Milio Mariño
Un libro que estoy leyendo dice que desde la experiencia subjetiva de nuestro presente estamos construyendo nuestro pasado. No se me había ocurrido pero ahora me explico como fue que una noticia de hace unos días me devolvió al pasado y a la infancia de aquellos veranos en los que sacábamos cuatro pesetas gracias a un sistema de reciclaje del que ya nadie se acuerda: devolver los cascos.
Parecerá una tontería pero influido, seguramente, por lo que decía el libro resulta que mientras leía la nota del PP, anunciando su rechazo a la candidatura de Cascos, me acordé de aquellos otros cascos y de la recompensa que recibíamos por devolverlos. Sé lo que estarán pensando, que el juego de palabras, elemental y simplista, confirma que no soy excepcionalmente inteligente y que cuando leí la palabra Cascos mi cerebro se esforzó por agradarme y creyó que hacia una gracia relacionando el apellido del personaje ilustre con el sustantivo que pone nombre a los envases vacíos. Eso mismo pensaba yo, pero mi cerebro se puso terco y argumentó, muy serio, que el tal juego de palabras venía que ni pintado pues la trayectoria del personaje, y la decisión del PP asturiano, no podían entenderse de mejor forma que recurriendo al ejemplo de aquellos cascos que devolvíamos al chigrero a cambio de una pequeña recompensa con la que comprábamos caramelos.
El paralelismo parecía novedoso y como el día se presentaba aburrido acepté el reto de embarcarme en un repaso de méritos que arrojara alguna luz sobre si Cascos es, ahora mismo, un gigante político o un envase vacío.
Álvarez Cascos ya subió y bajó todos los escalones de la escena política. Fue concejal del Ayuntamiento de Gijón, diputado provincial, nacional, senador, ministro y hasta candidato a la presidencia del Principado, aspiración en la que fracasó pues Pedro de Silva se alzó con el triunfo por un margen de casi el doble de diputados. Como ministro tuvo aciertos y errores, apuntándose como el más sonoro que, siendo responsable del salvamento marítimo, permaneciera de cacería en el Pirineo mientras se producía el vertido del «Prestige». Una afición, la caza, que comparte con la pesca hasta el punto de que sus amigos lo llaman «El Chato Salmones». Defensor de la ortodoxia católica, sus profundas convicciones religiosas no le impidieron abandonar a su esposa y casarse en segundas nupcias con una mujer 27 años más joven, a quién luego dejó por la galerista María Porto y sus negocios inmobiliarios. Por lo que se refiere a sus amistades se le sitúa muy cerca de Francisco Correa y Jaume Matas y muy lejos de María Dolores de Cospedal y Soraya Sáez de Santamaría, a quienes trató, más de una vez, en tono despectivo. También cargó contra Rajoy, Camps y Valcárcel. Se lleva mal con Ovidio Sánchez y, al parecer, entre los actuales dirigentes del PP, sólo Esperanza Aguirre le tiene aprecio. Su estilo bronco y sus modales autoritarios le valieron incluso para que Aznar lo fuera apartando, así que la decisión del PP asturiano se sitúa en la órbita de lo que piensa el partido. Es decir, que Cascos tiene toda la pinta de ser un envase vacío y lo que procede, en estos casos, es hacer como se hacía antes: devolverlo. Suerte que tiene el playo porque lo que, ahora, hacen con los cascos no es lavarlos y utilizarlos de nuevo, ahora los machacan y los destruyen.
Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión
lunes, 26 de julio de 2010
lunes, 19 de julio de 2010
Banderita, tú eres roja
Milio Mariño
Ahora que todo quedó como estaba se me ocurre que no debí ser el único que acabó hartándose del festejo y de lo que vino luego. Aclaro, para desterrar cualquier duda, que me alegré de qué la Selección Española de Fútbol quedara campeona del mundo. Me alegré muchísimo. Y más les digo, como vivo las emociones exteriorizando mis sentimientos quizá no tanto como Pepe Reina pero más que don Vicente del Bosque, se me notaba que estaba contento. Lo malo que, ya saben, basta que uno se divierta y todo marche de maravilla para que venga alguien y lo fastidie. Contaba con ello. Lo sospechaba desde el principio, y mi sospecha se acrecentó cuando, ante el temor de que el festejo fuera sonado pero sin salirse de madre, algunos periódicos, y algunas televisiones, lanzaron esta consigna: Emborracharos y haced el burro todo lo que podáis que, tal como está el país, no vais a tener muchas ocasiones como esta.
Me temí lo peor. Pero lo peor no fue que millones de españoles siguieran la consigna al pie de la letra. Lo peor fue la lectura que algunos hicieron de la explosión de alegría y la profusión de banderas. Les faltó tiempo para manifestar que era un toque de atención al Gobierno pues, según ellos, los ciudadanos habían demostrando, con su patriotismo, que apuestan por una España unida, en la que no caben las discordias territoriales ni los nacionalismos históricos.
Interpretar de esa forma lo que estaba sucediendo, permítanme que les diga, es liar la madeja y jugar sucio. Es aprovecharse del festejo para colarnos un gol de mala manera. Viene a ser, salvando las distancias, lo que quiso hacer Holanda. Utilizar la táctica del juego sucio, las marrullerías y las protestas para alzarse con el triunfo. Lo malo que así, y contando incluso con un árbitro que proteja esas fechorías, está visto que no se gana. Deberían saberlo quienes utilizan la sana alegría de los éxitos deportivos para proclamar su patriotismo de pacotilla y decir que se tome como ejemplo la unidad de la selección española. Deberían empezar por aplicarse ellos la receta ya que, obviamente, si el seleccionador hubiera tenido en cuenta la procedencia de los jugadores y hubiera actuado en función de si tal o cual era catalán, asturiano o vasco, habría hecho un pan como unas hostias. Si algo ha mostrado este triunfo es cómo deben hacerse las cosas. Es más, empezamos perdiendo pero, lejos de caer en nuestro tradicional derrotismo, salimos adelante y quedamos campeones, que era de lo que se trataba. Así que la profusión de banderas y el apoyo unánime a la Selección Española hay que tomarlo como lo que fue y no como lo que algunos quisieron ver.
Cierto que somos muchos millones los que nos sentimos orgullosos de ser españoles pero de ahí a que, por manifestarlo, nos identifiquen con los que suspiran por la vuelta a la España de las provincias y a unas señas de identidad que incluyen el toro de Osborne y las canciones de Manolo Escobar, media un abismo. Por eso he titulado así este articulo. Para mostrar, con un ejemplo, que el titulo dice lo que quiere decir y que, el hecho de que haya una coincidencia, no debería ser utilizado, por nadie, para ponerle música de pasodoble y entonar la cancioncilla de marras.
Milio Mariño / Artículos de Opinión / La Nueva España / 19-07-2010
Ahora que todo quedó como estaba se me ocurre que no debí ser el único que acabó hartándose del festejo y de lo que vino luego. Aclaro, para desterrar cualquier duda, que me alegré de qué la Selección Española de Fútbol quedara campeona del mundo. Me alegré muchísimo. Y más les digo, como vivo las emociones exteriorizando mis sentimientos quizá no tanto como Pepe Reina pero más que don Vicente del Bosque, se me notaba que estaba contento. Lo malo que, ya saben, basta que uno se divierta y todo marche de maravilla para que venga alguien y lo fastidie. Contaba con ello. Lo sospechaba desde el principio, y mi sospecha se acrecentó cuando, ante el temor de que el festejo fuera sonado pero sin salirse de madre, algunos periódicos, y algunas televisiones, lanzaron esta consigna: Emborracharos y haced el burro todo lo que podáis que, tal como está el país, no vais a tener muchas ocasiones como esta.
Me temí lo peor. Pero lo peor no fue que millones de españoles siguieran la consigna al pie de la letra. Lo peor fue la lectura que algunos hicieron de la explosión de alegría y la profusión de banderas. Les faltó tiempo para manifestar que era un toque de atención al Gobierno pues, según ellos, los ciudadanos habían demostrando, con su patriotismo, que apuestan por una España unida, en la que no caben las discordias territoriales ni los nacionalismos históricos.
Interpretar de esa forma lo que estaba sucediendo, permítanme que les diga, es liar la madeja y jugar sucio. Es aprovecharse del festejo para colarnos un gol de mala manera. Viene a ser, salvando las distancias, lo que quiso hacer Holanda. Utilizar la táctica del juego sucio, las marrullerías y las protestas para alzarse con el triunfo. Lo malo que así, y contando incluso con un árbitro que proteja esas fechorías, está visto que no se gana. Deberían saberlo quienes utilizan la sana alegría de los éxitos deportivos para proclamar su patriotismo de pacotilla y decir que se tome como ejemplo la unidad de la selección española. Deberían empezar por aplicarse ellos la receta ya que, obviamente, si el seleccionador hubiera tenido en cuenta la procedencia de los jugadores y hubiera actuado en función de si tal o cual era catalán, asturiano o vasco, habría hecho un pan como unas hostias. Si algo ha mostrado este triunfo es cómo deben hacerse las cosas. Es más, empezamos perdiendo pero, lejos de caer en nuestro tradicional derrotismo, salimos adelante y quedamos campeones, que era de lo que se trataba. Así que la profusión de banderas y el apoyo unánime a la Selección Española hay que tomarlo como lo que fue y no como lo que algunos quisieron ver.
Cierto que somos muchos millones los que nos sentimos orgullosos de ser españoles pero de ahí a que, por manifestarlo, nos identifiquen con los que suspiran por la vuelta a la España de las provincias y a unas señas de identidad que incluyen el toro de Osborne y las canciones de Manolo Escobar, media un abismo. Por eso he titulado así este articulo. Para mostrar, con un ejemplo, que el titulo dice lo que quiere decir y que, el hecho de que haya una coincidencia, no debería ser utilizado, por nadie, para ponerle música de pasodoble y entonar la cancioncilla de marras.
Milio Mariño / Artículos de Opinión / La Nueva España / 19-07-2010
lunes, 12 de julio de 2010
El problema de la basura
El mundo ha cambiado tanto, en tan poco tiempo, que si hace cuarenta años alguien nos dijera que, a estas alturas, andaríamos por la calle con una bolsa en la mano recogiendo del suelo los excrementos de nuestro perro responderíamos que estaba chiflado. Esa escena, analizada con la mentalidad de entonces, serviría para que nos tomaran por locos. ¿Qué pudo haber pasado para que consideremos no solo normal sino un acto de civismo que una persona se agache y, en plena calle, limpie la cagada de su perro?
Si nos atenemos a lo que dicen quienes entienden de esto, lo que, realmente ha pasado es que somos más responsables y hemos tomado conciencia. Antes creíamos que todo consistía en pagar una tasa y que el ayuntamiento tenía la obligación de recoger la basura y las inmundicias que arrojábamos a la calle. Éramos unos cafres; no nos importaba el sostenimiento del planeta, ni el calentamiento global, ni nada por el estilo. Lo que echábamos a la basura, lo metíamos todo en un cubo y allá que se arreglen. Ahora es distinto, ahora seleccionamos cada porquería en su sitio. Así da gusto. Así, fruto de la concienciación y el civismo, la cosa ha cambiado hasta el punto de que nuestra basura puede llegar, incluso, a ser un negocio. Lo cual significa que no era, como pensábamos, un problema de asco, o de tener más o menos escrúpulos.
Como no soy experto en nada y menos en esto, para mí la basura era, hasta hace poco, algo tan desagradable, y tan ruinoso, que solo podía interesarles a los Ayuntamientos. Empecé a sospechar que debía estar equivocado cuando me enteré de que Florentino Pérez y las hermanas Koplowitz se dedicaban, entre otras cosas, a recoger la basura de no sé cuantas ciudades. Un trabajo duro donde los haya, pero que les permite vivir dignamente y tener cuatro euros para gastárselos en un yate, que bien se lo merecen.
Les parecerá una tontería una tontería pero me costaba aceptar que gente de su nivel; fina, educada y de muy buena familia, no le importara vivir de una actividad tan cutre. Estaba tan convencido que llegué a pensar que podía haber un componente de altruismo y una toma de conciencia. Algo así como lo que nos pasa a nosotros con las cagadas de nuestros perros. Pero claro, todo se me vino abajo cuando leí que, en torno a la basura, se habían montado unos negocios de aúpa y que, allá por Alicante, había una telaraña que suponía 18 millones de euros y presuntos delitos de extorsión, tráfico de influencias, amenazas y cohecho.
El resultado fue que me hice un lío. Esas noticias, y otras por el estilo, me produjeron tal cantidad de basura mental que dudo que vaya a poder reciclarla. Se me ha metido en la cabeza que el círculo de mierda, lejos de reducirse, es cada vez más grande. Y lo grave del caso es que, por lo visto, no tienen intención de depurar responsabilidades. Al parecer los únicos que hemos tomado conciencia somos nosotros. Los políticos meten su basura en un cubo y dejan que se amontone en los juzgados. Y así, claro, es tal la cantidad que ya huele que apesta. De modo que no les cuento lo que puede pasar con estos calores y como estará al final del verano.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
Si nos atenemos a lo que dicen quienes entienden de esto, lo que, realmente ha pasado es que somos más responsables y hemos tomado conciencia. Antes creíamos que todo consistía en pagar una tasa y que el ayuntamiento tenía la obligación de recoger la basura y las inmundicias que arrojábamos a la calle. Éramos unos cafres; no nos importaba el sostenimiento del planeta, ni el calentamiento global, ni nada por el estilo. Lo que echábamos a la basura, lo metíamos todo en un cubo y allá que se arreglen. Ahora es distinto, ahora seleccionamos cada porquería en su sitio. Así da gusto. Así, fruto de la concienciación y el civismo, la cosa ha cambiado hasta el punto de que nuestra basura puede llegar, incluso, a ser un negocio. Lo cual significa que no era, como pensábamos, un problema de asco, o de tener más o menos escrúpulos.
Como no soy experto en nada y menos en esto, para mí la basura era, hasta hace poco, algo tan desagradable, y tan ruinoso, que solo podía interesarles a los Ayuntamientos. Empecé a sospechar que debía estar equivocado cuando me enteré de que Florentino Pérez y las hermanas Koplowitz se dedicaban, entre otras cosas, a recoger la basura de no sé cuantas ciudades. Un trabajo duro donde los haya, pero que les permite vivir dignamente y tener cuatro euros para gastárselos en un yate, que bien se lo merecen.
Les parecerá una tontería una tontería pero me costaba aceptar que gente de su nivel; fina, educada y de muy buena familia, no le importara vivir de una actividad tan cutre. Estaba tan convencido que llegué a pensar que podía haber un componente de altruismo y una toma de conciencia. Algo así como lo que nos pasa a nosotros con las cagadas de nuestros perros. Pero claro, todo se me vino abajo cuando leí que, en torno a la basura, se habían montado unos negocios de aúpa y que, allá por Alicante, había una telaraña que suponía 18 millones de euros y presuntos delitos de extorsión, tráfico de influencias, amenazas y cohecho.
El resultado fue que me hice un lío. Esas noticias, y otras por el estilo, me produjeron tal cantidad de basura mental que dudo que vaya a poder reciclarla. Se me ha metido en la cabeza que el círculo de mierda, lejos de reducirse, es cada vez más grande. Y lo grave del caso es que, por lo visto, no tienen intención de depurar responsabilidades. Al parecer los únicos que hemos tomado conciencia somos nosotros. Los políticos meten su basura en un cubo y dejan que se amontone en los juzgados. Y así, claro, es tal la cantidad que ya huele que apesta. De modo que no les cuento lo que puede pasar con estos calores y como estará al final del verano.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
lunes, 5 de julio de 2010
Hay que tener valor
Milio Mariño
No sé lo que pensaran ustedes pero, en mi opinión, hay que tener valor, mucho valor, para hacer lo que hizo Cristian Hernández, que después de dar dos capotazos y sufrir medio revolcón, corrió hasta la barrera, saltó de cabeza y dijo: Me faltan huevos, no merezco ser torero. Y se cortó la coleta.
Sucedió el pasado trece de junio pero aun me da vueltas en la cabeza aquella imagen en la que aparecía el torero confesando sus carencias, mientras el respetable lo abucheaba y le lanzaba todo tipo de objetos. Mal por el público y peor por los periodistas que, con sus risitas, se sumaron al cachondeo. Habría que ver si, cuando los embiste el director, tienen lo que el torero echaba de menos. Habría que verlo. En cualquier caso, ya que hablamos de valor, aprovecho para comentarles que hemos perdido la costumbre de revelarnos y decir lo que pensamos. Que somos, cada vez, más cobardes.
La culpa de que seamos así la tiene ese empeño por considerarnos ciudadanos y la mania de sentirnos obligados a decir siempre lo que algunos consideran correcto. Antes, casi todos, nacíamos en un pueblo, de ahí que la vida estuviera impregnada por un ruralismo, elemental y muy practico, que lo primero que nos enseñaba era a regirnos por la ley del instinto.
Ahora no. Ahora la gente cree que vive en el mundo de Jauja y que todos los animales son como el que tiene en casa; que no muerde ni da patadas. Ese es el problema que los niños llegan a mayores pensando de los animales lo que los hindúes de sus vacas; que son puntales básicos del sistema y tenemos que alimentarlos para luego recoger sus boñigas. Unas boñigas que, allá en la India, se utilizan como combustible al que los técnicos atribuyen el equivalente térmico de 27 millones de toneladas de petróleo. Así que por mucho que algunos pensemos que las vacas serian más útiles en filetes, no es para reírse. Confirma la regla de que a ciertos animales aún se les puede sacar provecho, pero son los menos. Sobre todo en los países occidentales, que es donde viven con nosotros, y a nuestra costa, no por su utilidad material sino por ese componente psicológico que nos empuja a buscar compañía.
La idea de que los animales deberían ser amables y corresponder al trato que les damos era la que, a buen seguro, debía tener Cristian Hernández cuando saltó al ruedo. Estaba equivocado. Estaba, si me permiten la comparación, como Rodriguez Zapatero, que cuando se vio frente al morlaco fue cuando se dio cuenta de que el animal no se prestaba al juego del capotazo sino que embestía a muerte con todas sus fuerzas.
Para algunos, quizá para el respetable, Zapatero tuvo el valor de hacerle frente y no salir corriendo pero, en mi opinión, ser, de verdad, valiente hubiera sido abandonar el ruedo, saltar la barrera y decir no tengo huevos. No señor, no los tengo. Ahí les queda la Reforma Laboral, los recortes sociales, la subida de impuestos y el mogollón de la crisis; toréenla ustedes si quieren. Pero claro, para eso, hay que tener mucho valor. Hay que tener el valor que tuvo Cristian Hernández cuando dijo, yo no valgo para esto y, allí mismo, se cortó la coleta.
No sé lo que pensaran ustedes pero, en mi opinión, hay que tener valor, mucho valor, para hacer lo que hizo Cristian Hernández, que después de dar dos capotazos y sufrir medio revolcón, corrió hasta la barrera, saltó de cabeza y dijo: Me faltan huevos, no merezco ser torero. Y se cortó la coleta.
Sucedió el pasado trece de junio pero aun me da vueltas en la cabeza aquella imagen en la que aparecía el torero confesando sus carencias, mientras el respetable lo abucheaba y le lanzaba todo tipo de objetos. Mal por el público y peor por los periodistas que, con sus risitas, se sumaron al cachondeo. Habría que ver si, cuando los embiste el director, tienen lo que el torero echaba de menos. Habría que verlo. En cualquier caso, ya que hablamos de valor, aprovecho para comentarles que hemos perdido la costumbre de revelarnos y decir lo que pensamos. Que somos, cada vez, más cobardes.
La culpa de que seamos así la tiene ese empeño por considerarnos ciudadanos y la mania de sentirnos obligados a decir siempre lo que algunos consideran correcto. Antes, casi todos, nacíamos en un pueblo, de ahí que la vida estuviera impregnada por un ruralismo, elemental y muy practico, que lo primero que nos enseñaba era a regirnos por la ley del instinto.
Ahora no. Ahora la gente cree que vive en el mundo de Jauja y que todos los animales son como el que tiene en casa; que no muerde ni da patadas. Ese es el problema que los niños llegan a mayores pensando de los animales lo que los hindúes de sus vacas; que son puntales básicos del sistema y tenemos que alimentarlos para luego recoger sus boñigas. Unas boñigas que, allá en la India, se utilizan como combustible al que los técnicos atribuyen el equivalente térmico de 27 millones de toneladas de petróleo. Así que por mucho que algunos pensemos que las vacas serian más útiles en filetes, no es para reírse. Confirma la regla de que a ciertos animales aún se les puede sacar provecho, pero son los menos. Sobre todo en los países occidentales, que es donde viven con nosotros, y a nuestra costa, no por su utilidad material sino por ese componente psicológico que nos empuja a buscar compañía.
La idea de que los animales deberían ser amables y corresponder al trato que les damos era la que, a buen seguro, debía tener Cristian Hernández cuando saltó al ruedo. Estaba equivocado. Estaba, si me permiten la comparación, como Rodriguez Zapatero, que cuando se vio frente al morlaco fue cuando se dio cuenta de que el animal no se prestaba al juego del capotazo sino que embestía a muerte con todas sus fuerzas.
Para algunos, quizá para el respetable, Zapatero tuvo el valor de hacerle frente y no salir corriendo pero, en mi opinión, ser, de verdad, valiente hubiera sido abandonar el ruedo, saltar la barrera y decir no tengo huevos. No señor, no los tengo. Ahí les queda la Reforma Laboral, los recortes sociales, la subida de impuestos y el mogollón de la crisis; toréenla ustedes si quieren. Pero claro, para eso, hay que tener mucho valor. Hay que tener el valor que tuvo Cristian Hernández cuando dijo, yo no valgo para esto y, allí mismo, se cortó la coleta.
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