lunes, 26 de noviembre de 2012

La broma infinita

Milio Mariño

Hace un par de semanas que cuando me enfado con otra noticia sobre la corrupción, la crisis o esas medidas que adopta el gobierno para castigarnos por lo que hicieron los bancos, cojo el libro de David Foster Wallace, La broma infinita, lo abro y leo hasta que me canso.

El libro fue escrito a mediados de los años noventa y va para cuatro que Foster Wallace se suicidó, ahorcándose en su domicilio de California, pero cada día está más vigente aquella teoría suya de un vertedero inmenso, un fabuloso crisol de basuras y desechos a donde van a parar los engaños políticos, las estafas, la corrupción y hasta nosotros mismos, usted y yo, arrojados como residuos de algo que se ha vuelto inservible además de tóxico.

La broma infinita habla de eso y de muchas cosas, es un tocho de más de mil páginas, pero a mí me interesa lo del gran vertedero que todo lo engulle y en el que surgen las mutaciones que dan origen a lo nuevo.

Me interesa porque ahí estamos. Ya nadie espera nada de nosotros, así que nuestro destino es fundirnos con otros detritus para que surja un no se sabe, que será distinto y, quizá, aprovechable para la buena marcha del negocio. Eso piensan los que han decidido que ya no servimos, pero de esa mutación puede salir un monstruo.

Cuando en el vertedero se juntan tantas cosas, y fermentan, puede ocurrir de todo. El material genético del hombre y el de los animales, en el fondo, no es tan diferente, basta una pequeña variación en el ADN, un par de genes que caigan de un lado u otro, y ya tenemos lo que no esperábamos. Quién sabe si un cerdo, un lobo o una oveja salvaje con aspecto de obrero en paro.

Prepárense para un orden distinto, olvídense de lo que había, dicen los promotores de la broma, los amigos de las mutaciones extremas. La concavidad del déficit público se lo tragara todo. Vean lo que está sucediendo, la economía ha suplantado a la política, la religión e incluso al fútbol. Es imposible dar un paso sin que nos tropecemos con esa fuerza omnipresente que afecta a nuestro estado emocional y condiciona nuestras vidas. Nada nos une tanto como la economía. De modo que la broma va en serio.

Hace unos años, cuando descubrimos que vivir como vivíamos era, realmente, una broma, pensamos que todo se saldaría con un simple toque de atención para sacarnos de aquella falsa rutina y devolvernos al viejo camino. Entonces, se conoce que para no asustar, nos hablaban de la superación de los partidos tradicionales, el triunfo del entretenimiento, el trabajo desde el domicilio, la compra por internet, la vida sin apenas salir de casa, el voyeurismo, la depresión, la escalada de las adicciones… Nada que no pudiera corregirse desprendiéndonos de algunos vicios como quien llega a la conclusión de que es hora ya de dejar el tabaco.

En esas estábamos cuando llegó Rajoy y dijo que teníamos que elegir entre lo malo y lo peor. Es decir, entre aceptar el vertedero o que él mismo procediera a sacrificarnos, degollándonos como a pollos, para que el sacrificio, la carne y la sangre de los degollados, acompañada de las preceptivas plegarias, aplacara la ira de los dioses del dinero.

Parecía una broma pero, por lo visto, así es como está planteado.

Milio Mariño / Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España

lunes, 19 de noviembre de 2012

Los viejos políticos quieren ser jóvenes

Milio Mariño

Arrastrados por las malas noticias solemos preguntarnos, con machacona insistencia, hacia dónde nos llevan. La pregunta no es nueva, es una eterna y humana pregunta cuya respuesta siempre fue en consonancia con el modo en que, a cada uno, le va en la feria. Para los de abajo caminamos hacia el desastre y para los de arriba, los que tienen dinero y poder, lo hacemos por el buen camino aunque esté lleno de piedras y vayamos descalzos.

Estemos arriba o abajo en una cosa estamos de acuerdo, en que cuanto antes salgamos del pozo mejor. La duda es si serán los liberales, que en realidad son los conservadores, o los progresistas, que es como se hacen llamar los de izquierdas, quienes nos sacarán de este embrollo.

Sean unos u otros, que para lo que voy a decir da lo mismo, hay otra cosa en la que también, casi todos, estamos de acuerdo: en que la mayoría de nuestros políticos son dinosaurios. Y no ya por su edad biológica, que podría ser, sino porque llevan veinte o treinta años en el cargo y no tienen otras ideas que las de hace dos siglos.

El promedio de edad de nuestros diputados es de 53 años. Lo cual, de por sí, no sería invalidante, pero la edad biológica sin una inteligencia fresca y renovadora que la ponga al día, hace que la persona envejezca súbitamente y se convierta en un anciano empeñado en justificar sus pasados errores.

Por ahí empieza la quiebra, pues quienes están gobernando nos vienen ahora con que es necesario un cambio en la forma de hacer política y en, prácticamente, todo, sin darse cuenta de que son unos ancianos políticos que han destacado, precisamente, por su resistencia a los cambios y su elogio constante de ese perfume añejo llamado conservadurismo.

La contradicción, y la falta de legitimidad en sus peticiones, parte de ellos mismos y de los postulados que siempre han defendido pues el cristianismo nunca sintió un especial interés por lo que decían los viejos. Para los cristianos, la vejez es claramente un mal, un castigo divino que se esgrime en contraposición con el Paraíso, que es el lugar de la eterna juventud.

En su ideario, en la idea que ellos tienen de cómo tendría que ser la sociedad, un viejo que goce de buena salud y no sea conservador, solo puede explicarse por una intervención diabólica.

Así es. La visión pesimista que tenemos de la vejez la hemos heredado de los escritos del Antiguo Testamento y la tradición grecorromana. Las reglas monásticas, pilar esencial de la Iglesia Católica, siempre prestaron poca, o ninguna, atención a sus monjes ancianos. La más célebre, la de San Benito, los sitúa en la categoría de niños y recomienda mostrar ciertas indulgencias con ellos, pero no les proporciona ningún privilegio ni es criterio para la elección de abades. No se explica por tanto que nuestros viejos políticos, me refiero a los conservadores pero también a los otros, nos vengan ahora con que lo mejor para salir de la crisis es romper con lo que tenemos y aceptar cambios que den al traste con nuestro pasado. Esa propuesta, en buena lógica, solo les correspondería hacerla a los jóvenes progresistas. Nunca a los conservadores. La prueba es que los viejos políticos, sobre todo los de derechas, siempre han fracasado en la tarea de poner el país al día.


 Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ La Nueva España



jueves, 15 de noviembre de 2012

Tomemos ejemplo del fútbol

Milio Mariño

Hasta hace nada era de los que pensaban que con futbol ocurriría lo que con el boom del ladrillo. Que si alguien no planificaba un pinchazo suave de la burbuja futbolera, cualquier día saltaría por los aires y el desaguisado, como ocurrió con los bancos, acabaríamos pagándolo los que pagamos siempre, aunque ya no tengamos dinero. Menciono los bancos porque si las altas instancias consideran que son imprescindibles para que el sistema funcione con el fútbol pasa lo mismo. Nadie concibe que España pueda funcionar sin futbol, sería inviable.

Adivino lo que piensan. Suponen que utilizo la ironía como un procedimiento retorico para abordar la crítica del fútbol y arrancarles una sonrisa que modere lo que todo el mundo se pregunta y nadie se explica. Como es posible que el fútbol siga funcionando como si nada pasara. Como si la ruina que todo lo invade se hubiera propuesto que solo el fútbol merece salvarse.

Quién sabe, a lo mejor es cuestión de buscarse un hado madrino, pero después de ojear un estudio que, sobre la situación del fútbol, publicó no hace mucho una auditora de prestigio, me atrevo a decir que, a veces, la solución a nuestros problemas está al lado mismo y, sin embargo, no acabamos de verla.

¿Por qué digo esto? Pues porque ya pueden cerrar miles de empresas, quebrar los bancos, hacer un ERE la iglesia, o que los catalanes voten a Mad Max, el salvaje autonomista, que al fútbol parece que no le afectan ni la prima de riesgo, la caída de la Bolsa o la falta de crédito. Es lo que se deduce de los datos que aporta Deloitte, que ha hecho un informe económico y dice que, actualmente, el fútbol es la decimoséptima economía mundial.

A nivel mundial no lo discuto pero, en nuestro país, no sé yo si no será la primera, pues el fútbol profesional, en España, supone 85.000 empleos directos e indirectos y aporta 9.000 millones de euros a la economía nacional.

La Liga española es una de las que más ingresos generan, apenas está por detrás de la Premier League inglesa y la Bundesliga alemana. Y lo más sorprendente, según el estudio de la citada auditora, es que el año pasado ha aumentado sus ingresos en un cinco por ciento.

Ahí es nada, crecer un cinco por ciento en estos tiempos que corren. Cierto que los clubes españoles deben 750 millones a Hacienda y 11 millones a la Seguridad Social. Y, también, que la UE ha propuesto investigar al fútbol español por presuntas ayudas del Estado, pero no sabemos la deuda del resto de las empresas y lo que el Estado las está ayudando a pesar de que no dejan de fabricar parados.

Las Sociedades Anónimas, deberían tomar ejemplo de las Anónimo Deportivas, que no se quejan de la millonada que pagan en salarios y apenas envían a nadie al paro. Tal es así que si la economía española funcionara como el fútbol estaríamos en la gloria. Solo se me ocurre un reproche. No comprendo cómo, a estas alturas, aún se mantiene, en España, la prohibición de que las mujeres puedan ejercer la profesión de futbolista.

Las mujeres, en nuestro país, pueden ser médicas, arquitectas, mineras o soldados del ejército pero futbolistas profesionales lo tienen prohibido. Un empecinamiento absurdo, que nos lleva a desperdiciar talento y a no disminuir el número de parados.



Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España

martes, 6 de noviembre de 2012

Las hojas muertas

Milio Mariño

Mientras desayunaba advertí que el otoño estaba derrumbando mis hojas. Fue una premonición porque, cuando salí a pasear, compré el periódico y leí que hacía treinta años que Felipe González había ganado las elecciones. No les digo lo que pensé porque la conclusión sugería el suicidio. Me salvó que detesto lo trágico, prefiero lo tierno, así que cogí una hoja seca del suelo, la junté con la hoja de periódico, fui a casa y las guardé entre las hojas de un libro que volví a poner en la estantería no recuerdo en qué sitio.

Allí quedaron, guardadas en aquel libro que no sabía si volvería a abrirlo, dos hojas que envejecen parecido, pues las de los árboles, y las de los periódicos, adquieren ese color amarillo que anuncia el final previsto. Son, como dice la bella canción francesa, Les feuilles mortes.

Las hojas muertas se juntan en montones, como los desperdicios / los recuerdos y los lamentos también.

Eso dice la canción. Estuve escuchándola un rato largo y reitero lo dicho: es preciosa pero un poco cruel. Las hojas acaban tiradas por el suelo y, aunque haya quien diga que crujen, la realidad es que se quejan cuando sin querer las pisamos. Yo les tengo mucho respeto, me duele pisarlas. Y me dolería la desnudez de los árboles si no fuera que estoy convencido de que sacrifican su esplendor para verse cuajados de nuevo, en cuanto pase el invierno.

Sería lo propio, pero como vivimos en un mundo desconocido y en un país arrasado por las calamidades, nadie está seguro de que, después del invierno, venga la primavera. Los fenómenos “para anormales” se están imponiendo a la realidad. Nadie sabe cuándo va acabar el frio. Los hay que insinúan que puede durar 24 meses, o incluso más. Dicen que solo queda esperar. Que el frío para la mayoría es lo único que garantiza el calor para los elegidos.

Tampoco es nuevo. Fue lo que dijeron los que hace treinta años perdieron y ahora han ganado. De todas maneras, antes y ahora, siempre hubo árboles de hoja perenne y de hoja caduca. La diferencia, entre unos y otros, es que nosotros aceptamos ir perdiendo nuestras hojas, y darlas por bien perdidas, en la confianza de que se imantarán y se irán acumulando hasta crear ese humus que sirve para fertilizar el mundo.

Así era hasta que la oscuridad, el miedo, la tristeza y todo lo que creíamos arrumbado ha vuelto. Han vuelto los leñadores cuando me he quedado casi sin hojas, solo con el calor de unas letras que mitigan este frio que noto cada vez más intenso.

Escribí, hasta aquí, mientras escuchaba la canción y, cuando acabó, recordé el libro donde había guardado la hoja de árbol y la de periódico. Era “Despistes y Franquezas” de Mario Benedetti. Y la casualidad, o los duendes, hizo que las hojas estuvieran guardadas en la página donde se relata que don Luciano tomó aliento para decir: “Como siempre, quiero ser franco con ustedes. En este país, y salvo excepciones, estamos en manos de oportunistas, frívolos, ineptos y venales”.

“A la mañana siguiente, lo despertaron a las ocho: Don Luciano, lamento molestarlo, pero, frente a la casa, hay como quinientas personas. ¿Ah, sí?, dijo el profesor, de buen ánimo. ¿Y qué quieren? Al parecer expresarle su saludo ¿Y quiénes son? No lo sé con certeza. Ellos dicen que son las excepciones”.

Milio Mariño/Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España