Milio Mariño
El problema de Cataluña viene de largo, de cuando reinaba Pelayo. No obstante, para que nadie se sienta ofendido, en cuanto a la paternidad de esta nueva ruptura que anuncian como definitiva, se me antoja que la culpa, en este caso, no es de los catalanes, es de IKEA.
IKEA fue quien precipitó los acontecimientos con aquel anuncio: Bienvenido a la república independiente de tú casa. Un spot curioso, remezclado con imágenes familiares que apelan a la casa de cada uno como el lugar en el que establecemos nuestras propias normas y hacemos lo que nos viene en gana.
Ya sé que es arriesgado bromear con las reivindicaciones nacionalistas. Sobre todo porque cuando uno bromea con alguien que antepone el nacionalismo a cualquier otro razonamiento enseguida aflora la sensación de que estás mofándote de sus convicciones y se siente ofendido. Otra cosa sería si se esforzara por considerar su situación más desde el lado bueno que desde el malo. Si se fijara más en las satisfacciones que en las privaciones y comprendiera que la mayoría de las personas no disfrutan de lo que tienen porque ambicionan demasiado lo que, quizá, no puedan tener.
Por ese lado, por el de quitarle dramatismo al asunto y tomárselo con humor, iba, el hoy fallecido, Peces Barba cuando hace por estas fechas un año, en el X Congreso Nacional de la Abogacía, dijo que el conde-duque de Olivares, allá por 1640, se encontró con dos levantamientos a un tiempo: el de los catalanes y el de los portugueses.
"Yo siempre digo en broma, dijo Peces Barba, que qué habría pasado si en lugar de quedarnos con Cataluña nos hubiéramos quedado con Portugal. A lo mejor igual nos hubiera ido mejor, aunque quizás no, porque, como poco, nos habríamos perdido algo tan interesante como los duelos entre el Madrid y el Barcelona".
Llegados a este punto, una treintena de abogados catalanes decidieron abandonar el salón de actos donde se celebraba la conferencia. Mientras se levantaban, visiblemente enfadados, Peces Barba estuvo callado, pero reaccionó y dijo a continuación: "Dejemos salir a los que tengan que salir".
Repuestos de la inicial sorpresa, el resto de los presentes respondió con un sonoro y encendido aplauso, lo que contribuyó a enervar, todavía más, los ánimos de los que se habían levantado.
Peces Barba, había comenzado disertando sobre los peligros de recrearnos en la nostalgia pero los abogados catalanes prefirieron pasar por alto el contexto de la broma e hicieron público un comunicado en el que mostraban, por unanimidad, su indignación y rechazo.
Visto lo visto, Peces Barba se disculpó. Dijo que le gustaba hablar con humor pero que, si a pesar de la explicación, se sentían ofendidos les pediría excusas. Eso sí, no pudo evitar referirse a la susceptibilidad con la que los catalanes habían recibido sus comentarios y añadió: "Háganselo mirar. Me parece que ustedes no deberían ser tan susceptibles".
Eso digo yo. Digo que este nuevo envite, un envite de Mas, estamos tomándolo demasiado en serio. Llevaba razón el sabio Descartes cuando hablaba de la existencia de un demiurgo burlón y la necesidad de invocarlo para que interviniera y zanjara ciertas disputas. Descartes era así, era un racionalista convencido de que los sentimientos pueden llevarnos al engaño y el desvarío. Aunque bueno, también tenía sus cosas. Creía que los monos podían hablar, pero preferían guardar silencio, no fuera que los pusieran a trabajar.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
martes, 30 de octubre de 2012
lunes, 22 de octubre de 2012
Cuarenta y siete millones de españoles
Milio Mariño
Cuando Rajoy dijo aquello de que se sentía respaldado por los cuarenta y siete millones de españoles que habían quedado en sus casas y no se habían manifestado en la calle, recordé un viejo precepto que dice: si no les puedes deslumbrar con la inteligencia, desconciértalos con estupideces.
Estaba viéndolo y no lo podía creer. Que Rajoy hiciera aquella lectura de las protestas de septiembre, era la mayor vacilada desde la restauración de la democracia. Claro que también podía ser que no conociera el viejo precepto que dije o, lo que sería peor y más grave, que, estando como están las cosas, se hubiera visto obligado a recortar su inteligencia por exigencias de Ángela Merkel.
No se extrañen, hay analistas que la comparan con Bruce Willis. En Alemania andan a vueltas con la polémica de un ensayo, de Gertrud Höhler, que disecciona su personalidad definiéndola como “la chica de Kohl que se convirtió en ejecutora asesina”, y “la agente del Este que aprendió a usar el silencio”.
Una persona así puede obligarte a decir estupideces por mucho que tú no quieras. La prueba es que Ángela Merkel manda y exige, Rajoy obedece y recorta, y luego aparece en la prensa que ella no había pedido tanto, que a nuestro Presidente se le fue la mano y recortó por encima de la línea de puntos.
Así está Rajoy que hasta el Rey le echa broncas. Hace lo de Merkel, primero le riñe y después, la Casa Real, asegura que hablaban de setas.
El problema, siendo sinceros, viene de un déficit de inteligencia que ya resulta insoportable. Mucha gente pensaba, sobre todo sus votantes, que Rajoy era tan inteligente o más que Zapatero, pero están muy parejos. La diferencia, a favor del gallego, es que no actúa.
Conviene no confundirse. No actuar no es lo mismo que no hacer nada. Decía Confucio que un príncipe sólo tiene que sentarse en el lugar adecuado, mirando al sur, y su país estará bien gobernado. Sentado y sin actuar hay menos posibilidades de que se equivoque y meta la pata.
Estamos en esa línea. Si nos atenemos a su discurso, Rajoy es taoísta. Parte de la premisa de que el universo funciona armoniosamente, de acuerdo con sus principios, de modo que cuando la gente protesta altera esa armonía. Siendo así, tampoco quiere decirse que las personas renuncien a protestar. Se trata, más bien, de la forma en qué lo hacen y de cómo deberían hacerlo. Es decir que si la gente, como entiende Rajoy, optara por quedarse tranquilamente en su casa y no saliera a protestar a la calle, estaría optando por una especial forma de fluir sin influir, de vivir sin interrumpir y de favorecer sin impedir.
Zhuangzi, el filósofo, explicaba esta idea a sus discípulos con una imagen gráfica: un árbol con el tronco retorcido es poco atractivo pero no será cortado por ningún leñador, podrá seguir viviendo debido a su inutilidad.
Para los tiempos que corren es muy práctico, y socorrido, recurrir a la filosofía zen, de hecho creo que guarda ciertas similitudes con ese ejemplo que, siempre, se pone a propósito del gallego en mitad de una escalera.
Seguro que no vamos a coincidir pero si algún día coincidiera, con Rajoy, le haría la misma pregunta que se hacían los taoístas: "Cuando un árbol cae en medio del bosque y nadie lo escucha, ¿produce algún sonido?"
Milio Mariño/ Artículo de opinión/ La Nueva España
Cuando Rajoy dijo aquello de que se sentía respaldado por los cuarenta y siete millones de españoles que habían quedado en sus casas y no se habían manifestado en la calle, recordé un viejo precepto que dice: si no les puedes deslumbrar con la inteligencia, desconciértalos con estupideces.
Estaba viéndolo y no lo podía creer. Que Rajoy hiciera aquella lectura de las protestas de septiembre, era la mayor vacilada desde la restauración de la democracia. Claro que también podía ser que no conociera el viejo precepto que dije o, lo que sería peor y más grave, que, estando como están las cosas, se hubiera visto obligado a recortar su inteligencia por exigencias de Ángela Merkel.
No se extrañen, hay analistas que la comparan con Bruce Willis. En Alemania andan a vueltas con la polémica de un ensayo, de Gertrud Höhler, que disecciona su personalidad definiéndola como “la chica de Kohl que se convirtió en ejecutora asesina”, y “la agente del Este que aprendió a usar el silencio”.
Una persona así puede obligarte a decir estupideces por mucho que tú no quieras. La prueba es que Ángela Merkel manda y exige, Rajoy obedece y recorta, y luego aparece en la prensa que ella no había pedido tanto, que a nuestro Presidente se le fue la mano y recortó por encima de la línea de puntos.
Así está Rajoy que hasta el Rey le echa broncas. Hace lo de Merkel, primero le riñe y después, la Casa Real, asegura que hablaban de setas.
El problema, siendo sinceros, viene de un déficit de inteligencia que ya resulta insoportable. Mucha gente pensaba, sobre todo sus votantes, que Rajoy era tan inteligente o más que Zapatero, pero están muy parejos. La diferencia, a favor del gallego, es que no actúa.
Conviene no confundirse. No actuar no es lo mismo que no hacer nada. Decía Confucio que un príncipe sólo tiene que sentarse en el lugar adecuado, mirando al sur, y su país estará bien gobernado. Sentado y sin actuar hay menos posibilidades de que se equivoque y meta la pata.
Estamos en esa línea. Si nos atenemos a su discurso, Rajoy es taoísta. Parte de la premisa de que el universo funciona armoniosamente, de acuerdo con sus principios, de modo que cuando la gente protesta altera esa armonía. Siendo así, tampoco quiere decirse que las personas renuncien a protestar. Se trata, más bien, de la forma en qué lo hacen y de cómo deberían hacerlo. Es decir que si la gente, como entiende Rajoy, optara por quedarse tranquilamente en su casa y no saliera a protestar a la calle, estaría optando por una especial forma de fluir sin influir, de vivir sin interrumpir y de favorecer sin impedir.
Zhuangzi, el filósofo, explicaba esta idea a sus discípulos con una imagen gráfica: un árbol con el tronco retorcido es poco atractivo pero no será cortado por ningún leñador, podrá seguir viviendo debido a su inutilidad.
Para los tiempos que corren es muy práctico, y socorrido, recurrir a la filosofía zen, de hecho creo que guarda ciertas similitudes con ese ejemplo que, siempre, se pone a propósito del gallego en mitad de una escalera.
Seguro que no vamos a coincidir pero si algún día coincidiera, con Rajoy, le haría la misma pregunta que se hacían los taoístas: "Cuando un árbol cae en medio del bosque y nadie lo escucha, ¿produce algún sonido?"
Milio Mariño/ Artículo de opinión/ La Nueva España
jueves, 18 de octubre de 2012
Por algo se empieza
Milio Mariño
Quienes nos sentamos delante de un ordenador, o un papel en blanco, con el propósito de escribir sobre algo, lo corriente es que estemos a lo que salga. A ver si surge esa idea que no tenemos, o yo al menos no tengo, hasta que aparece.
Me he propuesto aclararlo por una cuestión de honradez, porque hace unos días tropecé con un amigo que me felicitó por un artículo y, para halagarme, habló de mi imaginación como si fuera una nutrida despensa a la que acudo en busca de ideas.
Ojala fuera así pero, en mi caso, siempre es una cuestión inesperada, un hallazgo. Tanto da que esté delante del papel en blanco, que paseando por la playa o en la cola del autobús. El lugar, y el momento, importan poco. Que ande perdido o despistado no impide tampoco que pueda encontrar una idea. Nunca se cuándo va a llegar ni por qué caminos. Lo explica, mejor que yo, el poeta Luis Rosales: “La palabra que decimos / viene de lejos, / y no tiene definición, / tiene argumento. /Cuando dices: “nunca”, / cuando dices: “bueno”, / estás contando tu historia / sin saberlo”.
Los artículos que firmo surgen así. Y, la casualidad, o quien sabe qué misterio, hizo que el comentario de esta semana surgiera, precisamente, de la conversación con este amigo; que me comentó que su hijo había encontrado trabajo y que él, por fin, estaba contento de que pudiera ganarse un dinero.
Ya ves, licenciado en Lengua Española y Literatura, y hace apenas un mes que trabaja de teleoperador, atendiendo las reclamaciones de una empresa.
Tuve que sujetarme para no decirle: Por algo se empieza. Mi intención era animarlo pero es evidente que atender un teléfono por el que la gente grita, en defensa propia, no parece que pueda servir de mucho a un licenciado en literatura. Aprenderá, eso sí, a dar respuestas absurdas y a recibir con paciencia los improperios y los insultos. Mi amigo piensa que han contratado a su hijo, por su formación académica, para que explique cuál ha sido el fallo y cómo piensan arreglarlo. Pero, en realidad, lo han contratado para que soporte las quejas. Para que aguante, lo mejor que sepa y pueda, la venganza de quienes se sienten agraviados y utilizan el teléfono para desahogarse gritando.
Menos mal que me cuide de decirle que por algo se empieza. Debía estar pensando que así es cómo empiezo yo los artículos, a lo que salga, pero no es para comparar a cómo un joven, recién licenciado, debe empezar la vida.
Lo incomodo de estas situaciones, cuando te sujetas y las palabras quedan bailando entre la lengua y los labios, es que no sabes qué decir. Por lo menos servirá para que coja experiencia. Dijo mi amigo, en vista de que yo no decía nada.
Era el colofón apropiado para aquella conversación inconclusa. Uno hace lo que le dejan hacer y luego lo justifica para proporcionarse la impresión de que solo él, es el que dirige su vida. Nadie acepta, a no ser la gente que escribe, estar a lo que salga.
Lo importante es que tenga salud y un trabajo, lo demás ya llegará. Dije sin advertir que mi respuesta era tan banal que confirmaba que todos estamos al albur de las circunstancias y que es más fácil ir de la inteligencia a la estupidez que al revés.
Milio Mariño / Artículo de Opinión/ La Nueva España
Quienes nos sentamos delante de un ordenador, o un papel en blanco, con el propósito de escribir sobre algo, lo corriente es que estemos a lo que salga. A ver si surge esa idea que no tenemos, o yo al menos no tengo, hasta que aparece.
Me he propuesto aclararlo por una cuestión de honradez, porque hace unos días tropecé con un amigo que me felicitó por un artículo y, para halagarme, habló de mi imaginación como si fuera una nutrida despensa a la que acudo en busca de ideas.
Ojala fuera así pero, en mi caso, siempre es una cuestión inesperada, un hallazgo. Tanto da que esté delante del papel en blanco, que paseando por la playa o en la cola del autobús. El lugar, y el momento, importan poco. Que ande perdido o despistado no impide tampoco que pueda encontrar una idea. Nunca se cuándo va a llegar ni por qué caminos. Lo explica, mejor que yo, el poeta Luis Rosales: “La palabra que decimos / viene de lejos, / y no tiene definición, / tiene argumento. /Cuando dices: “nunca”, / cuando dices: “bueno”, / estás contando tu historia / sin saberlo”.
Los artículos que firmo surgen así. Y, la casualidad, o quien sabe qué misterio, hizo que el comentario de esta semana surgiera, precisamente, de la conversación con este amigo; que me comentó que su hijo había encontrado trabajo y que él, por fin, estaba contento de que pudiera ganarse un dinero.
Ya ves, licenciado en Lengua Española y Literatura, y hace apenas un mes que trabaja de teleoperador, atendiendo las reclamaciones de una empresa.
Tuve que sujetarme para no decirle: Por algo se empieza. Mi intención era animarlo pero es evidente que atender un teléfono por el que la gente grita, en defensa propia, no parece que pueda servir de mucho a un licenciado en literatura. Aprenderá, eso sí, a dar respuestas absurdas y a recibir con paciencia los improperios y los insultos. Mi amigo piensa que han contratado a su hijo, por su formación académica, para que explique cuál ha sido el fallo y cómo piensan arreglarlo. Pero, en realidad, lo han contratado para que soporte las quejas. Para que aguante, lo mejor que sepa y pueda, la venganza de quienes se sienten agraviados y utilizan el teléfono para desahogarse gritando.
Menos mal que me cuide de decirle que por algo se empieza. Debía estar pensando que así es cómo empiezo yo los artículos, a lo que salga, pero no es para comparar a cómo un joven, recién licenciado, debe empezar la vida.
Lo incomodo de estas situaciones, cuando te sujetas y las palabras quedan bailando entre la lengua y los labios, es que no sabes qué decir. Por lo menos servirá para que coja experiencia. Dijo mi amigo, en vista de que yo no decía nada.
Era el colofón apropiado para aquella conversación inconclusa. Uno hace lo que le dejan hacer y luego lo justifica para proporcionarse la impresión de que solo él, es el que dirige su vida. Nadie acepta, a no ser la gente que escribe, estar a lo que salga.
Lo importante es que tenga salud y un trabajo, lo demás ya llegará. Dije sin advertir que mi respuesta era tan banal que confirmaba que todos estamos al albur de las circunstancias y que es más fácil ir de la inteligencia a la estupidez que al revés.
Milio Mariño / Artículo de Opinión/ La Nueva España
jueves, 11 de octubre de 2012
Hablando de Don Quijote, el equivocado era Sancho
Milio Mariño
Mucha gente ha llegado a la conclusión de que, mientras dure la crisis, es mejor no pensar. Los creyentes de izquierdas por una razón muy pragmática, por qué se han dado cuenta de que dios está más cerca de los banqueros que de los desahuciados por las hipotecas. El resto, es decir, los apolíticos de toda la vida, porque les gusta que se haya impuesto la cultura del ahorro y ahorran en comerse el tarro lo que el Gobierno en sanidad y en educación.
Yo lo haría si pudiera; pensar no es una exigencia vital. No lo es, al menos, como puede serlo hacer de cuerpo con cierta regularidad. Pero eso va en naturalezas y aunque, en mi caso, la inteligencia tropieza pronto con el límite de su incapacidad, insisto en darle vueltas a todo hasta que me sale humo por las orejas.
La ventaja es que duermo como un lirón. Debe ser que tengo la conciencia tranquila. Lo malo es cuando despierto. Ahí empieza lo malo porque, sin que pueda evitarlo, se me pone un nudo en la garganta que sube y baja movido por la angustia de encontrarme con nuevos recortes, la revisión, o no, de las pensiones y el hostigamiento constante de eso que llaman lo irremediable. Así es que cuando me siento frente al café con leche no me atrevo ni a abrir el periódico. Estoy un rato largo con los ojos cerrados y sumido en un atronador silencio, que digo yo que será el de la impotencia, el dolor inútil y el esfuerzo de tres décadas en la brecha para, al final, verme vencido.
No hace falta que lo insinúen, sé que estoy mal. Estás como Alonso Quijano, oí, hace unos días, que me decía una voz que debía ser la de Rajoy. Nada de fantasmas ni cosas por el estilo. Tenía la radio puesta y de la radio salía una voz que, supongo, era la suya. No creo que haya otro que ensalive las palabras y se exprese como un fonógrafo.
Igual no iba por mí, estoy tan susceptible que me mosqueo, incluso, cuando oigo que Rajoy habla de Don Quijote.
Pero tiene sentido, podría referirse a que salgo por ahí, me apunto a cualquier manifestación y vuelvo descalabrado. Quizá me hablara como hablaría Sancho, que es quien representa el apego a los valores materiales, mientras Don Quijote ejemplifica la defensa de un ideal libremente asumido. Claro que a diferencia del Sancho autentico, que no se ríe del empeño de Don Quijote y siente tristeza al verlo fracasar en su lucha por unos ideales que deberían ser posibles, el Sancho Rajoy celebra que los encantadores escamoteen la realidad y nos hagan ver molinos de viento donde hay gigantes, ventas de tres al cuarto donde hay castillos y pobres arrieros donde todos son malandrines que se han hecho ricos con el ladrillo.
Ya dije que pienso, no puedo evitarlo, y el problema es que llevo una semana a vueltas con eso. Con el consejo de que no haga el Quijote, que no salga a la calle a deshacer entuertos y pelearme con los antidisturbios. No pienso cambiar de idea, no está en mis cálculos hacerle caso. Estoy convencido de que en algún capítulo de alguna lógica aún inédita, tal vez se explique qué Don Quijote hacia lo correcto y el equivocado era Sancho.
Artículo de Opinión/ La Nueva España
Mucha gente ha llegado a la conclusión de que, mientras dure la crisis, es mejor no pensar. Los creyentes de izquierdas por una razón muy pragmática, por qué se han dado cuenta de que dios está más cerca de los banqueros que de los desahuciados por las hipotecas. El resto, es decir, los apolíticos de toda la vida, porque les gusta que se haya impuesto la cultura del ahorro y ahorran en comerse el tarro lo que el Gobierno en sanidad y en educación.
Yo lo haría si pudiera; pensar no es una exigencia vital. No lo es, al menos, como puede serlo hacer de cuerpo con cierta regularidad. Pero eso va en naturalezas y aunque, en mi caso, la inteligencia tropieza pronto con el límite de su incapacidad, insisto en darle vueltas a todo hasta que me sale humo por las orejas.
La ventaja es que duermo como un lirón. Debe ser que tengo la conciencia tranquila. Lo malo es cuando despierto. Ahí empieza lo malo porque, sin que pueda evitarlo, se me pone un nudo en la garganta que sube y baja movido por la angustia de encontrarme con nuevos recortes, la revisión, o no, de las pensiones y el hostigamiento constante de eso que llaman lo irremediable. Así es que cuando me siento frente al café con leche no me atrevo ni a abrir el periódico. Estoy un rato largo con los ojos cerrados y sumido en un atronador silencio, que digo yo que será el de la impotencia, el dolor inútil y el esfuerzo de tres décadas en la brecha para, al final, verme vencido.
No hace falta que lo insinúen, sé que estoy mal. Estás como Alonso Quijano, oí, hace unos días, que me decía una voz que debía ser la de Rajoy. Nada de fantasmas ni cosas por el estilo. Tenía la radio puesta y de la radio salía una voz que, supongo, era la suya. No creo que haya otro que ensalive las palabras y se exprese como un fonógrafo.
Igual no iba por mí, estoy tan susceptible que me mosqueo, incluso, cuando oigo que Rajoy habla de Don Quijote.
Pero tiene sentido, podría referirse a que salgo por ahí, me apunto a cualquier manifestación y vuelvo descalabrado. Quizá me hablara como hablaría Sancho, que es quien representa el apego a los valores materiales, mientras Don Quijote ejemplifica la defensa de un ideal libremente asumido. Claro que a diferencia del Sancho autentico, que no se ríe del empeño de Don Quijote y siente tristeza al verlo fracasar en su lucha por unos ideales que deberían ser posibles, el Sancho Rajoy celebra que los encantadores escamoteen la realidad y nos hagan ver molinos de viento donde hay gigantes, ventas de tres al cuarto donde hay castillos y pobres arrieros donde todos son malandrines que se han hecho ricos con el ladrillo.
Ya dije que pienso, no puedo evitarlo, y el problema es que llevo una semana a vueltas con eso. Con el consejo de que no haga el Quijote, que no salga a la calle a deshacer entuertos y pelearme con los antidisturbios. No pienso cambiar de idea, no está en mis cálculos hacerle caso. Estoy convencido de que en algún capítulo de alguna lógica aún inédita, tal vez se explique qué Don Quijote hacia lo correcto y el equivocado era Sancho.
Artículo de Opinión/ La Nueva España
jueves, 4 de octubre de 2012
El diferencial, con Alemania, no son los calcetines debajo de las sandalias
Milio Mariño
Estas vacaciones estuve en un hotel donde todos eran alemanes y todos matrimonios mayores que, seguramente, como no tenían nada que decirse leían el Bild-Zeitung, hacían sopas de letras y, de vez en cuando, intentaban hablar con los camareros preguntándoles cosas ininteligibles. Alguno les respondía en su idioma pero uno, andaluz de pura cepa, oí que decía: si me pregunta cómo ha quedado el Betis la respuesta es stupendously.
La pregunta debía ser otra pero la señora pareció quedar satisfecha, que era de lo que se trataba, y sonrió con esa discreción que, para nosotros, resulta imposible pues los alemanes hablan tan poco y lo hacen tan bajo que uno sabe cuándo se ríen porque los ve mover la barriga.
Pierdan cuidado, no me propongo contarles mis vacaciones sino, simplemente, que a diferencia de otras veces, que también fui a hoteles donde había mayoría de alemanes, en esta ocasión trataba de descubrir si habría algo significativo en ellos que los hiciera merecedores de vivir mejor que nosotros. No buscaba grandes cosas, buscaba detalles pero, por más que procuré fijarme, lo único que percibí fue que hablan muy poco y muy bajo, la mayoría son altos, usan calcetines debajo de las sandalias, desayunan cuatro veces más que nosotros y visten una ropa que ya no es que sea fea es que parece hecha a propósito para que resulte desagradable.
Con todo, aceptando que es fácil distinguir a un alemán de un español, tampoco me pareció que la diferencia fuera como para que nos den sopas con hondas. Nuestras personalidades quizá no puedan intercambiarse pero aunque el mundo se haya vuelto loco, no creo que por hablar en voz baja, desayunar como bestias y vestirse de mercadillo sea para que no les afecte la crisis. Es más, a riesgo de parecer presuntuoso me atrevo a decir que de las trescientas parejas que había en aquel hotel, la nuestra era la más normal en cuanto a comer, beber y vestirse.
Pues algún misterio tiene que haber, pensaba yo. Y el misterio me lo desveló Stefanie Claudia Müller, una corresponsal alemana a quien atribuyen un artículo que, unos dicen, se publicó y otros que es una mera invención de ciertos medios de la derecha más reaccionaria, pero que tiene partes que suscribo, sin que me importe la procedencia ni el pretendido objetivo que denuncian los progresistas; el de salvar el modelo económico capitalista, subyugando el interés público al beneficio privado y utilizando sus conclusiones para profundizar en unas ideas que justificarían el recorte democrático.
Que el objetivo sea ese no lo discuto, pero la señora Müller dice lo que nuestros gobernantes ocultan. Dice que las verdaderas razones de la crisis de España, nada tienen que ver con salarios demasiado altos -un 60 % de la población ocupada gana menos de 1.000 euros/mes, frente a los 2.600 de Alemania-, ni con las pensiones demasiado altas -la pensión media es de 785 euros, el 63% de la media de la UE - ni con las pocas horas de trabajo pues los españoles trabajan, al año, 200 horas más que los alemanes y se jubilan más tarde.
De modo que si trabajamos más y ganamos menos, nuestro diferencial no puede ser que no usemos calcetines debajo de las sandalias. Es lo que ustedes, y yo, pensamos y los alemanes nos echan en cara.
Milio Mariño/ artículo de Opinión/ La Nueva España
Estas vacaciones estuve en un hotel donde todos eran alemanes y todos matrimonios mayores que, seguramente, como no tenían nada que decirse leían el Bild-Zeitung, hacían sopas de letras y, de vez en cuando, intentaban hablar con los camareros preguntándoles cosas ininteligibles. Alguno les respondía en su idioma pero uno, andaluz de pura cepa, oí que decía: si me pregunta cómo ha quedado el Betis la respuesta es stupendously.
La pregunta debía ser otra pero la señora pareció quedar satisfecha, que era de lo que se trataba, y sonrió con esa discreción que, para nosotros, resulta imposible pues los alemanes hablan tan poco y lo hacen tan bajo que uno sabe cuándo se ríen porque los ve mover la barriga.
Pierdan cuidado, no me propongo contarles mis vacaciones sino, simplemente, que a diferencia de otras veces, que también fui a hoteles donde había mayoría de alemanes, en esta ocasión trataba de descubrir si habría algo significativo en ellos que los hiciera merecedores de vivir mejor que nosotros. No buscaba grandes cosas, buscaba detalles pero, por más que procuré fijarme, lo único que percibí fue que hablan muy poco y muy bajo, la mayoría son altos, usan calcetines debajo de las sandalias, desayunan cuatro veces más que nosotros y visten una ropa que ya no es que sea fea es que parece hecha a propósito para que resulte desagradable.
Con todo, aceptando que es fácil distinguir a un alemán de un español, tampoco me pareció que la diferencia fuera como para que nos den sopas con hondas. Nuestras personalidades quizá no puedan intercambiarse pero aunque el mundo se haya vuelto loco, no creo que por hablar en voz baja, desayunar como bestias y vestirse de mercadillo sea para que no les afecte la crisis. Es más, a riesgo de parecer presuntuoso me atrevo a decir que de las trescientas parejas que había en aquel hotel, la nuestra era la más normal en cuanto a comer, beber y vestirse.
Pues algún misterio tiene que haber, pensaba yo. Y el misterio me lo desveló Stefanie Claudia Müller, una corresponsal alemana a quien atribuyen un artículo que, unos dicen, se publicó y otros que es una mera invención de ciertos medios de la derecha más reaccionaria, pero que tiene partes que suscribo, sin que me importe la procedencia ni el pretendido objetivo que denuncian los progresistas; el de salvar el modelo económico capitalista, subyugando el interés público al beneficio privado y utilizando sus conclusiones para profundizar en unas ideas que justificarían el recorte democrático.
Que el objetivo sea ese no lo discuto, pero la señora Müller dice lo que nuestros gobernantes ocultan. Dice que las verdaderas razones de la crisis de España, nada tienen que ver con salarios demasiado altos -un 60 % de la población ocupada gana menos de 1.000 euros/mes, frente a los 2.600 de Alemania-, ni con las pensiones demasiado altas -la pensión media es de 785 euros, el 63% de la media de la UE - ni con las pocas horas de trabajo pues los españoles trabajan, al año, 200 horas más que los alemanes y se jubilan más tarde.
De modo que si trabajamos más y ganamos menos, nuestro diferencial no puede ser que no usemos calcetines debajo de las sandalias. Es lo que ustedes, y yo, pensamos y los alemanes nos echan en cara.
Milio Mariño/ artículo de Opinión/ La Nueva España
lunes, 1 de octubre de 2012
Jóvenes insuficientemente preparados
Milio Mariño
Vuelve septiembre con un futuro que se presiente vacío y un otoño que se presume movido; lo propio para quienes vivimos otros otoños enfrentándonos a lo inevitable, que es como los gobiernos, sean del signo que sean, justifican, siempre, sus medidas.
Acostumbrado, tal vez, a que en otoño tocaba optimizar las propuestas de los que mandaban, debió ser por eso que hace años, cuando estudiaban mis hijos, me causaba extrañeza que las Universidades vivieran una paz que no lograba entender. Los estudiantes iniciaban el curso y solo se dedicaban a estudiar, vaguear y divertirse, no había ni un conflicto, ni una huelga ni una protesta; nada.
En aquella época, las cosas iban algo mejor pero, a pesar del tibio progreso, me llamaba tanto la atención que estuviera todo tan parado que, siempre que tenía oportunidad, insistía en que no era buena señal. La desafección política y aquella paz institucionalizada me parecían producto de una indolencia y una apatía intelectual que tendría consecuencias fatales.
Excuso decirles como me ponían algunos padres. Lo más suave que me llamaban era nostálgico trasnochado. Eso los progres porque los otros me acusaban de subversivo y cosas peores. Decían que no había nada más satisfactorio que la normalidad absoluta. Y allí estaba yo, intentando convencerles de que la normalidad universitaria, a mi modo de ver, incluía las protestas y la actitud crítica de unos jóvenes que deberían estar protagonizando la vanguardia de este país.
Una década después, ahora que me he matriculado, por libre, en Ciencias del Envejecimiento y llevo una vida que podríamos llamar de estudiante, sigo insistiendo en lo mismo. Creo que el fallo garrafal, en la formación de aquellos jóvenes, fue no haberles dado motivos para que organizaran una revuelta, pues estoy convencido de que nadie completa su formación, de forma adecuada, si no se rebela contra el poder.
Influye, seguramente, la edad pero estos compañeros de ahora, que en parte son aquellos, no se escandalizan cuando les digo que las huelgas, los encierros, las asambleas, unos cuantos porrazos injustos, un día en el calabozo y cosas por el estilo, deberían formar parte del plan de estudios de cualquier carrera universitaria. Deberían ser una asignatura imprescindible que, sin duda, permitiría a los jóvenes entender la distancia entre la ley, la justicia, el poder y las personas. Un Master que, además de salirnos barato, serviría para que, de una forma práctica, conocieran la verdadera realidad de la vida.
La normalidad hipócrita de aquellos años hizo que los universitarios pasaran de todo y se instalaran en una especie de limbo idiota, aceptando que la educación fuera cada vez más insulsa y anestesiara su curiosidad intelectual hasta embrutecerlos y convertirlos en un rebaño de esclavos con título, que era lo que querían sus padres y, también, el poder.
Esa generación, la de los que hoy están más cerca de los cuarenta que de los treinta, es la que está llegando a los puestos de poder. La que sucederá a la generación intermedia y a los de mí tiempo, que algunos todavía siguen ahí y se resisten a dejarlo a pesar de que ya tienen edad.
Los jóvenes de aquella normalidad tontorrona serán los que tengan que sacar esto adelante, pero no están preparados. Tienen la carencia que antes les comentaba, no saben rebelarse, creen que pueden prolongar la situación que han vivido aceptando, al precio que sea, todo lo que les ordenen.
Salinas 8 de septiembre de 2012 / Milio Mariño
Vuelve septiembre con un futuro que se presiente vacío y un otoño que se presume movido; lo propio para quienes vivimos otros otoños enfrentándonos a lo inevitable, que es como los gobiernos, sean del signo que sean, justifican, siempre, sus medidas.
Acostumbrado, tal vez, a que en otoño tocaba optimizar las propuestas de los que mandaban, debió ser por eso que hace años, cuando estudiaban mis hijos, me causaba extrañeza que las Universidades vivieran una paz que no lograba entender. Los estudiantes iniciaban el curso y solo se dedicaban a estudiar, vaguear y divertirse, no había ni un conflicto, ni una huelga ni una protesta; nada.
En aquella época, las cosas iban algo mejor pero, a pesar del tibio progreso, me llamaba tanto la atención que estuviera todo tan parado que, siempre que tenía oportunidad, insistía en que no era buena señal. La desafección política y aquella paz institucionalizada me parecían producto de una indolencia y una apatía intelectual que tendría consecuencias fatales.
Excuso decirles como me ponían algunos padres. Lo más suave que me llamaban era nostálgico trasnochado. Eso los progres porque los otros me acusaban de subversivo y cosas peores. Decían que no había nada más satisfactorio que la normalidad absoluta. Y allí estaba yo, intentando convencerles de que la normalidad universitaria, a mi modo de ver, incluía las protestas y la actitud crítica de unos jóvenes que deberían estar protagonizando la vanguardia de este país.
Una década después, ahora que me he matriculado, por libre, en Ciencias del Envejecimiento y llevo una vida que podríamos llamar de estudiante, sigo insistiendo en lo mismo. Creo que el fallo garrafal, en la formación de aquellos jóvenes, fue no haberles dado motivos para que organizaran una revuelta, pues estoy convencido de que nadie completa su formación, de forma adecuada, si no se rebela contra el poder.
Influye, seguramente, la edad pero estos compañeros de ahora, que en parte son aquellos, no se escandalizan cuando les digo que las huelgas, los encierros, las asambleas, unos cuantos porrazos injustos, un día en el calabozo y cosas por el estilo, deberían formar parte del plan de estudios de cualquier carrera universitaria. Deberían ser una asignatura imprescindible que, sin duda, permitiría a los jóvenes entender la distancia entre la ley, la justicia, el poder y las personas. Un Master que, además de salirnos barato, serviría para que, de una forma práctica, conocieran la verdadera realidad de la vida.
La normalidad hipócrita de aquellos años hizo que los universitarios pasaran de todo y se instalaran en una especie de limbo idiota, aceptando que la educación fuera cada vez más insulsa y anestesiara su curiosidad intelectual hasta embrutecerlos y convertirlos en un rebaño de esclavos con título, que era lo que querían sus padres y, también, el poder.
Esa generación, la de los que hoy están más cerca de los cuarenta que de los treinta, es la que está llegando a los puestos de poder. La que sucederá a la generación intermedia y a los de mí tiempo, que algunos todavía siguen ahí y se resisten a dejarlo a pesar de que ya tienen edad.
Los jóvenes de aquella normalidad tontorrona serán los que tengan que sacar esto adelante, pero no están preparados. Tienen la carencia que antes les comentaba, no saben rebelarse, creen que pueden prolongar la situación que han vivido aceptando, al precio que sea, todo lo que les ordenen.
Salinas 8 de septiembre de 2012 / Milio Mariño
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