lunes, 25 de octubre de 2010

Y Rajoy sin cobrar la herencia

Milio Mariño

Los que tanto hablaban de la soledad del Gobierno, de que Zapatero era un cadáver político y los Presupuestos el testamento de un Presidente difunto, pasean solos por el cementerio lamentando que no hubiera entierro. Solos y tan escasos de afecto que no se han acercado a ellos ni CIU, PNV y Coalición Canaria, que son los partidos hermanos. Nadie quiere estar a su lado, de ahí que sigan hablando del que creían difunto y caigan en la contradicción de reprochar que le prolonguen la vida cuando, según su diagnóstico, ya no tiene remedio. Olvidan que ellos defienden, como cuestión de principios, que hay que mantener vivo al enfermo aunque se esté muriendo a pedazos.

Lo sucedido estos días confirma lo que se sospechaba hace tiempo, que Rajoy no tiene arrestos para enfrentarse a un vivo. Que su estrategia es llegar a La Moncloa cuando le confirmen que el inquilino ha muerto. Llegar como llegó a presidente del PP, en virtud de un testamento del qué podía deducirse un supuesto derecho a la legítima hereditaria.

La estrategia es la misma. De ahí que el comportamiento no pueda ser otro que el de quién se siente heredero y no da un palo al agua, fiándolo todo a cuando tenga la herencia en su mano. Así que, con esas miras, sigue esperando, sentado, a qué llegue el momento. Por eso se prodiga lo justo. Prueba de ello es que, de Rajoy, sólo sabemos lo que dijo el guitarrista José Ignacio Lapido: que es de derechas, tiene barba y pone mucha convicción cuando no dice nada. Bueno, también sabemos que se tiñe el pelo, que su barba blanca no concuerda con el color que luce el cabello superado el límite de las patillas, a la altura de las orejas, pero para mi que no es un capricho coqueto, debe ser un efecto reflejo de las obscuras ideas que le bullen por la cabeza.

La imagen que proyecta Rajoy se asemeja, cada vez más, no a la de un candidato que hace propuestas para ganarse al electorado, sino a la de un heredero que no habla por miedo a meter la pata y perder la herencia. Lo suyo es sonreír, repartir apretones de manos y no meterse en líos. Esperar que el enfermo acabe palmando para, luego, cobrar la herencia y después ya veremos. Tiempo habrá para hablar de economía y de cómo resuelve el problema del paro bajando los impuestos, al tiempo que, con menos dinero, mejora la sanidad y la educación, sube las pensiones y mantiene la edad de jubilación a los 65 años. Eso queda para después, ahora lo que procede es reprochar a otros partidos, de derechas, que hayan vuelto a dejarlo solo y hayan ido corriendo, con el oxigeno en la mano, para salvar a un Presidente que casi ni respiraba. Un Presidente al que ya daba por muerto y fue el más vivo del cementerio. Se aferra a la vida y maniobra para seguir viviendo como aquel otro Presidente que, sin estar tan enfermo, encargó al, ahora, heredero Rajoy que trasfiriera al Gobierno del PNV, en una semana, más competencias de las que Felipe González había trasferido en 13 años. Pero, de eso, Rajoy no se acuerda. No se acuerda de nada, solo piensa en la herencia.

martes, 19 de octubre de 2010

Oído al odio

Milio Mariño

Pocas visiones hay tan hipnotizadoras como la de alguien a quien se detesta con toda la fuerza y la rabia que quepa en cabeza humana. Lo saben los escritores y también los directores de cine; recuerden si no el éxito de aquella serie de televisión que se anunciaba como «The man you will love to hate» -el hombre al que te encantaría odiar-, cuya imagen correspondía al malvado J. R., que fue quien tuvo el honor de procurar la felicidad a todos los que disfrutaron odiándolo durante casi una década.

Pues bien, todo indica que ZP es, ahora, el sustituto de J. R. en cuanto a generador de odios. Son muchos los que rivalizan en profesarle antipatía y se esfuerzan para ganarse el mérito de odiarlo más que nadie. Empeño harto difícil, ya que los insultos y las descalificaciones se suceden de forma exponencial, mientras que los adjetivos se agotan y comienzan a repetirse convirtiendo el asedio en una letanía que ya huele mal.

Cultivan esa tarea algunos periodistas, ciertos políticos y otros freaks, nostálgicos del franquismo, a quienes Rajoy también les parece de izquierdas, pero menos que Zapatero. Lo cierto es que unidos en la cruzada de enterrar de una vez por todas el cadáver de ZP, que así es como lo llaman, se juntan los que están deseando llegar al poder con los freaks que decíamos antes. La encuestas les favorecen y lo celebran emborrachándose de euforia hasta ponerse ciegos de odio y confundir la protesta con el gamberrismo político. A unos se les va la mano, insultando, y a los otros les juega una mala pasada el cerebro, pues se les ve muy contentos festejando, por todo lo alto, la incultura de una minoría de ciudadanos que no tienen reparo en faltarle al respeto al Estado. Al Estado y a todos los españoles que piensan, y pensamos, que hay nada menos que 364 días al año, y uno más los años bisiestos, para protestar y hasta abuchear, si llega el caso, al presidente del Gobierno.

Imagino, y espero no equivocarme, que la inmensa mayoría de los españoles no puede estar de acuerdo con que los reproches, los insultos y los abucheos se conviertan en tradición y formen parte del programa de festejos de la Fiesta Nacional de España. Quizá no comparta, aún sabiendo que otros muchos países democráticos así lo hacen, que el eje central de la celebración consista en un desfile militar. Pienso que va siendo hora de que la sociedad civil tenga el protagonismo que le corresponde. Y pienso, también, que se puede celebrar el 12 de octubre sin que el festejo sea ver al Rey y a los representantes de las principales instituciones del Estado saludando a la Legión y a la cabra «Manolo», como símbolos y garantía de la España democrática.

Pensar de ese modo no me impide guardar el debido respeto y aceptar los actos con dignidad y elegancia. Por eso me resulta chocante que quienes abuchean, siempre en la misma fecha, al presidente democrático de España sean los mismos que, a renglón seguido, aplauden de forma entusiasta a las tropas. No sé, ni me preocupa, si añoran estar gobernados por un general de uniforme. Lo que me preocupa es que quienes aspiran a gobernarnos les rían la gracia.

Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ La Nueva España

lunes, 11 de octubre de 2010

Lo que hay es mucha ignorancia

Milio Mariño

En la infancia, hace ya medio siglo, oía decir con frecuencia que lo que había en España era mucha ignorancia. Y debía haberla, pero no parece que se haya resuelto el problema porque si bien es cierto que los ignorantes de entonces es muy posible que ahora no lo sean, resulta que se han vuelto ignorantes los que antes no lo eran. Así que estamos en las mismas. La ignorancia, lejos de desaparecer, sólo ha cambiado de acera.

Todo hacia pensar que iríamos mejorando, que la ignorancia, en España, no podía ser un mal endémico. Era lo lógico, lo que decía el sentido común. Pero, últimamente, he visto a tantos catedráticos, columnistas y políticos hacerse los ignorantes que he acabado por convencerme de que realmente lo son. Me convencí después de lo de septiembre.

Después de aquel aluvión de editoriales, artículos de opinión y tertulias, en las que se machacaba a los sindicalistas poniéndolos de vagos, medio analfabetos, violentos y caraduras. Un despliegue en toda regla que no evitó que diez millones de trabajadores hicieran caso a los sindicatos y fueran a la huelga.

Diez millones son nada, es un fracaso, dicen los que un día dijeron que ese número de votos suponía un respaldo sin precedentes. Pero, en mi opinión, no lo dicen a mala fe, lo dicen por ignorancia. Como nunca hicieron huelga ignoran que secundarla sale mucho más caro que depositar un voto en la urna.

Ignoran eso y muchísimas cosas porque hace cuatro días clamaban, desde sus columnas, poniendo como ejemplo, por su política de impuestos bajos, despido flexible y sector público austero, al gobierno neoliberal de Irlanda, y aún no se han enterado de que Irlanda está peor que Grecia. Es el país europeo donde el desempleo, porcentualmente, ha crecido más. Más incluso que en España, que ya es decir.

Ignorar lo que pasa en el mundo, opinar de lo nuestro sin tener idea de lo que ocurre más allá de nuestras narices, supone que cualquier ignorante puede plantarse en una tertulia, en un café, o en un periódico incluso, y despacharse a gusto poniendo de vuelta y media al primero que se tercie.

No conforme con eso, como la ignorancia es muy atrevida, aprovecha para solucionarnos la vida y decirnos, de paso, a quien tenemos que votar. Ignora, como ignorante que es, que elegir entre lo malo y lo peor no es elegir.

Se estarán preguntando, imagino, qué cómo es que quienes antes no lo eran, ahora, se han vuelto ignorantes. Muy sencillo; la ignorancia tiene sus ventajas. Quizá no tantas como para darnos la felicidad plena pero si para ahorrarnos problemas y quebraderos de cabeza.

Si uno, por ejemplo, ignora la corrupción, como hacen los ignorantes, le trae al pairo que en Valencia haya más corruptos que naranjas. Otro tanto se puede decir de las medidas contra la crisis que están adoptando los gobiernos de toda Europa. Medidas que sólo conocen los que no son ignorantes, los que están al tanto de lo que pasa.

Así es que, muy a mi pesar, tengo que ratificarme en lo dicho: lo que hay en España es mucha ignorancia. Y lo peor de todo es que a los abogados, periodistas, políticos y hombres de empresa que han decidido ejercer la ignorancia, lo que más les molesta es que los demás hayan dejado de ser ignorantes.

Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión

lunes, 4 de octubre de 2010

Pensar como el cangrejo

Milio Mariño

Me cuesta entender, y sobre todo aceptar, que mis hijos vayan a vivir peor de lo que vivo, y he vivido, yo. Acepto que tengamos que pagar un precio por una crisis que no hemos provocado y esta sirviendo para que los responsables sigan enriqueciéndose e imponiendo su ley. Lo acepto, quizá, porque es costumbre que siempre paguemos los mismos; no creo que sea porque voy haciéndome mayor ni, menos aún, por resignación.

Sea por lo que fuere tengo esperanza. Pero no esa esperanza que resuelve los problemas fiándolos a la voluntad divina y a que cuanto más suframos aquí más posibilidades tendremos de disfrutar en el otro mundo. La esperanza a la que me refiero se llama progreso. Progreso entendido como un avance irremediable hacia lo mejor.

Tener fe en que triunfará el progreso es lo que me salva. Así lo creo, aunque reconozco que no faltan conspiradores empeñados en convencernos de lo contrario. También reconozco, no soy un iluso, que para determinados grupos y personas el atraso tiene sus ventajas. Salta a la vista que la explotación pura y dura produce pingües beneficios. Es el modus operandi del capitalismo salvaje y lo que proponen esos partidarios del atraso que, para que no les llamen atrasados, se hacen llamar conservadores. Pero, a pesar de todo, a pesar de que avanzamos muy despacio y pagando un precio muy alto, sigo creyendo en el progreso. Por eso decía, al principio, que me cuesta entender y aceptar que mis hijos vayan a vivir peor que yo. No puedo aceptarlo. Y espero que ellos tampoco lo acepten, ni lo tomen como algo irremediable o un castigo divino contra el que nada se puede hacer.

Sé que la idea de progreso se ha debilitado y que hay una apatía alarmante que raya en la resignación. La machacona y eficaz propaganda de quienes detentan el poder económico hizo que calara muy hondo lo que algunos no se cansan de repetir como única solución. Eso de que, para que la economía progrese es imprescindible que los trabajadores renuncien a ciertos derechos, perciban menos salario y allá se las compongan en la vejez. Es decir que, para que unos pocos sigan viviendo como hasta ahora, o incluso mejor, los más tenemos que ir tomando ejemplo de los chinos, los hindúes y los magrebíes porque así es como nos tocará vivir.

Envuelto como palabra de Dios, con la creación de empleo como señuelo y una vela a San Antonio para adornarlo mejor es lo que nos están proponiendo. Que en vez de exportar nuestro progreso a los trabajadores del tercer mundo, que no tienen derechos y malviven explotados, les tomemos como ejemplo. Eso dicen, que esclavizando a la gente es como se progresa y se gana dinero. Y son muchos a decirlo, incluido algún premio Nobel que ha dicho, sin inmutarse, que es imprescindible retroceder en las conquistas sociales para que la economía pueda seguir avanzando.

Entiendo que nos agarremos a un clavo ardiendo con tal de evitar el dolor de sentirnos solos y desprotegidos pero si los insectos piensan, aunque menos que las ratas y estas menos que los perros y estos menos que los monos y estos menos que nosotros, me niego a que me hagan pensar como el cangrejo. No acepto que, solo, puedo ir a mejor si camino hacia atrás.

Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión