Milio Mariño
Por más que el padre de Najwa Malha se haga el ofendido y apele a la libertad como un derecho que no se puede coartar, todos sabemos que el hiyab, el burka, el chador y cualquier otra prenda que sirva para tapar a las mujeres, como exige la religión del Islam, tiene la finalidad de hacerlas desaparecer a ojos de los demás. Es un signo de sumisión. Una imposición religiosa que, desde el punto de vista de quienes defendemos que las personas son todas iguales, habría que suprimir; cuanto antes, mejor. No se puede tolerar que, a día de hoy, las mujeres sigan siendo discriminadas. Pero hay que contar, también, con que la religión, para algunos, está por encima de todo. Y eso complica las cosas porque Dios, llámese Yahvé, Alá, Buda o Bumba-Kalunda, suele ser, según sus corresponsales en la Tierra, muy estricto en cuanto a la conducta y la vestimenta de los humanos. Sobremanera por lo que se refiere a las mujeres y esa afición, al parecer diabólica, que las lleva a lucir faldas cortas, largos escotes, frondosas melenas y todo lo que se tercie para encandilar a los hombres.
Ése es el origen del problema que tanto ha dado que hablar estos días, el de esa alumna, de un instituto de Madrid que insiste en ir a clase con su hiyab, no porque libremente lo quiera, sino porque así se lo exige el Islam.
El hiyab es un símbolo religioso que, lógicamente, estaría prohibido si la educación fuera laica, pero aquí parece que hay un empeño, no sé si mayoritario, por mantener la religión en las aulas. Aquí los católicos creen que tienen todo el derecho del mundo a inculcar su religión y sus símbolos a los alumnos, que las aulas deben seguir con sus vírgenes y sus crucifijos y que los curas y las monjas está bien que ejerzan su apostolado en los centros educativos.
No digo que una educación laica fuera a resolver todos los problemas, pero sí que pondría las religiones en el sitio donde deben estar: en las mezquitas y en las iglesias. Necesitamos que los maestros enseñen a sus alumnos a combatir el sectarismo, el fanatismo y la intolerancia religiosa. No es cuestión de creer o no creer, de ser católico o ateo, es cuestión de abordar, con sentido común, una realidad que forma parte de nuestras vidas.
La escuela no debería ser el sitio donde las religiones ejerzan la catequesis, esa tarea de adoctrinamiento que busca hacer prosélitos y convencer al resto de lo que uno piensa. Eso habría que modificarlo, habría que sustituir a quienes, en el seno de la escuela, dan clases de catolicismo, o de la religión que sea, por docentes que enseñen historia, filosofía y ciencia de las religiones. La formación religiosa, como la política, debería darse en otro ámbito. En un ámbito particular y privado que no interfiera ni coarte la educación de ningún alumno.
Las aulas deberían estar limpias de hiyabs, santos, crucifijos, budas y toda la parafernalia que, según sea el país, lucen ahora. Sólo debería permitirse, como único adorno, un mapa del mundo de colores.
La Nueva España 26-04-2010
martes, 27 de abril de 2010
lunes, 19 de abril de 2010
Memoria histérica
Esta semana pasada, coincidiendo con el aniversario de la República, hemos vuelto a lo que decía Franco cuando pescaba salmones en Cornellana: somos el asombro de Europa. De Europa y parte del extranjero, pues cuanto más lejos de nuestras fronteras menos se explican que aún haya gente en España que se pone de los nervios cuando oye hablar de la Guerra y los cuarenta años de dictadura. Un asunto que fue despachado, al final de los setenta, con una ley de borrón y cuenta nueva por aquello de no liarla y tener la fiesta en paz con la democracia. Actitud que volvió a repetirse cuando el pueblo decidió tirar por la calle de en medio y darle el primer Gobierno a un partido que no era de izquierdas ni de derechas, sino una mezcla que resultó menos franquista y más democrática que quienes ahora se proclaman de centro.
La causa de que hayamos vuelto a ser noticia por lo mismo que cuando Franco se mojaba el culo para pescar peces en nuestros ríos se debe a que una buena parte de la derecha sigue considerándose heredera de aquellos tiempos y aún no se ha atrevido a romper con el franquismo ni a reconocer que para instaurar y mantener dicho régimen se cometieron atrocidades que cualquier persona decente condenaría sin paliativos. Dejar que aquellos hechos sigan impunes supone una prevaricación manifiesta contra la honradez ética y contra lo que en Francia, Alemania, Italia y otros muchos países hicieron al respecto de quienes, por ideología y conducta, eran hermanos gemelos de los que aquí camparon a sus anchas.
No se trata, pues, como algunos pretenden hacer creer, de alimentar viejos rencores ni venganzas o revanchismo. Se trata, simple y llanamente, de un acto de justicia que, a estas alturas, no tendría otro efecto que el simbólico. Puro simbolismo, pero parece que hasta eso molesta. Molesta que, aunque sólo sea en el papel, treinta y tantos años después de aquella ley que se firmó con el ruido de sables como música de fondo, alguien se atreva siquiera a plantear que deberíamos cerrar ese triste capítulo de nuestra historia devolviendo el honor a quienes nunca debieron perderlo.
Eso es lo que está en juego. A mí, y supongo que a bastantes más, lo que le suceda a Garzón nos importa un bledo. Por encima de si hay o no razones para enjuiciarlo, está la nueva condena que se infringe a los vencidos. No es extraño, por tanto, que la prensa extranjera comentara que se ha señalado como penalti lo que no deja de ser una caída en el área, similar a otras muchas en las que el árbitro miró para otro lado. Digo esto porque, aplicando el mismo criterio, habría que enjuiciar, por prevaricadores, a todos los que juraron defender los Principios del Movimiento y luego se lo cargaron. Todavía hay por ahí unos cuantos y alguno ocupando las más altas jerarquías del Estado. Así que menos cogérsela con papel de fumar y más sensatez y sentido común. Será difícil, lo sé. Sobre todo si los jueces insisten, como parece, en ser protagonistas y se sienten más a gusto como poder dictatorial que como poder democrático.
Milio Mariño / La Nueva España /Opinión/ 19-04-2010
La causa de que hayamos vuelto a ser noticia por lo mismo que cuando Franco se mojaba el culo para pescar peces en nuestros ríos se debe a que una buena parte de la derecha sigue considerándose heredera de aquellos tiempos y aún no se ha atrevido a romper con el franquismo ni a reconocer que para instaurar y mantener dicho régimen se cometieron atrocidades que cualquier persona decente condenaría sin paliativos. Dejar que aquellos hechos sigan impunes supone una prevaricación manifiesta contra la honradez ética y contra lo que en Francia, Alemania, Italia y otros muchos países hicieron al respecto de quienes, por ideología y conducta, eran hermanos gemelos de los que aquí camparon a sus anchas.
No se trata, pues, como algunos pretenden hacer creer, de alimentar viejos rencores ni venganzas o revanchismo. Se trata, simple y llanamente, de un acto de justicia que, a estas alturas, no tendría otro efecto que el simbólico. Puro simbolismo, pero parece que hasta eso molesta. Molesta que, aunque sólo sea en el papel, treinta y tantos años después de aquella ley que se firmó con el ruido de sables como música de fondo, alguien se atreva siquiera a plantear que deberíamos cerrar ese triste capítulo de nuestra historia devolviendo el honor a quienes nunca debieron perderlo.
Eso es lo que está en juego. A mí, y supongo que a bastantes más, lo que le suceda a Garzón nos importa un bledo. Por encima de si hay o no razones para enjuiciarlo, está la nueva condena que se infringe a los vencidos. No es extraño, por tanto, que la prensa extranjera comentara que se ha señalado como penalti lo que no deja de ser una caída en el área, similar a otras muchas en las que el árbitro miró para otro lado. Digo esto porque, aplicando el mismo criterio, habría que enjuiciar, por prevaricadores, a todos los que juraron defender los Principios del Movimiento y luego se lo cargaron. Todavía hay por ahí unos cuantos y alguno ocupando las más altas jerarquías del Estado. Así que menos cogérsela con papel de fumar y más sensatez y sentido común. Será difícil, lo sé. Sobre todo si los jueces insisten, como parece, en ser protagonistas y se sienten más a gusto como poder dictatorial que como poder democrático.
Milio Mariño / La Nueva España /Opinión/ 19-04-2010
lunes, 12 de abril de 2010
Pornotapas
Milio Mariño
He recibido con expectación la noticia de que un buen número de hosteleros avilesinos ha elegido el sexo como protagonista para organizar unas jornadas gastronómicas que han dado en llamar «Pornotapas». Expectación crítica, pues no he podido resistirme al análisis de una idea que tiene su origen en la «Semana de la tapa erótica» que se organizó en Zaragoza y que, aquí, acaban de bautizar como «Pornotaping» para darle, según dicen, un carácter más avilesino.
Vaya por delante que no pongo en duda, ni mucho menos, la buena intención de los hosteleros avilesinos ni ese afán innovador que les ha llevado a discurrir y devanarse los sesos para ofrecernos algo nuevo que, a su entender, llevaría aparejado el marchamo de ser un invento propio, cuya valoración, en el orden científico y económico, cabe presuponer superior al que podría derivarse de haber copiado, al pie de la letra, la semana de Zaragoza.
Insisto, me parece loable el empeño, pero van a permitirme que albergue mis dudas sobre si los hosteleros valoraron, en su justa medida, las ventajas e inconvenientes de la variable que nos proponen.
La comida asociada al sexo no es nada nuevo, viene de muy antiguo, aunque más por la parte afrodisiaca, y su componente erótico, que por lo que se refiere al porno, término que, según se establece en su definición, consiste en la mera reproducción estética de escenas sexuales sin ningún sentido trascendente. De ahí que sea considerado un producto de consumo orientado hacia la estimulación sexual de quien lo recibe; un público que, libidinosamente hablando, suele tener una capacidad intelectual inferior a la media.
Ese detalle, quiero decir la consideración de lo porno, es el que me hace albergar serias dudas sobre el éxito de las jornadas; porque si nos atenemos a la definición del concepto, resultaría que las «pornotapas» no cabría considerarlas un producto comestible sino una composición estética cuya finalidad sería, únicamente, el disfrute de la vista. Extremo que se me antoja alejado de lo que pretenden los hosteleros avilesinos, pues no le veo yo la ganancia al hecho de elaborar vistosas tapas para que los clientes se pongan a mil por hora contemplándolas en las vitrinas de los bares y restaurantes.
Innovar está bien, pero a veces depara sorpresas cuyos efectos difieren de los propósitos iniciales. La comida asociada al disfrute del sexo es una posibilidad que ha ido ganando adeptos, pero intuyo que para los hosteleros solo es negocio cuando aborda la acción de ciertos elementos que, combinados con ingenio y buena mano, alteran la química corporal del cliente siempre que sean injeridos por vía digestiva y no contemplados de visu como puede entenderse por el titulo elegido para bautizar la ya citada semana gastronómica-sexual.
La diferencia entre tapa-porno y tapa-erótica parece arrojar, en principio, un balance más favorable por el lado erótico. No obstante, también se me alcanza que los hosteleros avilesinos debieron pensar que será difícil resistirse a tan sugerentes y visuales provocaciones. Por eso no descarto la posibilidad de que la gente olvide el pudor, deje de lado las inhibiciones y se anime a hincarles el diente a esas tapas que no fueron concebidas, como equivocadamente se apunta en el título, para verlas y nada más.
He recibido con expectación la noticia de que un buen número de hosteleros avilesinos ha elegido el sexo como protagonista para organizar unas jornadas gastronómicas que han dado en llamar «Pornotapas». Expectación crítica, pues no he podido resistirme al análisis de una idea que tiene su origen en la «Semana de la tapa erótica» que se organizó en Zaragoza y que, aquí, acaban de bautizar como «Pornotaping» para darle, según dicen, un carácter más avilesino.
Vaya por delante que no pongo en duda, ni mucho menos, la buena intención de los hosteleros avilesinos ni ese afán innovador que les ha llevado a discurrir y devanarse los sesos para ofrecernos algo nuevo que, a su entender, llevaría aparejado el marchamo de ser un invento propio, cuya valoración, en el orden científico y económico, cabe presuponer superior al que podría derivarse de haber copiado, al pie de la letra, la semana de Zaragoza.
Insisto, me parece loable el empeño, pero van a permitirme que albergue mis dudas sobre si los hosteleros valoraron, en su justa medida, las ventajas e inconvenientes de la variable que nos proponen.
La comida asociada al sexo no es nada nuevo, viene de muy antiguo, aunque más por la parte afrodisiaca, y su componente erótico, que por lo que se refiere al porno, término que, según se establece en su definición, consiste en la mera reproducción estética de escenas sexuales sin ningún sentido trascendente. De ahí que sea considerado un producto de consumo orientado hacia la estimulación sexual de quien lo recibe; un público que, libidinosamente hablando, suele tener una capacidad intelectual inferior a la media.
Ese detalle, quiero decir la consideración de lo porno, es el que me hace albergar serias dudas sobre el éxito de las jornadas; porque si nos atenemos a la definición del concepto, resultaría que las «pornotapas» no cabría considerarlas un producto comestible sino una composición estética cuya finalidad sería, únicamente, el disfrute de la vista. Extremo que se me antoja alejado de lo que pretenden los hosteleros avilesinos, pues no le veo yo la ganancia al hecho de elaborar vistosas tapas para que los clientes se pongan a mil por hora contemplándolas en las vitrinas de los bares y restaurantes.
Innovar está bien, pero a veces depara sorpresas cuyos efectos difieren de los propósitos iniciales. La comida asociada al disfrute del sexo es una posibilidad que ha ido ganando adeptos, pero intuyo que para los hosteleros solo es negocio cuando aborda la acción de ciertos elementos que, combinados con ingenio y buena mano, alteran la química corporal del cliente siempre que sean injeridos por vía digestiva y no contemplados de visu como puede entenderse por el titulo elegido para bautizar la ya citada semana gastronómica-sexual.
La diferencia entre tapa-porno y tapa-erótica parece arrojar, en principio, un balance más favorable por el lado erótico. No obstante, también se me alcanza que los hosteleros avilesinos debieron pensar que será difícil resistirse a tan sugerentes y visuales provocaciones. Por eso no descarto la posibilidad de que la gente olvide el pudor, deje de lado las inhibiciones y se anime a hincarles el diente a esas tapas que no fueron concebidas, como equivocadamente se apunta en el título, para verlas y nada más.
lunes, 5 de abril de 2010
¿Son ciudadanos los funcionarios?
Milio Mariño
Hace un par de semanas, un juez de Oviedo dictó una sentencia en la que declaraba que los funcionarios no pueden dirigir escritos en bable a los órganos administrativos en los que prestan sus servicios. Cuestión que el Tribunal Constitucional había resuelto, hacía apenas un mes, reconociendo la validez del artículo 4 de la ley de Uso del Asturiano y, por tanto, el derecho a que cualquier ciudadano pueda utilizar dicha lengua para expresarse de forma verbal, o por escrito, ante las autoridades, los políticos o quien considere oportuno. Es por eso que la sentencia de Oviedo ha sido objeto de numerosas críticas y comentarios, pues a la vista de lo que el juez resuelve parece desprenderse que cuando un funcionario actúa como tal, deja de ser ciudadano.
Sorprenderá que lo diga un juez, pero algunos ya lo sospechábamos, lo que pasa que no nos atrevíamos a manifestarlo por miedo a incurrir en malos entendidos y ser tildados de sectarios, xenófobos y cosas por el estilo. Dije algunos y posiblemente me quede corto porque la sospecha se me antoja bastante extendida y la razón de que muchos pensemos así no se debe, sólo, al hecho de habernos topado, alguna vez, con esos, y esas, perdonavidas de ventanilla que te hablan como si fueras tonto, si es que te hablan, o simplemente te gruñen. Tampoco por el trato que uno recibe, y la sensación que le queda en el cuerpo cuando el mismo médico de la Seguridad Social que te despacha con dos palabras se vuelve superamable y se deshace en explicaciones si acudes a su consulta privada. Todo eso influye, claro que influye, pero, por si fuera poco, lo que determina el convencimiento, casi definitivo, de que los funcionarios no deben ser ciudadanos, a semejanza del resto, es el trato que reciben de su patrono el Estado. Un Estado que nos exige lo que no está escrito pero permite que quienes trabajan para él, y para nosotros, sigan haciéndolo sin que les afecte la crisis ni las exigencias de productividad, responsabilidad, horario y todas las que rigen para quienes trabajan en cualquier empresa que no sea pública.
España necesita, de forma urgente, una reforma de la Administración. Pero no una reforma en el sentido de reducir el número de empleos, pues en eso aún estamos por debajo de la media europea, sino en el de que los funcionarios tengan los mismos derechos y las mismas obligaciones que el resto de los ciudadanos. Que sean, de verdad, aquello que decían los atenienses de los suyos, allá por el siglo IV a. de C., «sirvientes» de la ciudadanía.
La sospecha, como dije al principio, parte de que nuestra percepción, hablando siempre en términos generales, es que los funcionarios se aprovechan de su condición para servirse antes que para servirnos. Por eso que no considero que la controvertida sentencia del Juzgado numero 3 de Oviedo sea ningún escándalo. Imagino que el juez debió pensar, porque los jueces también piensan y, a veces, tienen incluso arrebatos de lucidez, que ya está bien. Que los funcionarios ya disfrutan de bastantes privilegios como para permitirles que puedan expresar una queja nada menos que en asturiano.
Hace un par de semanas, un juez de Oviedo dictó una sentencia en la que declaraba que los funcionarios no pueden dirigir escritos en bable a los órganos administrativos en los que prestan sus servicios. Cuestión que el Tribunal Constitucional había resuelto, hacía apenas un mes, reconociendo la validez del artículo 4 de la ley de Uso del Asturiano y, por tanto, el derecho a que cualquier ciudadano pueda utilizar dicha lengua para expresarse de forma verbal, o por escrito, ante las autoridades, los políticos o quien considere oportuno. Es por eso que la sentencia de Oviedo ha sido objeto de numerosas críticas y comentarios, pues a la vista de lo que el juez resuelve parece desprenderse que cuando un funcionario actúa como tal, deja de ser ciudadano.
Sorprenderá que lo diga un juez, pero algunos ya lo sospechábamos, lo que pasa que no nos atrevíamos a manifestarlo por miedo a incurrir en malos entendidos y ser tildados de sectarios, xenófobos y cosas por el estilo. Dije algunos y posiblemente me quede corto porque la sospecha se me antoja bastante extendida y la razón de que muchos pensemos así no se debe, sólo, al hecho de habernos topado, alguna vez, con esos, y esas, perdonavidas de ventanilla que te hablan como si fueras tonto, si es que te hablan, o simplemente te gruñen. Tampoco por el trato que uno recibe, y la sensación que le queda en el cuerpo cuando el mismo médico de la Seguridad Social que te despacha con dos palabras se vuelve superamable y se deshace en explicaciones si acudes a su consulta privada. Todo eso influye, claro que influye, pero, por si fuera poco, lo que determina el convencimiento, casi definitivo, de que los funcionarios no deben ser ciudadanos, a semejanza del resto, es el trato que reciben de su patrono el Estado. Un Estado que nos exige lo que no está escrito pero permite que quienes trabajan para él, y para nosotros, sigan haciéndolo sin que les afecte la crisis ni las exigencias de productividad, responsabilidad, horario y todas las que rigen para quienes trabajan en cualquier empresa que no sea pública.
España necesita, de forma urgente, una reforma de la Administración. Pero no una reforma en el sentido de reducir el número de empleos, pues en eso aún estamos por debajo de la media europea, sino en el de que los funcionarios tengan los mismos derechos y las mismas obligaciones que el resto de los ciudadanos. Que sean, de verdad, aquello que decían los atenienses de los suyos, allá por el siglo IV a. de C., «sirvientes» de la ciudadanía.
La sospecha, como dije al principio, parte de que nuestra percepción, hablando siempre en términos generales, es que los funcionarios se aprovechan de su condición para servirse antes que para servirnos. Por eso que no considero que la controvertida sentencia del Juzgado numero 3 de Oviedo sea ningún escándalo. Imagino que el juez debió pensar, porque los jueces también piensan y, a veces, tienen incluso arrebatos de lucidez, que ya está bien. Que los funcionarios ya disfrutan de bastantes privilegios como para permitirles que puedan expresar una queja nada menos que en asturiano.
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