrario, no crearán ni un empleo.
Viendo como estamos, y que la población permanece indefensa aguantando a duras penas el bombardeo de los caraduras, a uno se le ocurre que podíamos pedir una intervención de la OTAN para que viniera a librarnos de tanta sirvengonzonería. Pero, claro, ya imagino la respuesta. España no es el norte de África, es una democracia, así que si a usted se le cuela un aprendiz de Gadafi en su ayuntamiento, o en su comunidad autónoma, allá con su pan se lo coma. Es más, dirán que podemos hacer con estos lo que hicimos con Sortu, impedir que se presentaran a las elecciones bajo la sospecha de que no son trigo limpio. En este caso con más motivo porque, de los imputados y los implicados, ya no es que tengamos sospechas tenemos cientos de folios que relatan sus tropelías.
Descartado recurrir a la OTAN nos queda otra. Nos queda utilizar sus argumentos para conseguir que los retiren de las listas. Según ellos, su pecado es que han ido evolucionando para adaptarse a unos valores que responden al sentimiento mayoritario de que, en España, quien no roba o no defrauda es por que no puede. Suponiendo que fuera así también deberían quitarlos. Pues sí, por torpes, por no saber hacerlo y dejarse atrapar como tontos.
Escribí todo esto cuando volví a casa después de la cena. Y ahora que lo pienso no sé si lo que cuento me lo dijo alguien o fue mi propia conciencia. Una conciencia que estará influida, seguramente, por aquellos regletazos y coscorrones con los que aprendíamos lo que era buena y mala conducta.
Cenando con unos amigos salió a relucir el tema de que para entrar en Ensidesa, allá por los años sesenta, pedían un certificado de buena conducta. Era lo primero y quizá lo más importante. Ya podías saber álgebra y tener un master en pico y pala que si el cura, o el sargento de la Guardia Civil, no certificaban que eras de fiar no entrabas en la fabricona.
Lo que, entonces, llamaban buena conducta ya saben lo que era, pero el tema vino al caso de que, ahora, para ser candidato y optar a un cargo público no sólo no piden nada sino que la mala conducta parece un valor en alza, un as en la bocamanga de quienes, presuntamente, han cometido delito y amenazan con tirar de la manta.
La discusión giraba en torno a si estar imputado, o implicado en alguna causa, supone suficiente motivo que impida ser candidato. Muchos pensamos que sí, que basta y sobra para que los partidos políticos aparten a esas personas de sus candidaturas pero, por lo visto, nuestra opinión cuenta poco. Así que sólo nos queda indignarnos. Y nos indignamos, pero como la indignación cansa muchísimo, acabamos por desahogarnos en el círculo de los amigos y buscamos algún motivo para no salir a la calle gritando que estamos hasta la coronilla de chulerías, abusos, desvergüenzas, jactancias y un largo etcétera de razonamientos absurdos que nos llevan a la conclusión de que nunca, como ahora, se había caído tan bajo. Nunca se había visto tanta manipulación, tantos imputados presumiendo de ser candidatos, tantos jueces haciendo de su capa un sayo y tantos empresarios y banqueros poniéndose chulos mientras exigen que se modifiquen las leyes y nos rebajen a la condición de esclavos porque, de lo contrario, no crearán ni un empleo.
Viendo como estamos, y que la población permanece indefensa aguantando a duras penas el bombardeo de los caraduras, a uno se le ocurre que podíamos pedir una intervención de la OTAN para que viniera a librarnos de tanta sirvengonzonería. Pero, claro, ya imagino la respuesta. España no es el norte de África, es una democracia, así que si a usted se le cuela un aprendiz de Gadafi en su ayuntamiento, o en su comunidad autónoma, allá con su pan se lo coma. Es más, dirán que podemos hacer con estos lo que hicimos con Sortu, impedir que se presentaran a las elecciones bajo la sospecha de que no son trigo limpio. En este caso con más motivo porque, de los imputados y los implicados, ya no es que tengamos sospechas tenemos cientos de folios que relatan sus tropelías.
Descartado recurrir a la OTAN nos queda otra. Nos queda utilizar sus argumentos para conseguir que los retiren de las listas. Según ellos, su pecado es que han ido evolucionando para adaptarse a unos valores que responden al sentimiento mayoritario de que, en España, quien no roba o no defrauda es por que no puede. Suponiendo que fuera así también deberían quitarlos. Pues sí, por torpes, por no saber hacerlo y dejarse atrapar como tontos.
Escribí todo esto cuando volví a casa después de la cena. Y ahora que lo pienso no sé si lo que cuento me lo dijo alguien o fue mi propia conciencia. Una conciencia que estará influida, seguramente, por aquellos regletazos y coscorrones con los que aprendíamos lo que era buena y mala conducta.
viernes, 15 de abril de 2011
Sexo cardiovascular
Milio Mariño
Hace un par de semanas, o tres, pudimos leer que los hombres que mantienen relaciones sexuales esporádicas son los que más posibilidades tienen de padecer un ataque al corazón o morir de forma súbita. A buenas horas dirían, si pudieran, los que crían malvas victimas de un patatús cuando pedaleaban de forma frenética tratando de coronar El Angliru del gusto. Es lo malo que tienen las revelaciones científicas que, cuando llegan y nos convocan para hacernos participes de un logro, suelen traer más desilusión que esperanza. Para muchos ya no hay remedio y para otros aun es peor pues conocen la solución pero se enfrentan con la imposibilidad de poder llevarla a la práctica.
Quisiera ver yo, a esos científicos, con sesenta años cumplidos, sustituyendo lo esporádico por una cadencia regular y frecuente como la que recomiendan para mejorar la salud del corazón y el riego sanguíneo. Que mejorará, no digo que no, pero, desde el punto de vista estadístico cabe ponerlo en cuestión. La estadística es implacable, cuantas mas veces se haga el acto sexual más posibilidades habrá de palmarla en ese momento. No lo digo por rencor, es una operación matemática.
De todas maneras esta bien saber que el sexo, cuanto más se haga, mejor nos irá en nuestra salud. No quiero ni imaginar si yo hubiera dispuesto, cuando apenas era un chaval, de los estudios científicos que ahora, cuarenta y muchos años después, acabamos de conocer. Se iban a entrar en el confesionario y también en mi casa. Por salud, señor cura párroco. Por mejorar mi tono cardiovascular, papa.
Sé que los avances científicos hay que aceptarlos, aunque nos lleguen tarde. Son ley de vida, evolución y progreso. Y, yo, los acepto, pero, a veces, sucede que nos adelantamos y aplicamos directamente nuestros experimentos sin más aval que la propia intuición. Por eso, después de todo, aunque ahora no pueda seguir el consejo de los científicos, me sirve de consuelo haberme adelantado a los tiempos y no haber hecho caso de lo que recomendaban cuando la creencia general era lo contrario de lo que afirman ahora. Supongo que de algo habrá valido aquella lucha titánica contra la ciencia de entonces, la religión y los elementos.
No discuto, no tengo conocimientos ni datos para discutirlo, esto que dicen: que cuanto más hagamos el acto sexual mejor nos irá con nuestra salud. Me llama la atención que con la misma rotundidad con la que afirman lo que comentamos, digan que está demostrado que el riesgo de infarto o de muerte súbita en las personas que mantienen pocas relaciones sexuales suele producirse, sobre todo, en aquéllos que lo hacen fuera de la pareja habitual. Según ellos, un noventa por ciento de las muertes súbitas, durante el acto sexual, se da en varones que no estaban con su pareja. Es decir que, primero, nos empujan al desenfreno y luego, cuando ya hemos calentado y estamos listos para batir nuestro record sexual, nos advierten de que es peor el remedio que la enfermedad. ¿Puede deducirse, entonces, que los científicos prefieren los remedios caseros a los que, cabe suponer, son de más calidad? Parece una contradicción. Así que no pienso hacerles caso. Haré lo que pueda y con quien pueda. Y, recomiendo que ustedes hagan lo mismo, pero no para que me den la razón sino por el bien de su salud cardiovascular y, sobre todo, mental.
Hace un par de semanas, o tres, pudimos leer que los hombres que mantienen relaciones sexuales esporádicas son los que más posibilidades tienen de padecer un ataque al corazón o morir de forma súbita. A buenas horas dirían, si pudieran, los que crían malvas victimas de un patatús cuando pedaleaban de forma frenética tratando de coronar El Angliru del gusto. Es lo malo que tienen las revelaciones científicas que, cuando llegan y nos convocan para hacernos participes de un logro, suelen traer más desilusión que esperanza. Para muchos ya no hay remedio y para otros aun es peor pues conocen la solución pero se enfrentan con la imposibilidad de poder llevarla a la práctica.
Quisiera ver yo, a esos científicos, con sesenta años cumplidos, sustituyendo lo esporádico por una cadencia regular y frecuente como la que recomiendan para mejorar la salud del corazón y el riego sanguíneo. Que mejorará, no digo que no, pero, desde el punto de vista estadístico cabe ponerlo en cuestión. La estadística es implacable, cuantas mas veces se haga el acto sexual más posibilidades habrá de palmarla en ese momento. No lo digo por rencor, es una operación matemática.
De todas maneras esta bien saber que el sexo, cuanto más se haga, mejor nos irá en nuestra salud. No quiero ni imaginar si yo hubiera dispuesto, cuando apenas era un chaval, de los estudios científicos que ahora, cuarenta y muchos años después, acabamos de conocer. Se iban a entrar en el confesionario y también en mi casa. Por salud, señor cura párroco. Por mejorar mi tono cardiovascular, papa.
Sé que los avances científicos hay que aceptarlos, aunque nos lleguen tarde. Son ley de vida, evolución y progreso. Y, yo, los acepto, pero, a veces, sucede que nos adelantamos y aplicamos directamente nuestros experimentos sin más aval que la propia intuición. Por eso, después de todo, aunque ahora no pueda seguir el consejo de los científicos, me sirve de consuelo haberme adelantado a los tiempos y no haber hecho caso de lo que recomendaban cuando la creencia general era lo contrario de lo que afirman ahora. Supongo que de algo habrá valido aquella lucha titánica contra la ciencia de entonces, la religión y los elementos.
No discuto, no tengo conocimientos ni datos para discutirlo, esto que dicen: que cuanto más hagamos el acto sexual mejor nos irá con nuestra salud. Me llama la atención que con la misma rotundidad con la que afirman lo que comentamos, digan que está demostrado que el riesgo de infarto o de muerte súbita en las personas que mantienen pocas relaciones sexuales suele producirse, sobre todo, en aquéllos que lo hacen fuera de la pareja habitual. Según ellos, un noventa por ciento de las muertes súbitas, durante el acto sexual, se da en varones que no estaban con su pareja. Es decir que, primero, nos empujan al desenfreno y luego, cuando ya hemos calentado y estamos listos para batir nuestro record sexual, nos advierten de que es peor el remedio que la enfermedad. ¿Puede deducirse, entonces, que los científicos prefieren los remedios caseros a los que, cabe suponer, son de más calidad? Parece una contradicción. Así que no pienso hacerles caso. Haré lo que pueda y con quien pueda. Y, recomiendo que ustedes hagan lo mismo, pero no para que me den la razón sino por el bien de su salud cardiovascular y, sobre todo, mental.
domingo, 3 de abril de 2011
Actas y actos que no están bien
Milio Mariño
Creo que nos pasa a todos. Que, todos, aceptamos con particular desagrado que alguien que estuvo ocupando puestos de especial responsabilidad no sepa estar cuando es otro el que ocupa ese lugar. Digo esto porque me irrita profundamente ver como actúa el PP cuando trata cualquier asunto relacionado con el terrorismo. Reconozco que también me irrita su actitud hipócrita y oportunista al respecto de la supuesta defensa del estado del bienestar y los más desfavorecidos pero entiendo que eso entra dentro de lo aceptable en el terreno de lo político. Lo otro no, lo otro es actuar con vileza y valerse de lo que haga falta para emponzoñar al rival.
No vale cerrar los ojos y silbar Capote de grana y oro, todos sabemos que hay asuntos de Estado muy feos y muy pringosos. Asuntos que parece como que no hubiera forma de tratarlos sin llenarse las manos de engrudo. Los Estados y los Gobiernos, aquí, en Washington, en París y en cualquier parte del mundo, suelen tener un abundante surtido de asuntos turbios. Y no les cuento si hablamos de terrorismo. Habría para llenar cientos de folios. Se nos volvería el pensamiento amargo si conociéramos los entresijos de lo que se cuece en las alcantarillas y los sótanos de palacio. Por eso viene de largo que los ciudadanos tengamos asumido que hay cosas que los Gobiernos, sean del signo que sean, no pueden decir ni tampoco reconocer. Ni los Gobiernos, ni la Santa Iglesia Católica, ni el sursum corda. En todos los sitios, hasta en las mejores familias, hay cosas que es mejor no airearlas. ¿A que viene entonces dar por bueno lo que dicen los terroristas y utilizarlo para poner al Gobierno contra las cuerdas? ¿Es para protegernos y acabar definitivamente con ETA?
No, no lo es. Sabemos, y ellos también, que la bronca de estos últimos días, como otras broncas pasadas, no conducen a otra cosa que a provocar el desgaste de quien, no creo que se discuta, está siendo eficaz en la lucha contra el terrorismo y no alardea de ello ni se atribuye la exclusividad del éxito.
¿De que sirve entonces montar un escándalo y considerar a Thierry, el que fuera jefe militar de ETA, hoy detenido, un ilustre notario que se limitaba a levantar acta de lo ocurrido en unas negociaciones que fueron autorizadas por el Parlamento? Su punto de vista, de cómo iban las cosas, no parece que pueda servirnos para luchar contra el terrorismo. Sirve, eso si, para que alguien se suba a un cajón y, megáfono en mano, arme una bronca, pero nada más. El grito, en cuanto a su eficacia, siempre fue inferior a la conversación reposada. No pido silencio, no me refiero a que haya que enmudecer o decir amén a lo que hizo, haga, o deje de hacer el Gobierno, en materia de terrorismo. Me refiero al compromiso responsable de decirlo en el ámbito que corresponda. Tratarlo como lo que es, como un asunto muy delicado que no admite algaradas ni números de circo.
No es aceptable que el primer partido de la oposición exhiba, y utilice, como prueba, el certificado de un terrorista que fue el jefe de los asesinos y debió ver las cosas con el ojo del culo. Quienes confiamos en las instituciones y desconfiamos de los terroristas no merecemos este espectáculo bochornoso.
Creo que nos pasa a todos. Que, todos, aceptamos con particular desagrado que alguien que estuvo ocupando puestos de especial responsabilidad no sepa estar cuando es otro el que ocupa ese lugar. Digo esto porque me irrita profundamente ver como actúa el PP cuando trata cualquier asunto relacionado con el terrorismo. Reconozco que también me irrita su actitud hipócrita y oportunista al respecto de la supuesta defensa del estado del bienestar y los más desfavorecidos pero entiendo que eso entra dentro de lo aceptable en el terreno de lo político. Lo otro no, lo otro es actuar con vileza y valerse de lo que haga falta para emponzoñar al rival.
No vale cerrar los ojos y silbar Capote de grana y oro, todos sabemos que hay asuntos de Estado muy feos y muy pringosos. Asuntos que parece como que no hubiera forma de tratarlos sin llenarse las manos de engrudo. Los Estados y los Gobiernos, aquí, en Washington, en París y en cualquier parte del mundo, suelen tener un abundante surtido de asuntos turbios. Y no les cuento si hablamos de terrorismo. Habría para llenar cientos de folios. Se nos volvería el pensamiento amargo si conociéramos los entresijos de lo que se cuece en las alcantarillas y los sótanos de palacio. Por eso viene de largo que los ciudadanos tengamos asumido que hay cosas que los Gobiernos, sean del signo que sean, no pueden decir ni tampoco reconocer. Ni los Gobiernos, ni la Santa Iglesia Católica, ni el sursum corda. En todos los sitios, hasta en las mejores familias, hay cosas que es mejor no airearlas. ¿A que viene entonces dar por bueno lo que dicen los terroristas y utilizarlo para poner al Gobierno contra las cuerdas? ¿Es para protegernos y acabar definitivamente con ETA?
No, no lo es. Sabemos, y ellos también, que la bronca de estos últimos días, como otras broncas pasadas, no conducen a otra cosa que a provocar el desgaste de quien, no creo que se discuta, está siendo eficaz en la lucha contra el terrorismo y no alardea de ello ni se atribuye la exclusividad del éxito.
¿De que sirve entonces montar un escándalo y considerar a Thierry, el que fuera jefe militar de ETA, hoy detenido, un ilustre notario que se limitaba a levantar acta de lo ocurrido en unas negociaciones que fueron autorizadas por el Parlamento? Su punto de vista, de cómo iban las cosas, no parece que pueda servirnos para luchar contra el terrorismo. Sirve, eso si, para que alguien se suba a un cajón y, megáfono en mano, arme una bronca, pero nada más. El grito, en cuanto a su eficacia, siempre fue inferior a la conversación reposada. No pido silencio, no me refiero a que haya que enmudecer o decir amén a lo que hizo, haga, o deje de hacer el Gobierno, en materia de terrorismo. Me refiero al compromiso responsable de decirlo en el ámbito que corresponda. Tratarlo como lo que es, como un asunto muy delicado que no admite algaradas ni números de circo.
No es aceptable que el primer partido de la oposición exhiba, y utilice, como prueba, el certificado de un terrorista que fue el jefe de los asesinos y debió ver las cosas con el ojo del culo. Quienes confiamos en las instituciones y desconfiamos de los terroristas no merecemos este espectáculo bochornoso.
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