lunes, 28 de mayo de 2012

Que pague Rita

Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España


Lo que está pasando tiene nombres, como no va a tenerlos, no habríamos llegado a esto si no hubiera sido por los especuladores, los financieros del ladrillo, los administradores corruptos, los inspectores cómplices y los políticos sin escrúpulos. Recuerden, a modo de ejemplo, el desahogo de Esperanza Aguirre ante aquel micrófono que creía cerrado. Aquello de darle un puesto a IU, en Caja Madrid, quitándoselo al hijoputa.
Si menciono aquel episodio, piropo incluido, no es para echarle la culpa del desastre de Bankia al consejero que Esperanza Aguirre regaló a los que, dice, son sus mayores enemigos, los comunistas, antes de dárselo a su compañero de partido,  lo menciono porque puede servirnos para calibrar los tejemanejes que el PP, y el resto de partidos políticos, se traían con las Cajas. De modo que no pueden venir ahora con que la culpa es de la herencia, la ineficacia del Banco de España, la no profesionalización de las Cajas, la tozudez de Ángela Merkel y mil historias,  que no engañan a quien no quiere engañarse ni sirven para lavar la cara de los que la tienen tiznada por el saqueo y la rapiña de estos años pasados.

A fuerza de pelotazos, y de tonto el que no se haga rico, el agujero se ha convertido en abismo. Son miles de millones de deuda, calculan que el equivalente a 30.000 euros por cada español, que intentan endosarnos con la falsa y machacona insistencia de que vivíamos por encima de nuestras posibilidades y eso, tarde o temprano, se paga.

Pero la intención, a mi modo de ver, no es que paguemos, pues por muchos recortes que hagan saben que no podremos pagar ni en uno, en dos o diez años, lo que pretenden es que salgamos a la calle y la liemos a mamporros con el mobiliario urbano y los antidisturbios. El objetivo es apretarnos las clavijas para que nos sintamos estafados y nos desahoguemos con los contenedores de basura y los policías que nos zurren, que algo de culpa tendrán pero cargarán con la suya y con la de los estafadores, banqueros y políticos, que estarán sentados en sus despachos disculpando la brutalidad policial como legitimo recurso para restablecer el orden y preservar la democracia.

Convencido de que por ahí van los tiros, entiendo que protestar, en la calle, es necesario pero menos eficaz que otras medidas. A no ser que sirva como consuelo, no servirá de nada insistir pidiendo responsabilidades porque, lo hecho, hecho está y el agujero no se tapa con cuatro pringaos en la cárcel. Digo cuatro pringaos porque los responsables se escaquearan, como siempre, y no habrá quien los pille.

Lo más efectivo es que la deuda la pague Rita. Es insistir para que cunda el ejemplo de lo que han empezado los catalanes con las autopistas. No puede ser que, en nombre de la crisis, utilicen nuestros impuestos para pagar los pufos de los bancos, que la financiación de la iglesia no sufra recorte alguno y que el presupuesto de Defensa sea superior al de Educación y Sanidad juntos. Mientras eso no se corrija se acabó lo que se daba. Llámenlo objeción, insumisión o como quieran llamarlo, pero yo lo llamo Manifestación Fiscal. Una manifestación nada egoísta, pues lo que se pretende no es no pagar impuestos, es impedir que el Gobierno los malverse y nos prive de nuestros derechos.

lunes, 21 de mayo de 2012

El espectáculo de los Bancos

Milio Mariño


Si hay algo que me pone al tanto del inexorable paso del tiempo no es el espejo, es la facilidad con que ciertas cosas desaparecen, no por el hecho de que, cada vez, seamos menos los que quedamos para contarlas, sino porque nadie diría que fueron ciertas. Cuesta entender que, allá por los años setenta, nuestra relación con los Bancos fuera visual más que de trato. Cobrábamos en mano, en billetes de curso legal y en el lugar de trabajo, de modo que metíamos el dinero en el bolso, lo llevábamos a casa y lo manejábamos a nuestra manera, cada uno hasta donde llegara. Al Banco solo iban los que conseguían ahorrar unos duros, para ingresarlos, o los que pedían un crédito.

Ciertamente, estábamos muy atrasados. Las empresas que no tenían cajero contrataban con un Banco que un empleado suyo fuera a pagar la nómina a la fábrica o el taller donde trabajábamos. Ya sé que parece increíble, como también lo parece que los autobuses tuvieran chofer y cobrador, que pudieras echar gasolina sin bajarte del coche y que fuera posible hacer la compra sin necesidad de ir tirando por un carrito, al siempre se le cruzan las ruedas y acaba fundiéndote los riñones.

 Fruto del retraso ancestral que sufríamos, la vida era complicada y dura para unas cosas y sencilla para otras. Había llegado el momento de recurrir al progreso, había que ablandar lo duro y conservar lo sencillo, pero no debieron entendernos porque empezaron por decirnos que, para nuestra comodidad, era mejor que, en vez de pagarnos en mano y en el puesto de trabajo, ingresaran nuestro dinero en un Banco, pues el Banco no solo se encargaría de pagarnos y pagar nuestros recibos, sin cobrar nada a cambio, sino que podíamos sacarle algún rédito al dinero sobrante o, en caso de apuro, disponer de un crédito sin coste alguno.

No era lo que pedíamos pero ofrecían tantas las ventajas que oponerse parecía absurdo. Además, en aquellos años, todos los Bancos, excepto el del padre de Rato, eran fiables; de ahí que en nombre de la comodidad y, sobre todo, del progreso, acabamos aceptando. Los Bancos se hicieron con el negocio de administrar nuestro dinero y desaparecieron los cajeros en las empresas, los cobradores de la luz, y los del autobús, que no tenían vela en aquel entierro pero, por solidaridad, también fueron suprimidos.

Todo lo que teníamos, y lo poco que íbamos ganando, se lo dimos a los Bancos convencidos de que, en reciproca confianza, se harían cargo de nuestra ignorancia y nos ayudarían para que ningún desalmado se quedara con nuestro dinero.
Igual de confiados, acudimos cuando nos llamaron y, con el lenguaje cursi que suelen utilizar los banqueros, prometieron que bastaría con una firma para optimizar nuestros recursos. No sospechábamos que se trataba de un ejercicio de funambulismo, y menos aún que los auditores certificarían como Harley Davidson lo que era, simplemente, un Vespino.

Así es que referirse, hoy, a los Bancos es como sorprenderse a uno mismo en ese gesto mecánico, nacido de la fugaz desconfianza, que consiste en llevarse la mano al bolso para tentar la cartera. Quién más quién menos, todos tenemos cara de estar presenciando un espectáculo inaudito, a expensas de que caiga el telón, de improviso, y quedemos sin saber el truco y sin que nos devuelvan el dinero.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / La Nueva España



lunes, 7 de mayo de 2012

Rajoy aconseja no forzar la rabia de sus ministros

Milio Mariño. De la firmeza y la convicción absoluta, de aquello que bastaría con su presencia para acabar con la crisis, hemos pasado al galimatías de unos ministros que dan una opinión y la contraria sin que les salga un orzuelo en la lengua. Nada, ni siquiera una pupa. Y eso que De Guindos, Montoro y toda la panda se parecen cada vez más a los cantamañanas que un día dicen que comer chocolate o cocinar con aceite de oliva daña nuestra salud y al siguiente se despachan con que lo bueno de verdad son dos tabletas a la semana y tres cucharadas para desayunar. Es lo que hay: un Gobierno dando palos de ciego y anunciando y desmintiendo medidas como quien se tropieza al hablar. Y, por supuesto, huyendo de la explicación y el debate como el gato del agua escaldada. Debatir las medidas no serviría, quizás, para convencernos pero si, al menos, para poner las cosas en claro y que los cínicos se retraten. Pero, al Gobierno, no le gusta el debate, lejos de explicar lo que hace, exige que nadie se oponga ni obstaculice, o critique, sus decisiones pues entiende que la mayoría absoluta le permite hacer lo que quiera sin dar explicaciones. Era lo que faltaba que volviéramos al absolutismo como forma de gobernar. Porque esa es otra, las medidas pueden ser más o menos aceptadas pero lo que resulta inaceptable es que, quienes gobiernan, presuman de qué harán lo que quieran sin miramientos ni escrúpulos. Cuesta entender que quienes han sido elegidos para dirigir un país presuman de algo así. Con todo, lo que ya me saca de quicio son los majaderos. Los majaderos, además de torpes y metepatas, no tienen unidad de medida, lo suyo no es que el remedio sea peor, es que es la enfermedad. Ahí tienen a Rajoy, que desde que es Presidente se ha convertido en émulo de don Tancredo y para una vez que habla se despacha con esa perla de que todos los viernes receta y así hasta que palmemos o salgamos adelante con el brío y la salud de un caballo de carreras. Rajoy aconseja que, por nuestro bien, vale más que nos estemos quietecitos y no forcemos la rabia de sus ministros. En su opinión, lejos de estar enfadados, deberíamos estar contentos, pues las medidas que, hasta ahora, han tomado las han tomado sin animadversión, revancha ni mala fe, de ahí que se le haya ocurrido advertirnos de que como insistamos en protestar vamos a cabrearles y, entonces, es cuando sabremos, de verdad, lo bestias que pueden ser. Se agradece la advertencia. No obstante ya nos habíamos dado cuenta de que Montoro, Gallardón y compañía no tenían especto de ser los buenos de la película. Tenían toda la pinta de parecerse a esos carceleros, de las prisiones americanas, que salen con sus perros decididos a que el prófugo jamás regrese vivo a la celda. Sería un iluso si me permitiera darle consejos pero se me ocurre que a Rajoy, con sus Ministros, puede sucederle otro tanto que a los Emperadores Romanos con la Guardia Pretoriana. Pasaron de darles órdenes a recibirlas y ser sus rehenes. Y más aún, alguno llegó a ser estrangulado o cosido a puñaladas por quien creía su mano derecha. Rodearse de desalmados es lo que tiene, trae cosas así y otras peores. Milio Mariño / La Nueva España / Artículo de Opinión