Si hay algo que me pone al tanto del inexorable
paso del tiempo no es el espejo, es la facilidad con que ciertas cosas
desaparecen, no por el hecho de que, cada vez, seamos menos los que quedamos
para contarlas, sino porque nadie diría que fueron ciertas. Cuesta entender que,
allá por los años setenta, nuestra relación con los Bancos fuera visual más que
de trato. Cobrábamos en mano, en billetes de curso legal y en el lugar de
trabajo, de modo que metíamos el dinero en el bolso, lo llevábamos a casa y lo
manejábamos a nuestra manera, cada uno hasta donde llegara. Al Banco solo iban
los que conseguían ahorrar unos duros, para ingresarlos, o los que pedían un
crédito.
Ciertamente, estábamos muy atrasados. Las
empresas que no tenían cajero contrataban con un Banco que un empleado suyo
fuera a pagar la nómina a la fábrica o el taller donde trabajábamos. Ya sé que
parece increíble, como también lo parece que los autobuses tuvieran chofer y
cobrador, que pudieras echar gasolina sin bajarte del coche y que fuera posible
hacer la compra sin necesidad de ir tirando por un carrito, al siempre se le
cruzan las ruedas y acaba fundiéndote los riñones.
Fruto del
retraso ancestral que sufríamos, la vida era complicada y dura para unas cosas
y sencilla para otras. Había llegado el momento de recurrir al progreso, había
que ablandar lo duro y conservar lo sencillo, pero no debieron entendernos
porque empezaron por decirnos que, para nuestra comodidad, era mejor que, en
vez de pagarnos en mano y en el puesto de trabajo, ingresaran nuestro dinero en
un Banco, pues el Banco no solo se encargaría de pagarnos y pagar nuestros
recibos, sin cobrar nada a cambio, sino que podíamos sacarle algún rédito al
dinero sobrante o, en caso de apuro, disponer de un crédito sin coste alguno.
No era lo que pedíamos pero ofrecían tantas las
ventajas que oponerse parecía absurdo. Además, en aquellos años, todos los Bancos,
excepto el del padre de Rato, eran fiables; de ahí que en nombre de la
comodidad y, sobre todo, del progreso, acabamos aceptando. Los Bancos se
hicieron con el negocio de administrar nuestro dinero y desaparecieron los
cajeros en las empresas, los cobradores de la luz, y los del autobús, que no
tenían vela en aquel entierro pero, por solidaridad, también fueron suprimidos.
Todo lo que teníamos, y lo poco que íbamos
ganando, se lo dimos a los Bancos convencidos de que, en reciproca confianza,
se harían cargo de nuestra ignorancia y nos ayudarían para que ningún desalmado
se quedara con nuestro dinero.
Igual de confiados, acudimos cuando nos llamaron
y, con el lenguaje cursi que suelen utilizar los banqueros, prometieron que
bastaría con una firma para optimizar nuestros recursos. No sospechábamos que
se trataba de un ejercicio de funambulismo, y menos aún que los auditores certificarían
como Harley Davidson lo que era, simplemente, un Vespino.
Así es que referirse, hoy, a los Bancos es como
sorprenderse a uno mismo en ese gesto mecánico, nacido de la fugaz
desconfianza, que consiste en llevarse la mano al bolso para tentar la cartera.
Quién más quién menos, todos tenemos cara de estar presenciando un espectáculo
inaudito, a expensas de que caiga el telón, de improviso, y quedemos sin saber
el truco y sin que nos devuelvan el dinero.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España
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