viernes, 25 de diciembre de 2009

Este año el gallo canta primero

Créanme si les digo que admiro esa inteligencia de los obispos que les lleva a saber cuando tienen que indignarse y por qué. A veces pienso que se indignan por nada pero como pertenezco a la generación del cambio, es posible que no advierta el trauma que supone, para la Iglesia Católica, que se cambien las tradiciones. La prueba del nueve es la polémica que se ha suscitado por esa sentencia del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, que viene a modificar una tradición como la del crucifijo en las escuelas. Una tradición que, en España, data de hace setenta años, cuando lo impuso la dictadura.
Creía yo, equivocadamente, claro, que las tradiciones valían su peso en años, de ahí que pensara que si se había suscitado una fuerte polémica por algo que venía siendo costumbre desde mediados del siglo pasado se armaría la marimorena si, a quien fuera, se le ocurría modificar una tradición que tuviera quince siglos. Parecía de libro, por eso me llamó la atención el mínimo, por no decir nulo, efecto polémico, y traumatico, que está suponiendo, para la iglesia católica y los fieles cristianos, esa decisión del Vaticano de celebrar la tradicional misa de Nochebuena a las diez de la noche, en lugar de a las doce como era costumbre desde mediados del siglo V.
Dice el portavoz Papal, Federico Lombardi, que la decisión se ha tomado en base a que así se contribuye a disminuir el esfuerzo del Papa, de los empleados y de los fieles cristianos que, en noche tan hogareña, agradecerán retirarse primero a sus casas.
La medida, desde el punto de vista legal, es irreprochable pues el Vaticano no hace otra cosa que ajustarse a lo establecido en el artículo 34 del texto refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, mediante el cual se dispone que entre el final de una jornada y el comienzo de la siguiente habrán de mediar, como mínimo, doce horas de descanso. Cuestión que no se venía cumpliendo ya que la Misa del Gallo finalizaba bien pasada la media noche y el Día de Navidad, a las doce en punto, el Papa tenía que dar la bendición Urbi et Orbi.
A esa decisión, de ajustarse a la ley que prescribe un descanso mínimo, hay que añadir la oportunidad de hacer más llevadero el esfuerzo a quien ya tiene más de ochenta años. Y, en este sentido, supongo que todos recordaremos aquella imagen de Juan Pablo II, viejo y enfermo, que nos sobrecogía por lo que se adivinaba de sufrumiento.
Quiero decir con esto que la medida me parece acertada y más acertado aun que el cambio que supone modificar una tradición que tiene quinientos años años se haya visto como algo razonable y no haya suscitado polémica alguna.
No estaría mal aplicar el mismo rasero cuando se modifican otras tradiciones. Imagino que nos iría mejor, a todos, si la iglesia desterrara ese sentimiento de superioridad que la lleva a sentirse depositaria de la única religión verdadera y autorizada para gobernarnos y gobernar nuestras vidas. No pasa nada por adelantar dos horas el canto del gallo. Así lo ha entendido la mayoría de la gente. Tampoco me consta que los políticos y los columnistas de opinión hayan arremetido contra la jerarquía eclesiástica por modificar, de un plumazo, una tradición tan antigua. Deberían tomar nota los jerarcas católicos. Debería servirles para la mesura y el buen gobierno de su tradicional intransigencia.

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