Milio Mariño
Cudillero es como un dibujo preciso que se difumina en el aire y parece estremecerse cuando las casas se aprietan, para caber todas juntas, en esa especie de embudo que desemboca en la Ribera. Un paisaje con duende que sedujo a muchos pintores engatusándolos para siempre.
Casto Plasencia y Tomás García Sampedro, impulsores de La Colonia de Muros a finales del XIX, participaron de ese embrujo enamorándose de Cudillero, pueblo que según dejó escrito Ortega es un terrible nido hincado en la peña, apto sólo para que de él se lancen al mar sus hombres, como recios cormoranes; el cuello tendido, el ala silbando…
José Ortega y Gasset conoció Cudillero, en el verano de 1914, y quedó tan impresionado por su belleza que pidió a Evaristo Valle que le pintara un cuadro para llevarlo a Madrid y tenerlo como recuerdo. El cuadro, “Escena marinera”, resultó una de las obras más evocadoras del insigne pintor gijonés y gozó de un lugar de excepción en el despacho del filósofo madrileño.
Valle engrosa, por tanto, la larga relación de excelentes pintores que pintaron Cudillero. Como Sir Edgar Thomas Ainger, sexto barón de Wigram y afamado acuarelista inglés, que llegó a Cudillero, en 1901, montado en su bicicleta Raleigh, alojándose en la Fonda El Comercio, a la que no dudó en calificar como un cuchitril. Menos exigentes debieron ser José Robles y Tomás Campuzano, pintores, y también acuarelistas, y Eduardo Chicharro, pintor y poeta, que, aunque era muy joven, eligió Cudillero para pintar y encontrarse a sí mismo.
El valenciano Salvador Martínez Cubells, su hijo Enrique, el conquense Manuel Domínguez y Francisco Esteve Botey, un gran pintor catalán que reunió, en una exposición, un total de 37 obras ejecutadas en Cudillero, forman parte, por méritos propios, de esa extensa relación de pintores que eligieron el pueblo pixueto como inspiración y modelo. También Dionisio Fierros, natural de Ballota, y Jesús Díaz “Zuco”, un “niño de la guerra” que cursó sus estudios de Bellas Artes en Leningrado y Moscú.
Jesús Casaus, fue otro pintor enamorado de Cudillero. Un pintor que, en 1986, realizó el mural “El pescador” de la plaza de La Ribera, por encargo del ayuntamiento. Casaus falleció el 29 de octubre de 2002 en Barcelona y, según su expreso deseo, fue enterrado en Cudillero.
El paisaje, en la pintura, ya no tiene el protagonismo que tuvo pero Cudillero sigue insinuándose cual obra de arte que reclama una especial atención. Igual que aquel cuadro de Valle, “Escena marinera” que muchos años después de que falleciera Ortega, su hijo no dejó que lo restauraran.
El cuadro estaba recubierto por una pátina de suciedad pero la negativa tenía su explicación. El hijo de Ortega y Gasset, José Ortega Spottorno, fundador del diario El País, sabía lo que aquel cuadro representaba para su padre, de modo quería conservarlo como él lo había dejado, pues Ortega era un gran fumador y solía reunirse, en su despacho, con tertulianos que también fumaban lo suyo, como Pío Baroja y Unamuno.
Ortega supo expresar, en “Notas de andar y ver”, lo que muchos pintores expresaron a pinceladas: que Cudillero es un pueblo único y que uno de los mayores encantos que nos ofrece la vida es la mar. La mar y esos cuadros inabarcables que acotan la realidad con el pretexto de que podamos gozarla evocándonos el recuerdo de un paisaje que nos emociona pintado y viéndolo al natural.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
martes, 30 de julio de 2013
Dando jabón a Pravia
Milio Mariño
Mientras desayunaba sin prisa, adormilado por una niebla que se volvía cada vez más espesa, recordé que en alguna parte había leído que solo el desayuno entra dentro de lo previsto, todo lo que viene después depende del destino.
No está mal traído. La vida, se mire por donde se mire, está tocada por lo azaroso, que es el disfraz del destino. Aquella mañana pensaba pasarla leyendo pero, de repente, sin saber por qué, me entraron unas ganas locas de escapar de allí como fuera. Total que, queriendo o sin querer, media hora más tarde estaba en Pravia buscando aventuras. Donde, por cierto, lucía un sol espléndido que invitaba a pasear sin rumbo, como lo haríamos por el famoso laberinto de Silo, aquel rey que hizo de Pravia la capital del reino asturiano.
Siempre que voy a Pravia me cuesta imaginar cómo sería cuando Silo y Adosinda establecieron allí su corte. O cuando aparecieron aquellos seis cuervos que graznaban por encima del caballero Arango y este, tomándolos por buen augurio, atravesó el río y venció a los árabes.
Los seis cuervos de su escudo, Silo y Adosinda, la vida efímera de la fábrica de azúcar y la afortunada equivocación de un vasco, aportan un plus de azar y misterio que aderezado con otros sucesos, como el que propició la famosa frase, “Y la música en Pravia”, invitan a plantearse qué es la realidad y cuáles son sus límites en el caso de que los tenga.
“Los músicos que quieran marcharse, que lo hagan. Pero los instrumentos, aquí se quedan, que son del pueblo.” Dijo Santiago López, cuando el alcalde ordenó a la banda municipal que fuera a Siero para amenizar un desfile.
De Pravia podríamos contar muchas cosas. Hoy quiero contarles una que tiene ver con lo que les decía al principio, con el azar y el destino.
Salvador Echeandía Gal, el vasco al que me refería antes, era propietario de una fábrica de perfumes en la madrileña calle de Ferraz y, como buen vasco, le gustaba comer bien, de modo que se hizo cliente y amigo de Agustín Lhardy Garrigues, pintor paisajista y cocinero propietario del restaurante Lhardy de Madrid.
Siempre que Salvador iba por el restaurante, Lhardy se deshacía en elogios hablando de la colonia de Pintores de Muros del Nalón, donde había estado, y de la extraordinaria belleza de la ría de San Esteban de Pravia.
Para promocionar sus productos, Salvador tuvo que viajar a Oviedo y, ya que estaba en Asturias, quiso aprovechar el viaje y conocer la maravilla de la que tanto hablaba su amigo.
Dicen que preguntando se llega a Roma, pero Salvador preguntó por Pravia y no llegó a San Esteban, llegó a Riberas, que también es de Pravia, aunque no está a la orilla del mar sino del Nalón.
Aquella equivocación resultaría trascendental pues el camino que llevaba a Pravia discurría rodeado de prados, donde los campesinos recogían la hierba, que habían puesto a secar, y aquel aroma, de la hierba recién cortada secándose al sol, cautivó de tal manera a Echeandía Gal que nada más llegar a Madrid puso a su hermano Eusebio a investigar cómo convertir el aroma que traía en mente en un producto que pudieran comercializar.
Tardaron dos años. Salvador estuvo en Pravia en el verano de 1903, y en 1905, con la ayuda de su hermano, consiguió recrear aquel “instante asturiano” en un jabón de tocador, Heno de Pravia, que enseguida se hizo famoso y marcó todo un hito.
Mientras desayunaba sin prisa, adormilado por una niebla que se volvía cada vez más espesa, recordé que en alguna parte había leído que solo el desayuno entra dentro de lo previsto, todo lo que viene después depende del destino.
No está mal traído. La vida, se mire por donde se mire, está tocada por lo azaroso, que es el disfraz del destino. Aquella mañana pensaba pasarla leyendo pero, de repente, sin saber por qué, me entraron unas ganas locas de escapar de allí como fuera. Total que, queriendo o sin querer, media hora más tarde estaba en Pravia buscando aventuras. Donde, por cierto, lucía un sol espléndido que invitaba a pasear sin rumbo, como lo haríamos por el famoso laberinto de Silo, aquel rey que hizo de Pravia la capital del reino asturiano.
Siempre que voy a Pravia me cuesta imaginar cómo sería cuando Silo y Adosinda establecieron allí su corte. O cuando aparecieron aquellos seis cuervos que graznaban por encima del caballero Arango y este, tomándolos por buen augurio, atravesó el río y venció a los árabes.
Los seis cuervos de su escudo, Silo y Adosinda, la vida efímera de la fábrica de azúcar y la afortunada equivocación de un vasco, aportan un plus de azar y misterio que aderezado con otros sucesos, como el que propició la famosa frase, “Y la música en Pravia”, invitan a plantearse qué es la realidad y cuáles son sus límites en el caso de que los tenga.
“Los músicos que quieran marcharse, que lo hagan. Pero los instrumentos, aquí se quedan, que son del pueblo.” Dijo Santiago López, cuando el alcalde ordenó a la banda municipal que fuera a Siero para amenizar un desfile.
De Pravia podríamos contar muchas cosas. Hoy quiero contarles una que tiene ver con lo que les decía al principio, con el azar y el destino.
Salvador Echeandía Gal, el vasco al que me refería antes, era propietario de una fábrica de perfumes en la madrileña calle de Ferraz y, como buen vasco, le gustaba comer bien, de modo que se hizo cliente y amigo de Agustín Lhardy Garrigues, pintor paisajista y cocinero propietario del restaurante Lhardy de Madrid.
Siempre que Salvador iba por el restaurante, Lhardy se deshacía en elogios hablando de la colonia de Pintores de Muros del Nalón, donde había estado, y de la extraordinaria belleza de la ría de San Esteban de Pravia.
Para promocionar sus productos, Salvador tuvo que viajar a Oviedo y, ya que estaba en Asturias, quiso aprovechar el viaje y conocer la maravilla de la que tanto hablaba su amigo.
Dicen que preguntando se llega a Roma, pero Salvador preguntó por Pravia y no llegó a San Esteban, llegó a Riberas, que también es de Pravia, aunque no está a la orilla del mar sino del Nalón.
Aquella equivocación resultaría trascendental pues el camino que llevaba a Pravia discurría rodeado de prados, donde los campesinos recogían la hierba, que habían puesto a secar, y aquel aroma, de la hierba recién cortada secándose al sol, cautivó de tal manera a Echeandía Gal que nada más llegar a Madrid puso a su hermano Eusebio a investigar cómo convertir el aroma que traía en mente en un producto que pudieran comercializar.
Tardaron dos años. Salvador estuvo en Pravia en el verano de 1903, y en 1905, con la ayuda de su hermano, consiguió recrear aquel “instante asturiano” en un jabón de tocador, Heno de Pravia, que enseguida se hizo famoso y marcó todo un hito.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
Playas con tesoros subacuáticos
Milio Mariño
Días pasados, mientras soportaba con agrado ese frio viento gallego que siempre nos trae buen tiempo, veía, desde lo alto, que la gente sigue bañándose en Santa María del Mar. Una playa preciosa que aún no ha podido sacudirse, del todo, de los restos de carbón. Lo mismo que Los Quebrantos, que fue playa minera donde las mujeres no iban a tomar el sol, iban a recoger carbón hasta que llenaban un cesto que luego cargaban en la cabeza con la elegancia de quien tiene más maña que fuerza.
A uno le tienta creer que aquel carbón de los lavaderos, que el Nalón vertía en la mar y la mar devolvía a las playas, lejos de ser catástrofe, era una estratagema de la propia naturaleza para mantener alejados a los turistas y los especuladores inmobiliarios, pues los nativos presumían, encantados, de que sus playas albergaran un tesoro subacuático que en unos casos venía de lejos y en otros estaba bajo sus aguas.
Arnao, por ejemplo, era una playa con planta baja de arena y sótano de carbón negro por el que paseó la excelsa reina de las Españas, Doña Isabel II, llevando de la mano al miedoso de su marido. Francisco de Asís, aquel a quien el pueblo llamaba “Paquito el Mariquito” porque, según contaba la Reina, meaba agachado, como las señoras, y llevaba más encajes y puntillas que ella misma.
Santa María del Mar, que acabaría por recibir restos de la gravilla que salía por San Esteban, tenía carbón propio, tanto o más que Arnao. Tenía para cargar, los menos, dos barcos, que fueron los que se cargaron, en 1.581, en El Puerto de La Llada, por mandato de Felipe II, con destino a Portugal.
El carbón, la hornaguera como llamaban entonces, lo había descubierto, en 1.569, un el fraile de Naveces llamado Agustín Montero. Fue la primera explotación de carbón en Asturias y en España. Era una veta de mucha anchura que situaron en Arancés, en un terreno propiedad de Francisco Garay, aunque es probable que estuviera cerca de la playa. Así lo indica Jovellanos quien, después de haber visitado Santa María del Mar el 13 de octubre de 1.791, escribió, en un informe, que la veta estaba a dos tiros de piedra de la playa abierta. Apuntando, en el mismo informe, que, con buen tiempo, el carbón podía cargarse en gabarras y remolcarlas hasta Avilés.
No es ningún secreto, por tanto, que teníamos, y tenemos, playas que cuentan con carbón propio y carbón ajeno pero, en ninguno de los dos casos, fue, ni es, impedimento para que los nativos, y algún forastero, disfruten de las citadas playas y de los terapéuticos baños en el Cantábrico. Ahí tienen a Rubén Darío, el poeta, periodista y diplomático nicaragüense que, allá por 1905, ya se bañaba, desnudo, en la playa de Los Quebrantos.
Rubén Darío solía bañarse de noche, y desnudo, en compañía de su amante “Tataya”, una campesina de Gredos a la que, él mismo, había enseñado a leer. Antes del baño, al atardecer, escribía, tocaba el piano y lo mismo le daba al ajenjo que al champán francés. Era un hombre, culto y refinado, al que no le importaba bañarse en una playa que, en aquella época, si tenía restos de carbón. Era, como se decía entonces de los intelectuales con dinero, un señor respetable que llevaba una vida moderna y cosmopolita.
Días pasados, mientras soportaba con agrado ese frio viento gallego que siempre nos trae buen tiempo, veía, desde lo alto, que la gente sigue bañándose en Santa María del Mar. Una playa preciosa que aún no ha podido sacudirse, del todo, de los restos de carbón. Lo mismo que Los Quebrantos, que fue playa minera donde las mujeres no iban a tomar el sol, iban a recoger carbón hasta que llenaban un cesto que luego cargaban en la cabeza con la elegancia de quien tiene más maña que fuerza.
A uno le tienta creer que aquel carbón de los lavaderos, que el Nalón vertía en la mar y la mar devolvía a las playas, lejos de ser catástrofe, era una estratagema de la propia naturaleza para mantener alejados a los turistas y los especuladores inmobiliarios, pues los nativos presumían, encantados, de que sus playas albergaran un tesoro subacuático que en unos casos venía de lejos y en otros estaba bajo sus aguas.
Arnao, por ejemplo, era una playa con planta baja de arena y sótano de carbón negro por el que paseó la excelsa reina de las Españas, Doña Isabel II, llevando de la mano al miedoso de su marido. Francisco de Asís, aquel a quien el pueblo llamaba “Paquito el Mariquito” porque, según contaba la Reina, meaba agachado, como las señoras, y llevaba más encajes y puntillas que ella misma.
Santa María del Mar, que acabaría por recibir restos de la gravilla que salía por San Esteban, tenía carbón propio, tanto o más que Arnao. Tenía para cargar, los menos, dos barcos, que fueron los que se cargaron, en 1.581, en El Puerto de La Llada, por mandato de Felipe II, con destino a Portugal.
El carbón, la hornaguera como llamaban entonces, lo había descubierto, en 1.569, un el fraile de Naveces llamado Agustín Montero. Fue la primera explotación de carbón en Asturias y en España. Era una veta de mucha anchura que situaron en Arancés, en un terreno propiedad de Francisco Garay, aunque es probable que estuviera cerca de la playa. Así lo indica Jovellanos quien, después de haber visitado Santa María del Mar el 13 de octubre de 1.791, escribió, en un informe, que la veta estaba a dos tiros de piedra de la playa abierta. Apuntando, en el mismo informe, que, con buen tiempo, el carbón podía cargarse en gabarras y remolcarlas hasta Avilés.
No es ningún secreto, por tanto, que teníamos, y tenemos, playas que cuentan con carbón propio y carbón ajeno pero, en ninguno de los dos casos, fue, ni es, impedimento para que los nativos, y algún forastero, disfruten de las citadas playas y de los terapéuticos baños en el Cantábrico. Ahí tienen a Rubén Darío, el poeta, periodista y diplomático nicaragüense que, allá por 1905, ya se bañaba, desnudo, en la playa de Los Quebrantos.
Rubén Darío solía bañarse de noche, y desnudo, en compañía de su amante “Tataya”, una campesina de Gredos a la que, él mismo, había enseñado a leer. Antes del baño, al atardecer, escribía, tocaba el piano y lo mismo le daba al ajenjo que al champán francés. Era un hombre, culto y refinado, al que no le importaba bañarse en una playa que, en aquella época, si tenía restos de carbón. Era, como se decía entonces de los intelectuales con dinero, un señor respetable que llevaba una vida moderna y cosmopolita.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
La Deva y La Ladrona, dos islas hermanas
Milio Mariño
Los que vivimos por estos pagos podemos disfrutar todo el año de montañas, playas y acantilados. Y, para que no falte de nada, también disfrutamos de dos islas hermanas, La Deva y La Ladrona, que son como aquellos tesoros que enterrábamos, en la infancia, y luego dibujábamos en un mapa por si, al día siguiente, no sabíamos dónde estaban.
Nuestras islas sí sabemos dónde están. Siguen ahí, en la costa de Santa María del Mar y frente al playón de Bayas, dejando que transcurra el tiempo y agradeciendo, no sin cierta nostalgia, que en un pasado reciente algunos escritores y artistas las inmortalizaran en sus obras como islas de verdad.
La Ladrona carga con una leyenda según la cual se le puso, popularmente, ese nombre porque allí solían aparecer los cadáveres de los ahogados. Al hilo de aquello tomó cuerpo la creencia de que, en la pequeña isla, había una cueva profunda en la que vivía un calamar gigante que atrapaba a los que osaban acercarse. En realidad, todo se debía a que las corrientes marinas, empujadas por la cercana desembocadura del Nalón, arrastraban hasta la isla los cuerpos de las personas ahogadas.
La mar alcanza para muchas historias. Historias como las que, a principios del siglo pasado, sirvieron para alimentar la fantasía de una niña de Oviedo que, entonces, llamaban Lolita y veraneaba en Santiago del Monte. Aquella niña, que años más tarde sería Dolores Medio, quedó fascinada por lo que contaban de La Ladrona. Prueba de ello es que la famosa escritora asturiana, ganadora de un premio Nadal, situó en aquellos parajes uno de los personajes de su novela “Juan sin tierra”.
Dolores le cambia el nombre, la llama La Volgona, pero es evidente que se refiere a La Ladrona. Dice, en su novela, que es una isla que te llama y te llama con su voz de sal y de algas, con la canción salada de una mujer que tiene pechos de roca, y cola de sirena, y promete lo que no puede darte.
La Deva, la isla hermana con nombre de diosa celta, no se me alcanza que fuera escenario de ninguna obra literaria pero sí que sirvió de inspiración para un pintor, nada menos que Sorolla, que venía buscando la luz del norte y los colores del Cantábrico.
Sorolla llegaba hasta Bayas, bordeando la costa desde San Juan de la Arena, para disfrutar de Malabaxada, una playa próxima a La Deva, muy rocosa y de difícil acceso, que era uno de los lugares que más le gustaban. Tocado con una gran boina y el caballete a cuestas, no se limitaba a los paisajes de La Deva y la costa de Bayas, llegaba caminando, incluso, hasta Avilés, donde pintó el puerto.
Uno de sus cuadros, quizá el más representativo de esa época: “Después del baño, Asturias”, fue pintado frente a La Deva y llevado, meses más tarde, a la exposición de París.
También Seamus Heaney, premio Nóbel de Literatura y reconocido como uno de los poetas más importantes del siglo XX, solía pasear por los acantilados, frente a las islas hermanas, La Deva y La Ladrona. Así lo expresa en “Cantares de Asturias”: El mar callaba y esplendía más allá de los bancos/ Y por la tarde, las gaviotas in excelsis/ saludaron al aire, cegadoras, igual que monaguillos/ con sus rápidas vueltas y cirios responsos.
Los que vivimos por estos pagos podemos disfrutar todo el año de montañas, playas y acantilados. Y, para que no falte de nada, también disfrutamos de dos islas hermanas, La Deva y La Ladrona, que son como aquellos tesoros que enterrábamos, en la infancia, y luego dibujábamos en un mapa por si, al día siguiente, no sabíamos dónde estaban.
Nuestras islas sí sabemos dónde están. Siguen ahí, en la costa de Santa María del Mar y frente al playón de Bayas, dejando que transcurra el tiempo y agradeciendo, no sin cierta nostalgia, que en un pasado reciente algunos escritores y artistas las inmortalizaran en sus obras como islas de verdad.
La Ladrona carga con una leyenda según la cual se le puso, popularmente, ese nombre porque allí solían aparecer los cadáveres de los ahogados. Al hilo de aquello tomó cuerpo la creencia de que, en la pequeña isla, había una cueva profunda en la que vivía un calamar gigante que atrapaba a los que osaban acercarse. En realidad, todo se debía a que las corrientes marinas, empujadas por la cercana desembocadura del Nalón, arrastraban hasta la isla los cuerpos de las personas ahogadas.
La mar alcanza para muchas historias. Historias como las que, a principios del siglo pasado, sirvieron para alimentar la fantasía de una niña de Oviedo que, entonces, llamaban Lolita y veraneaba en Santiago del Monte. Aquella niña, que años más tarde sería Dolores Medio, quedó fascinada por lo que contaban de La Ladrona. Prueba de ello es que la famosa escritora asturiana, ganadora de un premio Nadal, situó en aquellos parajes uno de los personajes de su novela “Juan sin tierra”.
Dolores le cambia el nombre, la llama La Volgona, pero es evidente que se refiere a La Ladrona. Dice, en su novela, que es una isla que te llama y te llama con su voz de sal y de algas, con la canción salada de una mujer que tiene pechos de roca, y cola de sirena, y promete lo que no puede darte.
La Deva, la isla hermana con nombre de diosa celta, no se me alcanza que fuera escenario de ninguna obra literaria pero sí que sirvió de inspiración para un pintor, nada menos que Sorolla, que venía buscando la luz del norte y los colores del Cantábrico.
Sorolla llegaba hasta Bayas, bordeando la costa desde San Juan de la Arena, para disfrutar de Malabaxada, una playa próxima a La Deva, muy rocosa y de difícil acceso, que era uno de los lugares que más le gustaban. Tocado con una gran boina y el caballete a cuestas, no se limitaba a los paisajes de La Deva y la costa de Bayas, llegaba caminando, incluso, hasta Avilés, donde pintó el puerto.
Uno de sus cuadros, quizá el más representativo de esa época: “Después del baño, Asturias”, fue pintado frente a La Deva y llevado, meses más tarde, a la exposición de París.
También Seamus Heaney, premio Nóbel de Literatura y reconocido como uno de los poetas más importantes del siglo XX, solía pasear por los acantilados, frente a las islas hermanas, La Deva y La Ladrona. Así lo expresa en “Cantares de Asturias”: El mar callaba y esplendía más allá de los bancos/ Y por la tarde, las gaviotas in excelsis/ saludaron al aire, cegadoras, igual que monaguillos/ con sus rápidas vueltas y cirios responsos.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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