Milio Mariño
Me cuesta entender, y sobre todo aceptar, que mis hijos vayan a vivir peor de lo que vivo, y he vivido, yo. Acepto que tengamos que pagar un precio por una crisis que no hemos provocado y esta sirviendo para que los responsables sigan enriqueciéndose e imponiendo su ley. Lo acepto, quizá, porque es costumbre que siempre paguemos los mismos; no creo que sea porque voy haciéndome mayor ni, menos aún, por resignación.
Sea por lo que fuere tengo esperanza. Pero no esa esperanza que resuelve los problemas fiándolos a la voluntad divina y a que cuanto más suframos aquí más posibilidades tendremos de disfrutar en el otro mundo. La esperanza a la que me refiero se llama progreso. Progreso entendido como un avance irremediable hacia lo mejor.
Tener fe en que triunfará el progreso es lo que me salva. Así lo creo, aunque reconozco que no faltan conspiradores empeñados en convencernos de lo contrario. También reconozco, no soy un iluso, que para determinados grupos y personas el atraso tiene sus ventajas. Salta a la vista que la explotación pura y dura produce pingües beneficios. Es el modus operandi del capitalismo salvaje y lo que proponen esos partidarios del atraso que, para que no les llamen atrasados, se hacen llamar conservadores. Pero, a pesar de todo, a pesar de que avanzamos muy despacio y pagando un precio muy alto, sigo creyendo en el progreso. Por eso decía, al principio, que me cuesta entender y aceptar que mis hijos vayan a vivir peor que yo. No puedo aceptarlo. Y espero que ellos tampoco lo acepten, ni lo tomen como algo irremediable o un castigo divino contra el que nada se puede hacer.
Sé que la idea de progreso se ha debilitado y que hay una apatía alarmante que raya en la resignación. La machacona y eficaz propaganda de quienes detentan el poder económico hizo que calara muy hondo lo que algunos no se cansan de repetir como única solución. Eso de que, para que la economía progrese es imprescindible que los trabajadores renuncien a ciertos derechos, perciban menos salario y allá se las compongan en la vejez. Es decir que, para que unos pocos sigan viviendo como hasta ahora, o incluso mejor, los más tenemos que ir tomando ejemplo de los chinos, los hindúes y los magrebíes porque así es como nos tocará vivir.
Envuelto como palabra de Dios, con la creación de empleo como señuelo y una vela a San Antonio para adornarlo mejor es lo que nos están proponiendo. Que en vez de exportar nuestro progreso a los trabajadores del tercer mundo, que no tienen derechos y malviven explotados, les tomemos como ejemplo. Eso dicen, que esclavizando a la gente es como se progresa y se gana dinero. Y son muchos a decirlo, incluido algún premio Nobel que ha dicho, sin inmutarse, que es imprescindible retroceder en las conquistas sociales para que la economía pueda seguir avanzando.
Entiendo que nos agarremos a un clavo ardiendo con tal de evitar el dolor de sentirnos solos y desprotegidos pero si los insectos piensan, aunque menos que las ratas y estas menos que los perros y estos menos que los monos y estos menos que nosotros, me niego a que me hagan pensar como el cangrejo. No acepto que, solo, puedo ir a mejor si camino hacia atrás.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
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