miércoles, 30 de enero de 2013

El frío antiguo

Milio Mariño

El frío es tan antiguo que mucha gente creía que estaba en vías de extinción. Por eso, a pesar de que los medios venían anunciando que volvería por estas fechas, pocos creían que pudiera volver. Pero volvió. Y, como llevábamos no sé cuánto hablando de dinero negro y cuentas en Suiza, agradecimos cambiar de tema y retomar el viejo discurso de que no hace ni la mitad de frio que cuando éramos niños. Que ya no caen aquellas heladas ni nieva como entonces.

A mí también me lo parece, de modo que soy de los que meten baza cuando oigo hablar de que los charcos eran cubiteras de hielo, los carámbanos colgaban de los tejados y las orejas cambiaban de color, convirtiéndose en berenjenas adornadas por unos sabañones que ríanse ustedes de los piercing exagerados. Aquello sí era frio, un frio como el que debe hacer en Suiza. Que, por cierto, no sé si será bueno para las personas pero al dinero le sienta de maravilla.

Imagino que muchos habrán reparado en que el frío depende mucho del sitio. El de Suiza, por poner un ejemplo, siempre fue un frio de prestigio, un frio elegante y aristocrático muy alejado del nuestro, que tuvo y tiene fama de pobre porque en lugar de traernos millonarios a esquiar trajo gripes y catarros y prendas tan horrorosas como la pelliza de paño y el pasamontañas negro.

Aquí hablamos de frio y, enseguida, nos viene el recuerdo del calor de la cocina. Lo cual, además de ser agradable, nos lleva a la reflexión sensata de que no conviene confundir el frio que haga con el que sentimos. Quiere decirse que no es lo mismo vivir en un piso con calefacción y pasear bien abrigado, con el estómago lleno, que vivir en un banco del parque o estar en el paro y dar vueltas por la calle tratando de encontrar trabajo. El frio es el mismo pero se siente distinto.

De todas maneras, para mí que es verdad que el clima ha cambiado, pero también hemos cambiado nosotros. La vida, ahora, es más fácil. Hablo desde la perspectiva de la gente de mi generación, aquellos que cuando éramos niños, el único calor que había en casa era el que salía del fuego de la cocina. Esa es la memoria que algunos tenemos del frío. Quienes, entonces, ya tenían calefacción quizá piensen de otra manera. Por eso nos parece que hace menos frio que antes. Nos parece aunque no sea del todo cierto pues mientras estaba dándole vueltas a esto, en la barra de un bar y con un caldo de pita delante, en la televisión apareció un reportero que le puso el micro a una madre que se lamentaba de que su hija tuviera que estudiar metida en la cama porque, ella y el padre, estaban en paro y el dinero no les llegaba para poner la calefacción.

Fue como volver al frío antiguo. Como darme cuenta, al instante, de que el frio había regresado y se había colado por las rendijas de un progreso desmemoriado que decidió acabar con el calor de las cocinas de carbón, convenciéndonos de que era un calor sentimental que no iba con estos tiempos. Quizá no haga el frio de entonces pero es, realmente, un atraso que la niña que estudia en la cama no pueda hacerlo en una de aquellas cocinas que algunos recordamos.


Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España


viernes, 25 de enero de 2013

Pensando en España S.A.

Milio Mariño

Una de estas noches que llovió con ganas desperté de madrugada y permanecí entre las sábanas por miedo a que el sueño fuera la realidad. Acababa de soñar que España había dejado de existir como país para constituirse en una empresa que se llamaba igual. Es decir que ya no éramos un estado social y democrático de derecho que propugnaba, como valores del ordenamiento jurídico, la libertad, la justicia y la igualdad, sino que habíamos pasado a ser España SA, una sociedad anónima que cotizaba en la Bolsa de Berlín y tenía un consejo de administración presidido por un Registrador de la propiedad llamado Mariano Rajoy.

Estuve un buen rato, quieto en la cama, dilucidando si aquella idea vendría de lo soñado o del recuerdo de una película que viera la noche anterior. Llegué a pensar que quizá fuera una fantasía de esas que se le ocurren a uno cuando intenta escribir un artículo y no da con el tema adecuado. No paraba de darle vueltas porque era pronto para levantarme pero la incertidumbre se hizo insoportable y los nervios me empujaron, primero al baño y luego a la cocina, donde preparé el desayuno y encendí la radio, a la espera de que las noticias me devolvieran al mundo real.

El primer informativo llegó cuando la cocina ya olía a café. Dijeron que un señor, que había sido tesorero del PP, tenía veintidós millones de euros en Suiza, que un hijo de Jordi Pujol había vendido su colección de coches antiguos y que un kamikaze, condenado a trece años de cárcel, había sido indultado por el gobierno. Nadie dijo nada de que España fuera una empresa pero entrevistaron a un mandamás que habló de que era necesario prescindir de las urgencias médicas para reducir el gasto. Por el tono daba a entender que la decisión no tenía marcha atrás, de modo que todo apuntaba a que debía de haber sido tomada por el consejo de administración.

Tuve la certeza entonces de que, al margen de lo que hubiera podido soñar, España había dejado de ser un Estado para convertirse en una sociedad anónima. Lo curioso era que, al contrario de lo que había sucedido cuando estaba en la cama, no me supuso ninguna inquietud. Tal vez, pienso yo, porque no soy lo bastante listo como para calibrar el alcance de un cambio de tal magnitud. De ahí que solo me preocupara por cuál sería mi papel en la España SA, pues descartado que pudiera ser accionista solo quedaba ser empleado o cliente. No tenía más opciones, pero tampoco encajaba en ninguna. Empleado no podía ser porque ya estoy jubilado. Y cliente menos aún. Mis necesidades básicas están cubiertas por lo que estuve pagando durante cuarenta años, así es que no estoy dispuesto a pagar dos veces y comprar nada de lo que ofrecen.

Cuando acabé de desayunar llegué a la conclusión de que soy un crónico de los desajustes orgánicos. Tuve que jubilarme por exceso de personal y ahora quedo fuera de esta empresa, que era mi país, por un reajuste contable. A saber lo que me espera de aquí en adelante pues al no ser accionista ni empleado ni cliente, deduzco que debo ser un ente virtual. Tal vez sea esa la única forma de sobrevivir. Sería peligroso que supieran que existo y que no estoy dispuesto a cambiar de hábitos.

Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España 

jueves, 10 de enero de 2013

Palabras del año pasado

Milio Mariño

En el primer periódico de 2013, leí que el año pasado habían surgido palabras nuevas como chaturbarse (masturbarse mientras se participa en un chat), tróspido (raro y negativo además de hortera) o yayoflauta (persona de la tercera edad que defiende activamente los derechos de sus hijos y sus nietos).

Estas palabras y hasta un total de veinte son las que, al parecer, se han colado en nuestro vocabulario, a lo largo de 2012. Lo cual, de ser cierto, demostraría que el lenguaje evoluciona, como nosotros, hacia el empobrecimiento y que casi siempre lo hace por cuestiones extralingüísticas. Por temor a que las palabras que conocemos no basten para designar la nueva realidad que se impone y nos empuja a pensar que esto de ahora no va a cabernos en la cabeza. Por eso surgen palabras nuevas como las que dijimos y otras que venimos usando, aunque nadie sepa qué significan ni se ajusten a ninguna regla. Ahí está decrecimiento, palabra inventada por los economistas y los políticos, que no tiene que ver con la construcción española derivada del prefijo des, pues lo correcto sería decir descrecimiento igual que se dice desvestir, deshacer o descomponer.

Todo esto lo digo con la prudencia de quien no es, ni mucho menos, lingüista pero entiende que no hace falta ser un experto para darse cuenta de que los poderosos han prescindido de los poetas por qué piensan que son prescindibles. Piensan que cualquiera puede hacer lo que ellos hacen, pero no es fácil meter esta nueva realidad que tenemos en una o varias palabras. Recuerdo que hace tiempo leí un libro en el que Giovani Papini relataba su encuentro, en un manicomio, con un multimillonario aburrido que había decidido entretenerse entrevistando a personalidades de la época, a las que intentaba sonsacar lo peor de sí mismas y de la sociedad en que vivían. El resultado final, después de haber recogido todo lo que dijeron, fue que intentó resumirlo en un único verbo y se encontró con la sorpresa de que le salió un sustantivo. Le salió estupor, como síntesis de lo real.

Estupor es palabra antigua que apenas ya ni se usa. Los medios, y la sociedad, la han apartado de nuestro vocabulario pero creo que es la que mejor podría definir el momento que vivimos. Quizá se preste a confusión. Quizá se confunda, a veces, con asombro pero, aunque de asombro tiene bastante, lo principal, de su significado, es que añade la renuncia. El estupefacto se sorprende y se asombra pero, a la vez, se siente incapaz de reaccionar porque entiende que los acontecimientos violan todos los principios en los que se funda su concepción de la sociedad y enfrentarse a ellos sería absurdo.

Aún estamos en esa fase, de modo que habría motivos para el revival de esa palabra pero sospecho que estupor no estará entre elegidas, al final de este año. Antes inventarán otra que sea más confusa e ininteligible. Alguna palabra nueva que defina estas realidades difíciles que no nos caben en la cabeza.

Ya ven en qué quedan las nuevas palabras de 2012: charturbarse, tróspido y yayoflauta. Bueno y esa otra, decrecimiento, a la que atribuyen un significado que no corresponde.

Jodorowsky dijo que las palabras forjan la realidad pero no la son. Y Saramago añadió que hay que darles la vuelta y arrancarles la piel para entender de qué están hechas.

Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España.

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